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Hemos hecho de nuestra asignación misional nuestro hogarLa Atalaya 2002 | 1 de diciembre
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MI VIDA empezó en una parte distante de la Tierra, Australia, en el desdichado año de 1914. Mi adolescencia coincidió con la Gran Depresión, y tuve que ayudar a mantener a la familia. No había empleo, pero me las arreglé para cazar conejos silvestres, los cuales abundaban en Australia. De modo que una de mis principales contribuciones al sustento de la familia fue un surtido constante de carne de conejo.
Cuando estalló la segunda guerra mundial, en 1939, yo ya había conseguido un empleo en la compañía de tranvías y autobuses de la ciudad de Melbourne. Había unos setecientos conductores que trabajaban por turnos en los autobuses, y en cada turno conocía a uno diferente. Solía preguntarles: “¿A qué religión pertenece usted?”, y luego dejaba que explicaran sus creencias. El único que me dio respuestas satisfactorias fue un testigo de Jehová. Me explicó lo que la Biblia dice respecto a un paraíso terrestre donde vivirán para siempre los seres humanos que temen a Dios (Salmo 37:29).
Por aquel entonces, mi madre también entró en contacto con los testigos de Jehová. A menudo, cuando yo salía del último turno de trabajo, me esperaban un plato de comida y un ejemplar de la revista Consolación (hoy ¡Despertad!). La información me parecía interesante. Con el tiempo, llegué a la conclusión de que esta era la religión verdadera, así que empecé a relacionarme con la congregación y me bauticé en mayo de 1940.
En Melbourne había un hogar de precursores, donde vivían unos veinticinco testigos de Jehová que eran ministros de tiempo completo, y me fui a vivir con ellos. A diario escuchaba sus emocionantes experiencias en la predicación, por lo que cultivé en el corazón el deseo de ser precursor también. Más tarde solicité el precursorado. Me lo concedieron y me invitaron a servir en la sucursal de los testigos de Jehová en Australia. Así fue como llegué a formar parte de la familia Betel.
Encarcelamiento y proscripción
Una de mis asignaciones en Betel era hacer funcionar un aserradero. Cortábamos árboles para hacer carbón, del que obteníamos combustible para los vehículos de la sucursal porque la gasolina escaseaba debido a la guerra. Éramos doce trabajadores en el aserradero, y ninguno estaba exento de que lo reclutaran para el servicio militar. Al poco tiempo se nos sentenció a seis meses de prisión, pues nos negamos a hacer el servicio militar por razones bíblicas (Isaías 2:4). Fuimos enviados a un campo de trabajos forzados. ¿Qué se nos mandó hacer? Para nuestra sorpresa, tuvimos que cortar madera, lo que habíamos aprendido a hacer en Betel.
Realizamos un trabajo tan bueno, que el director de la prisión nos entregó una Biblia y nuestras publicaciones bíblicas a pesar de las órdenes estrictas de que no recibiéramos tales artículos. Fue durante esa época cuando aprendí una valiosa lección sobre las relaciones humanas. Mientras trabajaba en Betel, había un hermano con quien sencillamente no me llevaba bien. Nuestras personalidades eran muy diferentes. Pues bien, ¿con quién creen que se me puso en la celda? Sí, con ese mismo hermano. Así que tuvimos todo el tiempo del mundo para conocernos, y acabamos cultivando una amistad estrecha y duradera.
Con el tiempo, se proscribió la obra de los testigos de Jehová en Australia. Las autoridades confiscaron todos los fondos, y los hermanos de Betel tenían muy pocos recursos económicos. En cierta ocasión, uno de ellos me abordó y me dijo: “Dick, quiero ir y dar testimonio en el pueblo, pero no tengo zapatos, solo botas de trabajo”. Con gusto lo ayudé prestándole mis zapatos para que fuera al pueblo.
Más tarde nos enteramos de que ese hermano había sido detenido y encarcelado por predicar. No pude resistir la tentación de enviarle una breve nota que decía: “Lo siento por ti, pero me alegra que yo no estuviera en mis zapatos”. En poco tiempo a mí también me arrestaron y encarcelaron por segunda vez debido a mi postura neutral. Después de salir en libertad, se me encargó el cuidado de la granja que suministraba el alimento para la familia Betel. Para ese tiempo, habíamos obtenido un fallo favorable en el tribunal y se levantó la proscripción de la obra de los testigos de Jehová.
Me caso con una celosa evangelizadora
Mientras trabajaba en la granja, me puse a pensar seriamente en el matrimonio y me sentí atraído por una joven precursora, Coralie Clogan. Su abuela fue la primera en la familia que se interesó en el mensaje de la Biblia. En su lecho de muerte, le dijo a Vera, la madre de Coralie: “Cría a tus hijas para que amen y sirvan a Dios, y un día nos veremos en la Tierra paradisíaca”. Posteriormente, cuando una precursora llegó a la puerta de Vera con la publicación Millones que ahora viven no morirán jamás, las palabras de su madre empezaron a cobrar sentido. El folleto convenció a Vera de que era el propósito de Dios que la humanidad disfrutara de la vida en un paraíso terrestre (Revelación [Apocalipsis] 21:4). Se bautizó a principios de la década de 1930, y tal como su madre la había animado a hacer, ayudó a sus tres hijas —Lucy, Jean y Coralie— a cultivar amor a Dios. No obstante, el padre de Coralie estaba muy opuesto a los intereses religiosos de su familia, como Jesús advirtió que ocurriría en algunos hogares (Mateo 10:34-36).
Los Clogan tenían dotes para la música, y cada niña tocaba un instrumento. Coralie se dedicó al violín, y en 1939, a la edad de 15 años, fue galardonada con un diploma en música. El estallido de la segunda guerra mundial hizo que reflexionara seriamente sobre su futuro. Había llegado el momento de tomar una decisión respecto a lo que haría con su vida. Por un lado, existía la posibilidad de seguir una carrera musical (la habían invitado a tocar con la Orquesta Sinfónica de Melbourne). Por otro lado, podía emplear su tiempo en la gran obra de predicar el mensaje del Reino. Después de meditar en el asunto, ella y sus dos hermanas se bautizaron en 1940 e hicieron los preparativos para emprender la evangelización de tiempo completo.
Poco después de que Coralie optara por el ministerio de tiempo completo, la abordó Lloyd Barry, un hermano que ocupaba un puesto de responsabilidad en la sucursal de Australia y que más tarde fue miembro del Cuerpo Gobernante de los Testigos de Jehová. Tras pronunciar un discurso en Melbourne, dijo a Coralie: “Voy a regresar a Betel. ¿Por qué no vuelves en el tren conmigo y te unes a la familia Betel?”. Ella aceptó la invitación de buena gana.
Coralie y las demás hermanas de la familia Betel desempeñaron un papel importante, pues ayudaron a suministrar las publicaciones bíblicas a los Testigos de Australia durante los años de la guerra en que la obra estuvo proscrita. De hecho, ellas hicieron la mayoría de los trabajos de impresión bajo la supervisión del hermano Malcolm Vale. Durante los más de dos años en que estuvo vigente la proscripción, se imprimieron y encuadernaron los libros El Nuevo Mundo e Hijos, y nunca faltó ni un solo número de la revista La Atalaya.
A fin de evadir a la policía se tuvo que trasladar la imprenta unas quince veces. Durante un tiempo, las publicaciones bíblicas se imprimieron en el sótano de un edificio en el que se hacía otra clase de impresión como fachada. Cuando había peligro, la hermana recepcionista apretaba un botón, que hacía sonar un timbre en el sótano para que las hermanas escondieran las publicaciones antes de que se empezara a registrar el lugar.
Durante una de esas inspecciones, algunas de las hermanas se quedaron heladas cuando se dieron cuenta de que un ejemplar de la revista La Atalaya estaba encima de la mesa. El policía entró, puso su maletín sobre la revista y empezó a registrar el lugar. Como no encontró nada, ¡tomó su maletín y se marchó!
Después que terminó la proscripción y se devolvió la propiedad de la sucursal a los hermanos, a muchos de ellos se les dio la oportunidad de regresar al ministerio del campo y emprender el servicio de precursor especial. Fue entonces cuando Coralie se ofreció para ir a Glen Innes. Me uní a ella allí después de casarnos el 1 de enero de 1948. Para cuando dejamos esa asignación, se había establecido una próspera congregación en la localidad.
Nuestra siguiente asignación fue Rockhampton. Como no pudimos encontrar alojamiento en la ciudad, montamos una tienda de campaña a campo abierto en la granja de una persona interesada. Aquella tienda se convirtió en nuestro hogar por los siguientes nueve meses. Es probable que hubiéramos vivido más tiempo en ella, pero cuando llegó la temporada de lluvias, una tormenta tropical la destrozó, y las fuertes lluvias se la llevaron.a
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Hemos hecho de nuestra asignación misional nuestro hogarLa Atalaya 2002 | 1 de diciembre
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a En La Atalaya del 15 de marzo de 1953, págs. 163-165, se encuentra un emocionante relato anónimo de cómo los Waldron aguantaron esta difícil asignación.
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