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    ¡Despertad! 2011 | diciembre
    • La lucha contra la traducción de la Biblia

      Finalmente, el catolicismo elevó el latín a la categoría de lengua santa. Por esta razón, cuando Vratislao, duque de Bohemia, le pidió permiso en 1079 al papa Gregorio VII para realizar los oficios religiosos en eslavo, este le respondió: “Nos es imposible acceder a vuestra demanda”. ¿Por qué?

      “Dios ha querido que la sagrada Escritura fuese oscura en muchos lugares —prosiguió el Papa⁠— para que, siendo sobrado sencilla y clara, no suministrase motivo de error a espíritus vulgares presuntuosos.”

      El clero limitó gravemente el acceso de la gente común a la Biblia y se aseguró de que así se quedaran las cosas. Esta situación le confirió poder sobre las masas. No quería que el vulgo incursionara en dominios que consideraba suyos.

      En 1199, el papa Inocencio III calificó de “herejes” a quienes osaron traducir la Biblia al francés y discutirla entre ellos, y les aplicó estas palabras de Jesús: “No den lo santo a los perros, ni tiren sus perlas delante de los cerdos” (Mateo 7:6). ¿Qué pretendía el Papa con este argumento? “Que ningún simple e indocto presuma tocar a la sublimidad de la Sagrada Escritura ni predicarla a otros”, escribió. A menudo, los que contravenían su decreto eran entregados a los inquisidores, quienes los torturaban para que confesaran. Los que se negaban a retractarse eran quemados vivos.

      Durante la larga batalla en torno al derecho de poseer y leer la Biblia se citó con frecuencia esta epístola papal como apoyo para prohibir el empleo y la traducción de las Sagradas Escrituras. Poco después de promulgado el decreto de Inocencio, comenzó la quema de biblias en lenguas vernáculas y, en ocasiones, también de algunos de sus dueños. En siglos subsiguientes, los obispos y gobernantes de la Europa católica procuraron por todos los medios hacer cumplir la prohibición papal.

      La jerarquía católica sabía perfectamente que gran parte de sus enseñanzas no se fundaban en la Biblia, sino en la tradición eclesiástica. Esta fue, sin duda, una de las razones de su renuencia a dejar que los fieles tuvieran acceso a ella. Si estos la leían, se darían cuenta de la incompatibilidad que había entre las doctrinas de la Iglesia y las Escrituras.

  • Intentan evitar que la Palabra de Dios llegue a las masas
    ¡Despertad! 2011 | diciembre
    • La Biblia alemana de Lutero tuvo una amplia difusión. Este hecho no le pasó inadvertido a la Iglesia, que juzgó conveniente publicar como contrapartida una traducción que tuviera su aprobación. Y pronto aparecieron dos. Pero menos de veinticinco años después, en 1546, el Concilio de Trento determinó que nadie, aparte de la Iglesia Católica, podía imprimir libros religiosos, incluidas las traducciones de la Biblia.

      El concilio decretó: “Que en adelante la Sagrada Escritura [...] se imprima de la manera más correcta posible, y a nadie sea lícito imprimir o hacer imprimir cualesquiera libros sobre materias sagradas sin el nombre del autor, ni venderlos en lo futuro ni tampoco retenerlos consigo, si primero no hubieren sido examinados y aprobados por el [obispo diocesano]”.

      En 1559, el papa Pablo IV promulgó el primer índice de libros prohibidos por la Iglesia Católica, el cual condenaba la posesión de biblias en alemán, español, francés, holandés, inglés e italiano, así como algunas en latín. Cualquiera que quisiera leer la Biblia debía obtener permiso escrito de los obispos o los inquisidores, una perspectiva nada halagüeña para quien deseara mantenerse a salvo de las sospechas de herejía.

      Los que se atrevían a poseer una Biblia o a distribuirla en su propio idioma se acarreaban la ira de la Iglesia. Muchos fueron arrestados, quemados en la hoguera, asados en varas, condenados a cadena perpetua o sentenciados a las galeras. Las biblias confiscadas se quemaban. De hecho, los sacerdotes siguieron confiscando y quemando biblias hasta bien entrado el siglo XX.

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