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Las penurias de la guerra me prepararon para la vida¡Despertad! 2004 | 22 de junio
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A la República Centroafricana
Me asignaron junto con otros misioneros a la República Centroafricana. Aunque el francés era el idioma oficial, tuvimos que aprender sango para llegar con el mensaje a la mayoría de la gente. Nuestra misión era abrir un hogar misional a unos 300 kilómetros de la capital, Bangui, en la localidad de Bambari, donde no había ni electricidad ni agua corriente, pero sí dos congregaciones que nos necesitaban. Mis experiencias durante la guerra en Europa me hicieron más fácil la adaptación a las condiciones de vida tanto allí como en otros sitios.
Después de dos años en Bambari me nombraron superintendente viajante, lo que implicaba visitar cada semana una congregación de las cuarenta que había entonces por todo el país. Yo tenía un automóvil pequeño, pero cuando los caminos sin pavimentar se ponían muy malos, usaba el transporte público.
Como el único sitio donde arreglaban automóviles en todo el país era Bangui y mi ministerio exigía viajar mucho, compré varios manuales, así como algunas herramientas, para encargarme yo mismo de la mayoría de las reparaciones. En una ocasión se rompió la caja del cardán. El vehículo no se movía, y me encontraba a unos 60 kilómetros del poblado más cercano, así que corté un pedazo de madera dura del bosque, hice una caja, le puse mucha grasa, la sujeté con alambre y continué el viaje.
Las zonas rurales presentaban el peculiar desafío de que muy poca gente sabía leer y escribir. En una congregación que visité solo podía hacerlo una persona que tenía un impedimento del habla. Para colmo, la lección de La Atalaya de esa semana era muy difícil. Con todo, fue edificante ver el empeño de los hermanos por captar los puntos analizados.
Al concluir la reunión les pregunté cómo podían sacar provecho de información que no entendían bien. La respuesta fue hermosa: “Recibimos estímulo unos de otros” (Hebreos 10:23-25).
A pesar de que en África muchos de mis hermanos cristianos eran analfabetos, me dieron grandes lecciones sobre la vida, lo que me enseñó el valor del consejo bíblico de ‘considerar que los demás son superiores’ (Filipenses 2:3). En efecto, me dieron grandes lecciones de amor, bondad y hospitalidad, así como de supervivencia en la selva. Las palabras que nos dirigió el día de nuestra graduación el hermano Nathan Knorr, presidente de la Escuela de Galaad en aquel tiempo, cobraron mayor significado: “Nunca pierdan la humildad ni piensen que lo saben todo. De ningún modo. Hay muchísimo que aprender”.
La vida en los campos africanos
Al visitar las congregaciones, me alojaba en las casas de los hermanos. La semana de la visita solía ser un tipo de fiesta, sobre todo para los niños, pues la congregación iba de caza o de pesca y procuraba tener suficiente alimento para todos.
Puesto que me quedaba con los hermanos en sus chozas, llegué a comer desde termitas hasta elefante, pasando por la carne de mono, habitual en la mesa, o los sabrosísimos jabalí y puercoespín. Claro, no todos los días había un banquete y, además, a mi estómago le tomó un tiempo acostumbrarse a la dieta. Pero después fui capaz de digerir casi todo lo que me ofrecían. Por cierto, aprendí que la papaya con todo y semillas es buena para la digestión.
En la selva, cualquier cosa es posible. Una vez me confundieron con un mammy-water, es decir, el supuesto espíritu blanco de algún difunto que vive en las corrientes, y al que acusan de hundir a la gente y ahogarla. Así, un día, una muchacha que había ido a sacar agua me vio salir del arroyo donde me bañaba y se echó a correr lanzando gritos. Y aunque un hermano Testigo le explicó a la gente que yo no era un espíritu, sino un predicador que estaba de visita, no le creyeron, porque decían que un hombre blanco nunca habría ido hasta allí.
Con frecuencia dormía a la intemperie por el aire fresco, pero siempre llevaba conmigo un mosquitero, el cual también me protegía de alacranes, serpientes, ratas y demás alimañas. En varias ocasiones me salvó de las hormigas legionarias, como aquella noche en que lo alumbré con mi linterna y lo encontré infestado de dichos insectos. Huí al instante, pues, a pesar de su tamaño, son capaces de matar un león.
Mientras estuve en el sur de la República Centroafricana, cerca del río Congo, tuve la oportunidad de predicarles a los pigmeos, pueblo que de verdad vive de la tierra. Son expertos cazadores que saben qué se puede comer y qué no. Algunos de ellos hablaban sango y nos escuchaban con atención. Hubo quienes aceptaron que volviéramos a visitarlos, pero al regresar, descubríamos que se habían desplazado a otro sitio. En aquel entonces ninguno se hizo Testigo, aunque luego supe de algunos pigmeos que se bautizaron en la República del Congo.
Durante cinco años fui superintendente de circuito en la República Centroafricana. Recorrí todo el país, principalmente visitando congregaciones en las zonas rurales.
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Las penurias de la guerra me prepararon para la vida¡Despertad! 2004 | 22 de junio
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[Ilustración de la página 20]
Cuando estuve en la República Centroafricana, me hospedé en aldeas como esta
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