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Por fin somos una familia unidaLa Atalaya 2006 | 1 de agosto
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Doy ayuda espiritual a mis hijos
Mis hijos siempre me acompañaban a las reuniones y a la predicación, y por algunas cosas que sucedieron me di cuenta de que poco a poco iban conociendo mejor la Biblia. Cierto día, Masahiko, que ya tenía seis años, estaba jugando en la calle. De pronto escuché un ruido muy fuerte y unos gritos. Una vecina entró corriendo en mi casa muy alterada gritando que habían atropellado a mi hijo. ¿Estaría muerto? Traté de mantener la calma y salí deprisa a ver lo que había pasado. Su bicicleta estaba destrozada y me temí lo peor, pero entonces lo vi caminando hacia mí con tan solo unos rasguños. Me abrazó y me dijo: “Mami, Jehová me salvó, ¿verdad?”. No pude contener las lágrimas cuando escuché aquellas palabras y comprobé que estaba sano y salvo.
Otro día, mientras predicábamos, nos encontramos con un señor mayor que dijo a voz en cuello: “¿Le parece bonito obligar a un niño a ir con usted por las casas? ¡Pobre criatura!”. Antes de que yo pudiera decir nada, Tomoyoshi, de ocho años, contestó: “Señor, mi madre no me obliga a predicar. Lo hago porque quiero servir a Jehová”. El hombre se quedó boquiabierto.
Ya que mis hijos eran huérfanos en sentido espiritual, me tocó a mí enseñarles las verdades bíblicas, aunque yo todavía tenía mucho que aprender. Me propuse cultivar mi fe, así como mi amor y devoción, y traté de ser un buen ejemplo para los muchachos. Todos los días oraba con ellos para darle gracias a Jehová. Además, les contaba las experiencias que tenía en la predicación, y eso los animaba mucho. Años después les preguntaron por qué se habían hecho precursores (evangelizadores de tiempo completo), y respondieron: “Veíamos que nuestra madre era tan feliz siendo precursora que nosotros también quisimos serlo”.
Siempre me cuidé de no hablar mal ni de su padre ni de ningún hermano. Sabía que perjudicaría a mis hijos si hacía comentarios negativos, pues podrían perderle el respeto tanto a la persona a la que criticara como a mí misma, por criticarla.
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Por fin somos una familia unidaLa Atalaya 2006 | 1 de agosto
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La amistad que entablamos con los hermanos nos fortaleció mucho. Un matrimonio de misioneros, Harvey y Kathy Logan, fueron de gran ayuda. El hermano Logan llegó a ser un padre espiritual para mis hijos. Les enseñó que la vida de los siervos de Dios no es aburrida ni estricta. Estoy segura de que fue en Taiwan donde los muchachos decidieron servir a Jehová.
Los dos fueron a una escuela estadounidense, donde aprendieron inglés y chino. Esa educación los preparó para los futuros privilegios que tendrían en su servicio al Dios verdadero. Estoy muy agradecida a Jehová porque no solo nos hizo la estancia en Taiwan más fácil de lo que esperábamos, sino que durante ese período nos colmó de bendiciones de las que aún disfrutamos. Después de tres años y medio inolvidables, regresamos a Japón.
Mis hijos, que ya estaban en la adolescencia, querían ser más independientes. Pasé muchas horas conversando con ellos sobre los principios bíblicos, y Jehová los ayudó en aquella etapa tan complicada. Cuando Tomoyoshi terminó la escuela, emprendió el precursorado y, en solo unos cuantos años, llevó a cuatro personas al bautismo. Masahiko siguió el ejemplo de su hermano y emprendió el precursorado nada más finalizar los estudios. Él ayudó a cuatro jóvenes a hacerse Testigos en sus primeros cuatro años de precursor.
Jehová concedió a mis hijos más bendiciones. Tomoyoshi le dio clases de la Biblia al esposo de una señora a la que yo había enseñado la verdad. Las dos hijas de este matrimonio también se hicieron Testigos. Con el tiempo, Tomoyoshi se casó con la mayor, Nobuko, y Masahiko, con la menor, Masako. En la actualidad, Tomoyoshi y su esposa están en la sede mundial de los testigos de Jehová, en Brooklyn (Nueva York). Y Masahiko y su esposa son misioneros en Paraguay.
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