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  • Jehová ha dejado que le sirva incluso en tiempos difíciles
    La Atalaya 2011 | 15 de enero
    • Más tarde, en agosto de 1941, me enviaron a Alemania, al infame campo de concentración de mujeres de Ravensbrück, a unos 80 kilómetros (50 millas) al norte de Berlín.

      “Anímate, querida”

      A la llegada nos dijeron que podíamos regresar a casa si firmábamos una renuncia a nuestra fe. Por supuesto, no lo hice, de modo que tuve que entregar todas mis pertenencias y desnudarme en los baños, donde conocí a varias hermanas de los Países Bajos. Nos entregaron un plato, una taza, una cuchara y el uniforme del campo, que llevaba cosido como distintivo un triángulo de color violeta. La primera noche nos tuvieron en un barracón de tránsito. Allí, por primera vez desde que me habían detenido, rompí a llorar. “¿Qué me irá a pasar? —sollocé—. ¿Cuánto tiempo estaré aquí?” Para ser sincera, como conocía la verdad desde hacía solo unos meses, no había conseguido fortalecer lo suficiente mi relación con Jehová. Me quedaba mucho que aprender. Al día siguiente, cuando pasaron lista, una hermana holandesa debió de verme muy triste, pues me dijo: “¡Anímate, querida, anímate! ¿Qué podría hacernos daño?”.

      Al terminar de pasar lista, nos llevaron a otro barracón, donde nos dieron la bienvenida varios centenares de hermanas de los Países Bajos y de Alemania. Algunas de estas últimas llevaban allí más de un año. Su compañía me dio fuerzas y, ciertamente, me levantó el ánimo. Algo que me impresionó era que su barracón estaba mucho más limpio que los demás. Y todo el mundo sabía que no solo estaba limpio, sino que allí no se cometían robos, no se decían palabrotas ni se producían peleas. Aunque la vida en el campo era muy cruel, aquel barracón era una islita en un mar de inmundicia.

      La vida cotidiana en el campo

      Nuestra vida como reclusas era, en esencia, trabajar mucho y comer poco. Nos levantábamos a las cinco de la mañana y enseguida se pasaba lista. Las guardias nos obligaban a estar de pie en el exterior durante una hora entera, lloviera, tronara o relampagueara. A las cinco de la tarde, tras una jornada agotadora, pasaban lista nuevamente. Luego comíamos un poco de pan y sopa y nos volvíamos a acostar, completamente extenuadas.

      Todos los días, salvo el domingo, trabajaba en una granja, donde cosechaba trigo con una hoz, dragaba canales y limpiaba pocilgas. Aunque era una labor muy dura y sucia, podía sobrellevarla porque era joven y fuerte. Algo que me daba fuerzas era entonar cánticos del Reino mientras trabajaba. Pero mi esposo y mi hija me hacían una falta enorme.

      Aunque apenas nos daban de comer, todas las hermanas tratábamos de guardar un trozo de pan cada día para tener un poco más los domingos, día en que nos reuníamos a hablar de temas bíblicos. Claro, no disponíamos de ninguna publicación cristiana, pero escuchábamos con muchísimo interés a las hermanas alemanas de mayor edad cuando explicaban asuntos espirituales. Hasta celebramos la Conmemoración de la muerte de Cristo.

      Ansiedad, remordimiento y ánimo

      A veces se nos ordenaba que efectuáramos trabajos directamente relacionados con el ejército nazi. De acuerdo con la postura de neutralidad en cuestiones políticas, todas las hermanas se negaban a realizarlos, y yo imitaba su valeroso ejemplo. Como castigo, nos privaban de comida por días y nos obligaban a estar de pie durante largas horas mientras se pasaba lista. Una vez llegaron a encerrarnos cuarenta días en un barracón sin ningún tipo de calefacción en pleno invierno.

      A los testigos de Jehová nos repetían vez tras vez que podíamos salir libres y regresar a nuestros hogares con tan solo firmar la renuncia a nuestra fe. Cuando llevaba más de un año en Ravensbrück, me desanimé muchísimo. Tenía tantas ganas de ver a mi esposo y a mi hija que fui a las guardias, les pedí la renuncia y la firmé.

      Al enterarse de lo que había hecho, algunas hermanas comenzaron a evitarme. Sin embargo, Hedwig y Gertrud, dos hermanas muy mayores de Alemania, se dirigieron a mí y me confirmaron su amor. Mientras trabajábamos en las pocilgas, me explicaron con mucho cariño la importancia de ser fieles a Jehová y me mostraron que el amor que le tenemos debe movernos a no hacer concesiones en nuestra lealtad. Su maternal cuidado y su cariño me tocaron el corazón.a Sabía que lo que había hecho estaba mal, y quería anular la renuncia. Una tarde le mencioné a una hermana que tenía esa intención. Seguramente, un oficial del campo nos oyó hablar, pues esa misma noche me soltaron y me enviaron de vuelta en tren a los Países Bajos. Una de las capataces —aún puedo ver su cara como si fuera ayer— me dijo: “Tú todavía eres de los Bibelforscher [Estudiantes de la Biblia] y siempre lo serás”. “Así es —respondí—, si Jehová lo permite.” Con todo, yo seguía pensando: “¿Qué puedo hacer para anular la declaración que firmé?”.

      Uno de los puntos de la renuncia decía: “Por la presente me comprometo a no ser nunca más miembro activo de la Asociación Internacional de Estudiantes de la Biblia”. Al recordarlo, me vino la idea de qué podía hacer: reanudar la predicación. Eso fue lo que hice en enero de 1943, poco después de regresar a casa. Claro, comprendía muy bien que si los nazis volvían a sorprenderme anunciando el Reino de Dios, el castigo podía ser muy severo.

      Para darle a Jehová más pruebas de que quería servirle lealmente, volví a abrir nuestro hogar a los hermanos que trabajaban de correos o de superintendentes viajantes. ¡Cuánto le agradezco a Jehová que me concediera otra oportunidad de demostrarle mi amor por él y por su pueblo!

  • Jehová ha dejado que le sirva incluso en tiempos difíciles
    La Atalaya 2011 | 15 de enero
    • Un momento destacado de mi vida tuvo lugar en 1995, cuando me invitaron a un acto conmemorativo en Ravensbrück. Volví a reunirme con hermanas del campo de concentración a las que no había visto en más de cincuenta años. Estar con ellas fue una experiencia inolvidable y una excelente ocasión para animarnos a seguir con la mirada fija en el día en que volverán a la vida nuestros seres queridos.

  • Jehová ha dejado que le sirva incluso en tiempos difíciles
    La Atalaya 2011 | 15 de enero
    • [Ilustración de la página 12]

      En 1995 en un feliz reencuentro. Soy la segunda desde la izquierda, en la fila delantera

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