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    Anuario de los testigos de Jehová para 1989
    • Bob y Joan Isensee, quienes habían sido misioneros, decidieron criar a su familia en Cuenca. Un día, cuando su hija Mimi, de diez años de edad, estaba jugando en la escuela, le pasó por encima un camión volquete cargado. La llevaron apresuradamente a una clínica, donde se hicieron desesperados esfuerzos por salvarle la vida. Cuando llegó su alarmada madre, Mimi todavía estaba consciente y susurró: “Mamá, todavía no me puedo morir. Ni siquiera he conducido un estudio bíblico”. Y por propio impulso, la niña dijo a las enfermeras que no quería que le pusiesen sangre. Esta era la primera experiencia que tenía la clínica con los testigos de Jehová. Y resultó ser inolvidable.

      Llegó el médico. Dijo que se necesitaría una intervención quirúrgica para determinar los daños internos. El padre dio su conformidad, pero añadió: “Nada de sangre, por favor, porque la Biblia prohíbe el uso de todo tipo de sangre”. (Hech. 15:28, 29.) Aquello fue una sacudida para el médico. Jamás se había enfrentado a la situación de que se le pidiese que no utilizase sangre en una operación de tanta gravedad como aquella. El hermano dijo que siendo él el padre, la responsabilidad era suya, y no del cirujano, de modo que estaba dispuesto a responder por lo que sucediese. Lo único que pedía es que, sin violar la ley de Dios sobre la sangre, el médico hiciese todo lo posible por salvar la vida de la niña.

      Humildemente, el doctor respondió: “Yo también tengo mis propias convicciones religiosas y quiero que se respeten, así que respetaré las suyas. Haré todo lo que esté en mis manos”.

      Justo antes de que la trasladaran al quirófano en camilla, Mimi dijo a su padre: “No te preocupes, papá. Ya he orado a Jehová”.

      Transcurrieron más de cinco largas horas. Durante todo ese tiempo, muchas personas que conocían a la familia o que habían oído del accidente acudieron a la clínica a esperar los resultados de la operación. Mientras tanto, los padres les explicaban que si su hija moría, tenían la seguridad de verla de nuevo en la resurrección. ¿Qué efecto produjo esto en los demás?

      Se oyeron comentarios como los siguientes: “Yo también soy padre y sé lo que significa perder un hijo; pero ustedes manifiestan una calma que yo no tendría”. Otro dijo: “Si pudiese tener una fe como la de estas personas, sería el hombre más feliz del mundo”. Una vecina que vivía al lado de ellos, cuyo marido había muerto hacía un tiempo, acudió a consolarlos, pero fue ella la que se marchó consolada. Más tarde, dijo: “He estado deprimida durante los dos años que lleva muerto mi marido; pero el verles a ustedes y ver la fe que tienen en Dios y la esperanza que abrigan me ha ayudado a sentirme feliz por primera vez”.

      Pero, ¿qué fue de la niña? Cuando por fin terminó la larga operación, los preocupados padres abordaron al médico para conocer el estado de su hija. Los órganos internos habían sufrido graves lesiones. La arteria que va al diafragma había sido cortada, y la niña había perdido más de la mitad de la sangre. El hígado tenía laceraciones por varias partes. La tremenda presión a la que Mimi se vio sometida hizo que el estómago atravesara el diafragma. El camión se había detenido justo antes de reventarle el corazón.

      El doctor dijo que agradecía la actitud calmada de los padres, pues le había permitido empezar la operación con un estado de ánimo más tranquilo. Para alegría de todos, Mimi se recuperó en poco tiempo. Esta experiencia resultó en un tremendo testimonio, pues la noticia corrió por toda la ciudad de Cuenca. La emisora de radio habló de la sobresaliente fe y la tranquilidad manifestadas por la familia Isensee. Un prominente doctor le dijo al padre: “Quiero que sepa que entre los círculos médicos se habla de este caso como de un verdadero milagro”.

  • Ecuador
    Anuario de los testigos de Jehová para 1989
    • [Ilustración de la página 238]

      Bob y Joan Isensee, en su día misioneros, junto a sus hijos. Se encararon a la cuestión de las transfusiones de sangre

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