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  • He hallado muchas cosas buenas
    La Atalaya 2011 | 15 de abril
    • hasta que, en 1958, fui nombrado superintendente de circuito. Sin duda, eso también fue algo muy bueno.

      En aquel entonces solo había dos pequeños circuitos en todo el país. Así que, además de visitar congregaciones, pasábamos varias semanas al año predicando en poblados indígenas donde no había Testigos. A menudo, el único alojamiento que conseguíamos era un cuartito sin ventanas con un solo mueble: la cama. Por eso viajábamos con una caja de madera, donde, además de ropa, llevábamos cosas tales como una hornilla de queroseno, una sartén, platos, una palangana, sábanas y un mosquitero. Además, siempre cargábamos con periódicos viejos para tapar los agujeros de las paredes y hacerles un poco más difícil la entrada a las ratas.

      A pesar de lo oscuros y ruinosos que eran aquellos cuartitos, conservamos bellos recuerdos de nuestras charlas nocturnas. Mi esposa y yo solíamos preparar algo sencillo en la hornilla de queroseno. Luego nos lo comíamos sentados en la cama y nos poníamos a conversar. Edith aprovechaba aquellos momentos de tranquilidad para sugerirme cómo tratar con más tacto a los hermanos, pues mi carácter impulsivo me llevaba muchas veces a hacer comentarios desacertados. Gracias a sus consejos, mis visitas fueron más animadoras. Además, cuando cometía la imprudencia de hablarle mal de algún hermano, ella se negaba a seguirme la corriente, lo cual me enseñó a mantener siempre un punto de vista positivo de los demás. De todos modos, la mayor parte del tiempo hablábamos de lo que habíamos aprendido en La Atalaya y de lo que nos había ocurrido durante el día en la predicación. ¡Teníamos tantas historias interesantes que contar!

      En busca de Carlos

      En la localidad de Jipijapa, en la región oeste del Ecuador, nos dijeron que había una persona interesada en oír el mensaje. Se llamaba Carlos Mejía. Desafortunadamente, no teníamos su domicilio, así que cierta mañana salimos de nuestro cuarto alquilado y comenzamos a caminar sin rumbo fijo. Las calles no estaban pavimentadas, y como había llovido mucho la noche anterior, teníamos que ir esquivando los charcos. Yo iba al frente. De pronto, Edie gritó: “¡Art!”. Al volverme, la vi de pie en un charco con el lodo hasta las rodillas. La escena era tan cómica que si me aguanté la risa fue solo porque ella estaba llorando.

      Logré sacarla del negro lodo, pero sus zapatos se quedaron atascados, de modo que les dije a un niño y una niña que nos estaban mirando: “Si los sacan, les doy unas monedas”. En menos de lo que canta un gallo, teníamos los zapatos en la mano; pero ahora, Edie necesitaba un lugar donde limpiarse. La mamá de los pequeños, que había visto todo desde su casa, nos invitó a pasar. Allí ayudó a Edie a lavarse las piernas mientras los niños se encargaban de los zapatos. Entonces, justo antes de irnos, ocurrió algo muy bueno. Le comenté a la señora que estábamos tratando de localizar a un tal Carlos Mejía. Ella me miró asombrada y contestó: “¡Es mi esposo!”. Al poco tiempo empezamos a darles clases de la Biblia, y la familia entera se bautizó. Con los años, Carlos, su esposa y dos hijas llegaron a ser precursores especiales.

      Duros viajes, calurosos recibimientos

      La obra de circuito tenía sus desafíos. Por ejemplo, teníamos que viajar en autobús, tren, camión, canoa y avioneta. En cierta ocasión, el superintendente de distrito, John McLenachan, y su esposa Dorothy nos acompañaron en un recorrido de predicación por los poblados pesqueros ubicados cerca de la frontera colombiana. Nos montamos en una canoa con motor y tuvimos que atravesar aguas infestadas de tiburones que eran tan grandes como nuestra barca. Aunque el hombre que nos llevaba tenía mucha experiencia, se asustó, así que decidió navegar más cerca de la orilla.

      A pesar de los obstáculos, la obra de circuito era una labor extraordinaria. Conocimos a hermanos maravillosos y muy hospitalarios. Muchas veces, las familias con las que nos quedábamos insistían en que comiéramos tres veces al día o que durmiéramos en la única cama de la casa, aunque ellos comieran una sola vez y tuvieran que dormir en el suelo. Edie solía decir: “Estos hermanos tan queridos me han enseñado que realmente hacen falta muy pocas cosas para vivir”.

  • He hallado muchas cosas buenas
    La Atalaya 2011 | 15 de abril
    • A principios de la década de 1970, mi salud mejoró y pude volver a la obra de circuito. Me tocaba atender la ciudad de Ibarra, la cual ya había visitado a finales de los cincuenta. En aquellos años, los únicos Testigos que había eran un misionero y un hermano del lugar. Por eso nos entusiasmaba la idea de regresar para conocer a los muchos publicadores que habían entrado desde entonces en la organización.

      Durante nuestra primera reunión en la ciudad, el hermano Rodrigo Vaca estuvo a cargo de una sección en la que se pedía la participación del auditorio. Cada vez que él hacía una pregunta, los hermanos gritaban: “¡Yo!, ¡yo!”, en vez de levantar la mano. Edith y yo nos mirábamos extrañados. “¿Qué estará pasando?”, pensé. Enseguida nos enteramos de que el hermano era ciego y que podía reconocer a cada uno por su voz. ¡Este pastor sí que conocía bien a sus ovejas! Recordamos el pasaje de Juan 10:3, 4, 14, que habla de lo bien que se conocen entre sí el Pastor Excelente y las ovejas. Hasta el día de hoy, este hermano sigue sirviendo fielmente de anciano y precursor especial.a Ibarra tiene en la actualidad seis congregaciones de español, una de quichua y otra de lengua de señas.

  • He hallado muchas cosas buenas
    La Atalaya 2011 | 15 de abril
    • [Ilustración de la página 31]

      Visitando a una familia de Testigos en la obra de circuito (1959)

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