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La matriz: Nuestro maravilloso primer hogar¡Despertad! 1992 | 8 de abril
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La matriz: Nuestro maravilloso primer hogar
¡NUESTRO primer hogar! ¡Qué lugar tan maravilloso! Era cálido y acogedor. Estaba repleto de alimento, y en él nos encontrábamos seguros y protegidos.
Pasamos allí varios meses, durante los cuales nos desarrollamos y crecimos. Al poco tiempo se nos fue quedando más y más pequeño, hasta que un día casi no nos podíamos ni mover. ¡Hasta es probable que para entonces estuviésemos cabeza abajo! Después sentimos de repente que unas fuerzas poderosas ejercían presión sobre nosotros, y de un empujón salimos por la puerta de nuestra casa al frío, al ruido y a la claridad del mundo exterior.
¿No recordamos nada de eso? No es de extrañar. Sin embargo, hoy estamos vivos gracias a ese maravilloso lugar en el que pasamos nuestros primeros meses de existencia: la matriz de nuestra madre. Estaba perfectamente diseñada para nosotros, para suministrar toda la nutrición y protección que necesita una criatura que está desarrollándose. ¿Por qué no volvemos al pasado y visitamos la matriz, ese órgano maravilloso que nos sirvió de primer hogar?
Nos espera una calurosa acogida
Nuestra vida probablemente comenzó en camino a este excelente hogar. Un óvulo maduro de nuestra madre descendía por un estrecho conducto llamado trompa de Falopio. Mientras tanto, millones de espermatozoides de nuestro padre subían por el mismo conducto para encontrarse de frente con ese óvulo. Un espermatozoide consiguió fertilizar el óvulo, y así fue como llegamos a existir.
Para entonces ya se estaban haciendo los preparativos de nuestra llegada. Las paredes de la matriz —o útero (del latín uterus, “bolsa”)— se habían estado preparando y rebosaban de nutrimentos. El revestimiento interno del útero se había engrosado hasta convertirse en una capa suave y esponjosa dos veces más gruesa de lo normal.
Al cabo de tres o cuatro días cruzamos el umbral de nuestro nuevo hogar. Entonces no éramos más que una acumulación de unas pocas docenas de células llamada blastocisto, del tamaño de la cabeza de un alfiler, por lo que pudiera habernos parecido que entrábamos en una caverna profunda. El espacio interior del útero es bastante pequeño. En realidad, el útero es un órgano hueco, de superficie lisa y rosada, cuyo tamaño y forma es similar al de una pera invertida.
Ese iba a ser nuestro hogar durante los siguientes doscientos setenta días aproximadamente, y nuestra madre iba a suministrarnos los nutrimentos que necesitábamos para crecer y desarrollarnos hasta que llegara la hora de nuestro nacimiento, incluso en detrimento de su organismo. Transcurrieron varias semanas antes de que nuestra madre siquiera se enterase de que existíamos, y pasarían otros tres o cuatro meses antes de que su vientre aumentase de tamaño lo suficiente como para que otros se percatasen.
Llegamos a la cavidad uterina, y flotamos por allí durante otros tres días. Finalmente, nos adherimos a la pared uterina. Unas enzimas del blastocisto digirieron las células superficiales de este revestimiento afelpado —llamado endometrio— y nos sumergimos y acurrucamos bien en su aterciopelado interior. Si ningún óvulo se hubiese fertilizado ni implantado en este revestimiento, el útero finalmente lo habría desprendido y expulsado poco a poco a través de la vagina de nuestra madre. Este proceso recibe el nombre de menstruación.
Se evita el rechazo
A continuación empezaron a ponerse en marcha unos procesos que nos garantizarían una estancia agradable. Teníamos que ser protegidos del sistema inmunológico de nuestra madre. Los científicos todavía no entienden por qué razón su organismo no nos consideró un cuerpo extraño, un intruso, y nos atacó. Por lo general, el complejo sistema de rechazo se pone en acción a la primera señal de la presencia de cualquier invasor.
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La matriz: Nuestro maravilloso primer hogar¡Despertad! 1992 | 8 de abril
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La nutrición y el desarrollo continúan
Pensemos en el insaciable apetito que teníamos sobre todo durante esas primeras etapas. En las primeras ocho semanas de vida, nuestra longitud aumentó unas doscientas cuarenta veces, y llegamos a pesar un millón de veces más que en el momento de la concepción.
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