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Éramos las “brujas” toreras¡Despertad! 1990 | 8 de julio
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Éramos las “brujas” toreras
LOS toros eran enormes. Cada uno debía de pesar media tonelada. Mis dos hermanas y yo solíamos torear novillos, pero en aquella ocasión nos encontrábamos ante animales adultos con cuernos temibles. Podíamos habernos negado a torearlos, por supuesto, pero, ¿cómo habría reaccionado el público? Habían pagado su entrada para ver torear a Las Brujas, y no queríamos fallarles. Entramos vacilantes en el ruedo.
Quizás usted se pregunte qué hacían tres hermanas oficiando de toreras. Pues bien, desde luego no era para demostrar que las mujeres valen tanto como los hombres en esta profesión. Fue una verdadera necesidad económica lo que nos lanzó a este mundo considerado casi exclusivamente para hombres.
Siendo todavía adolescentes, dejamos nuestro pueblo natal en el noroeste de España y nos dirigimos a Madrid en busca de trabajo, pero al no salirnos nada, aceptamos el consejo de un amigo que había sido torero y decidimos “probar suerte con los toros”. Al principio adoptamos el nombre comercial de Las Meigasa (las brujas) porque era un nombre que fácilmente identificaba nuestro lugar de origen en España y también porque esperábamos embrujar a los toros. Después de tan solo dos años de duro aprendizaje nos convertimos en toreras consagradas.
Peligros y muerte
Nosotras solíamos torear becerros de dos o tres años, que no son tan bravos ni fuertes, lo que, no obstante, no significa que no sean peligrosos, pues tienden a ser más rápidos y ágiles. De todas formas, fuimos afortunadas, y aparte de un tobillo roto, algunos arañazos de consideración y una herida en la pierna, hemos escapado sin serios percances. Incluso en la ocasión en que nos enfrentamos a aquellos enormes toros adultos, salimos del ruedo ilesas.
Durante la temporada taurina acostumbrábamos a torear cuatro novillos por la mañana y otros cuatro por la tarde. Con el tiempo, matábamos un toro casi con la misma facilidad que hacíamos la cama. De hecho, durante un período de ocho años, toreamos por toda España, Portugal y Francia, y matamos 1.500 novillos en diferentes plazas. Nuestra meta era conseguir un contrato para torear en Sudamérica, donde esperábamos ganar mucho dinero, el suficiente como para comprar una finca y criar toros bravos.
Aunque lo que nos inició en el toreo fue la necesidad de ganarnos la vida, no pasó mucho tiempo antes de que el deseo de aventura, fama y fortuna se convirtiesen en la principal motivación. A pesar del peligro, nos gustaba. Es cierto que de vez en cuando oíamos noticias de la muerte de algún torero, y ese siniestro recordatorio de los peligros del toreo nos afectaba durante unos días. Pero pronto superábamos aquella ansiedad temporal. Al salir en el paseíllo, en vez de desearnos suerte, decíamos: “¡A la guerra!”.
Una lidia diferente
Entonces, en 1984, sucedió algo que hizo que mis hermanas —Elda y Milagros— y yo revaluásemos nuestras metas y por supuesto nuestro medio de ganarnos la vida. Las tres empezamos a estudiar la Biblia con los testigos de Jehová. Nos entusiasmaba lo que aprendíamos del reino de Dios y del futuro paraíso que Él ha prometido. Pero entonces llegó el momento de tomar una difícil decisión. ¿Armonizaba nuestro trabajo con lo que estábamos aprendiendo?
Finalmente, hubo dos factores que nos convencieron de que no podíamos continuar con nuestra carrera de toreras. El primero guardaba relación con el ambiente de la plaza. El fanatismo del público se asemejaba al que reinaba en los circos romanos. ¿Era aquel un ambiente apropiado para mujeres cristianas?
El segundo problema tenía que ver con la protección divina. Casi todos los toreros, al ser católicos, buscan protección de la virgen o del santo de su devoción. Hasta he visto a algunos instalar una capilla portátil en la habitación de su hotel para rezar, confiando en que eso les protegerá de sufrir daño en el ruedo. Pero nosotras nos dimos cuenta de que no podíamos pedir a Jehová que nos protegiese y al mismo tiempo ser crueles con los animales y arriesgar nuestra vida deliberadamente para ganar dinero y excitar las emociones del público. Así que decidimos dejar de torear.
Tan pronto como tomamos esta decisión, se materializó el contrato que tanto habíamos esperado para torear en Sudamérica. Teníamos a nuestro alcance la oportunidad de ganar una fortuna, pero no nos volvimos atrás, y el 3 de octubre de 1985 aparecimos por última vez como Las Brujas. Nos bautizamos alrededor de un año después y ahora en lugar de lidiar toros, nos esforzamos por lidiar “la excelente pelea de la fe”. (1 Timoteo 6:12.)
Todavía trabajamos juntas, pero en lugar de en el ruedo, lo hacemos en un restaurante. Estamos muy felices de haber encontrado algo mejor que la fama y la fortuna: una buena relación con el Dios todopoderoso y una esperanza segura para el futuro. Esperamos con anhelo el tiempo en que podremos acariciar a toros salvajes en el nuevo mundo de Dios, donde ni el hombre ni la bestia “harán ningún daño ni causarán ninguna ruina [...] porque la tierra ciertamente estará llena del conocimiento de Jehová como las aguas cubren el mismísimo mar”. (Isaías 11:9.)—Según lo relató Pilar Vila Cao.
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Las corridas de toros. ¿Arte, o afrenta?¡Despertad! 1990 | 8 de julio
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Las corridas de toros. ¿Arte, o afrenta?
Por el corresponsal de ¡Despertad! en España
LUCIO tenía solo diecinueve años cuando sucedió. La primavera había llegado a Sevilla y la famosa plaza de toros de la Maestranza estaba llena. Lucio se encontraba demasiado cerca del toro cuando este pasó por su lado con todo su ímpetu y de una cornada le sacó el ojo derecho.
Al salir del hospital practicó sin cesar con el capote durante tres meses. A pesar de haber perdido un ojo, no estaba dispuesto a renunciar al sueño de su vida. A finales del verano, volvió a torear en la misma plaza de Sevilla y le sacaron a hombros del ruedo. “Aposté fuerte —admitió—, pero en el toreo tiene que ser así.”
La llamativa figura del torero ha servido de fuente de inspiración para compositores, escritores y directores de cine. Quizás por esta razón millones de turistas opinan que hay que presenciar una corrida de toros para que un viaje a España o a México esté completo.
No obstante, los turistas no son ni mucho menos los únicos que llenan las plazas. Hay miles de aficionados del propio país que entienden mucho de toros y que acuden a las monumentales plazas de Madrid, Sevilla y Ciudad de México para contemplar las faenas de matadores famosos. Para el aficionado, un gran matador es un artista comparable a Goya o Picasso, que se burla de la muerte a fin de crear belleza y movimiento.
Sin embargo, no todos los españoles llevan los toros en la sangre. En un sondeo reciente, el 60% de los encuestados indicaron que eran poco o nada aficionados a los toros. En España hay varios grupos antitaurinos que han empezado a hacer campañas en contra de esta “fiesta nacional” y que afirman que “la tortura no es arte ni cultura”.
Una tradición de antiguo arraigo
El enfrentamiento entre un hombre y un toro, para algunos fascinante y para otros repulsivo, es una tradición de antiguo arraigo. Los pueblos mediterráneos han respetado desde tiempos remotos el indómito espíritu del toro salvaje. Los faraones de Egipto los cazaban a pie, mientras que los príncipes y las princesas de Creta desafiaban la embestida de un toro dando un salto mortal por encima de sus cuernos.
Durante el primer milenio de nuestra era común, la dominación romana y musulmana dejaron su huella en lo que, con el tiempo, se convertiría en un tradicional espectáculo español. Los ruinosos anfiteatros romanos fueron transformados en plazas de toros, las cuales todavía guardan cierta similitud con el circo romano. Y los moros introdujeron la figura del picador montado a caballo, actualmente incorporada en las corridas de toros.
Sin embargo, no fue hasta el siglo XVIII que las corridas de toros empezaron a parecerse al espectáculo de nuestros días. En esa época la aristocracia dejó de practicar la verdadera lidia y esta pasó a manos de subordinados profesionales. Fue entonces cuando Goya diseñó un uniforme profesional distintivo, conocido hoy como el “traje de luces”, debido a sus ricos bordados en oro y plata. También empezó a centrarse la atención en conseguir buenos toros de lidia.
Una especie de toro diferente
El verdadero toro salvaje desapareció de su último reducto en los bosques de Europa central en el siglo XVII, pero debido a la cría selectiva de toros de lidia, el toro salvaje español ha sobrevivido durante los últimos trescientos años. La principal diferencia entre un toro salvaje y uno doméstico es la manera de reaccionar cuando se ve amenazado. El toro bravo de origen español seguirá atacando sin cesar mientras algo o alguien se mueva en frente de él.
Esta característica es la esencia misma de la tauromaquia, razón por la que los ganaderos españoles tratan de mejorarla constantemente. Los toros llevan una existencia placentera durante cuatro años hasta el momento decisivo en el que se ven empujados cruelmente hacia la arena. Aunque antes de saltar a la arena el toro bravo nunca ha visto un matador ni un capote —de lo contrario, jamás olvidaría las técnicas empleadas y eso lo haría demasiado peligroso—, su instinto lo lleva a embestir el trapo que se mueve, sea rojo o de cualquier otro color (los toros no distinguen los colores). Después de unos veinte minutos, todo ha terminado; un cuerpo sin vida de unos 450 kilogramos de peso es sacado a rastras del ruedo.
Las etapas de una corrida
En la colorida ceremonia de apertura todos los participantes, incluidos los tres matadores, sus ayudantes y los picadores, desfilan por el ruedo. El matador deberá lidiar dos toros por separado en el transcurso de la corrida. Durante toda la lidia, una banda acompaña las faenas con su animada música tradicional, mientras los toques de un instrumento de viento llamado clarín anuncian el comienzo de cada uno de los tres tercios o partes en que se divide el espectáculo.
La primera etapa comienza después que el matador ha hecho varios pases preliminares con un capote grande, provocando al toro. El picador entra en el ruedo montado a caballo y llevando una lanza con punta de acero. Se provoca al toro para que embista al caballo, cuyos costados están protegidos con una armadura acolchada. El picador se defiende del ataque con su lanza, y se la clava al toro en los músculos del cuello y la espalda, debilitándolos. Así se obliga al toro a bajar la cabeza cuando embiste, lo que es de especial importancia para la estocada final. (Véase la fotografía de arriba.) Después de dos ataques más, el picador deja el ruedo y comienza el segundo tercio de la lidia.
En esta etapa participan los banderilleros —ayudantes del matador—, cuyo papel consiste en clavar en la cerviz del toro dos o tres pares de banderillas (palitos armados de un arponcillo de acero en uno de sus extremos). Desde unos veinte a treinta metros de distancia, el banderillero capta la atención del toro con gritos y ademanes. Cuando el toro embiste, el banderillero corre hacia él y en el último momento se hace a un lado y le clava un par de banderillas en la cerviz.
La última etapa de la lidia es cuando el matador, estando solo en el ruedo, se enfrenta al toro. Este momento crucial de la lidia se denomina el momento de la verdad. Para engañar al animal, el matador utiliza una muleta, un paño rojo de sarga o franela. Se mantiene cerca del toro y lo va provocando para que lo embista con todas sus fuerzas, pero a medida que este se acerca más y más a su cuerpo, el matador lo va controlando con la muleta. Se ha dicho que esta etapa de la lidia “no es en realidad una lucha entre un hombre y un toro, sino la lucha de un hombre consigo mismo: ¿hasta qué grado se atreverá a acercarse a los cuernos, y hasta dónde llegará para agradar al público?”.
Una vez que el matador ha demostrado su maestría con el toro, que para ahora está casi anulado, se prepara para matar. Este es el momento culminante de la lidia. El matador se asegura de que la posición del toro sea la ideal para la estocada, o sea con las patas delanteras juntas. Entonces se acerca al toro, se estira por encima de los cuernos y le clava el estoque entre los omóplatos, tratando al mismo tiempo de evitar cualquier sacudida repentina de los cuernos. La estocada perfecta corta la aorta y provoca la muerte casi instantánea del animal, pero raras veces sucede así. La mayoría de los toros necesitan varios intentos.
Los toros son capaces de matar hasta en sus últimos momentos. Hace unos cinco años, un popular matador de veintiún años, conocido por el nombre artístico de Yiyo, se giró hacia el público tras dar el golpe de gracia. El toro lo embistió y con uno de sus cuernos perforó el corazón del desventurado torero.
El afeitado y la muerte
Las corridas de toros son para muchos un espectáculo de gran colorido y emoción, pero encierran más de un aspecto lamentable. Un entusiasta de los toros comentó que “en este miserable chanchullo la única figura honorable es la del toro, y lo mutilan afeitándole la punta de los cuernos haciéndole difícil que localice su blanco”.a
En vista de la conocida corrupción que existe en torno a las corridas, un matador se sintió motivado a comentar con ironía que él no temía a los toros “ni la mitad de lo que [...] [temía] a los hombres que administraban las plazas de toros”. Aunque los grandes matadores pueden ganar millones de dólares, la lidia es un espectáculo violento en el que el torero está en constante peligro de salir herido o perder la vida. De los aproximadamente ciento veinticinco matadores famosos que ha habido durante los últimos doscientos cincuenta años, más de cuarenta murieron en la arena. Durante cada temporada taurina, la mayoría de los matadores reciben por lo menos una cornada de mayor o menor gravedad.
El punto de vista cristiano
Después de considerar esta información, ¿cómo debería ver un cristiano las corridas de toros? El apóstol Pablo explicó que el principio fundamental de mostrar bondad a los animales seguía teniendo validez para los cristianos. Citó un mandato específico de la ley mosaica que exigía al granjero israelita que tratase con consideración a su toro. (1 Corintios 9:9, 10.) Difícilmente podría decirse que la forma de tratar al toro en una corrida es una muestra de consideración. Es cierto que algunas personas piensan que el toreo es un arte, pero, ¿justifica eso la matanza ritualista de un animal noble?
Otro principio que debe tomarse en consideración es el de la santidad de la vida. ¿Debería un cristiano arriesgar su vida deliberadamente tan solo para demostrar su hombría o para excitar las emociones del público? Jesús rehusó poner a prueba a Dios arriesgando su vida sin necesidad de hacerlo. (Mateo 4:5-7.)
En su novela Muerte en la tarde, Ernest Hemingway escribió: “Desde un punto de vista moral moderno, es decir, cristiano, la corrida es completamente indefendible; hay siempre en ella crueldad, peligro, buscado o azaroso, y muerte”.
De los millares de personas que van a ver una corrida de toros, a algunas les encanta, a otras les decepciona y a otras les repugna. De todas formas, prescindiendo de cómo pueda considerar ese espectáculo el hombre, al Creador no le puede gustar. Aunque muchos consideren que las corridas son un arte, en realidad son una afrenta contra los principios divinos. (Deuteronomio 25:4; Proverbios 12:10.)
[Nota a pie de página]
a El afeitado de los cuernos del toro está prohibido, pero todavía se practica mucho en España.
[Fotografías en la página 18]
El picador, montado a caballo, le clava al toro su lanza en los músculos del cuello y la espalda, debilitándolos
Matador a punto de estoquear al toro
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