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  • Escojo entre dos padres
  • ¡Despertad! 1998
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¡Despertad! 1998
g98 8/6 págs. 18-20

Escojo entre dos padres

“¡Ya no eres mi hijo! ¡Vete ahora mismo de esta casa y no vuelvas hasta que hayas dejado esa religión!”

ME MARCHÉ con lo puesto. Aquella noche estaban lanzando granadas en el vecindario, y no sabía adónde ir. Pasaron más de seis años antes de que regresara a casa.

¿Qué podía encolerizar tanto a un padre que echara a su propio hijo a la calle? Pues bien, permítame explicarle cómo principió todo.

Me crié en un mundo lleno de odio

Mis padres viven en la ciudad de Beirut, en el Líbano, país que en su día revistió gran interés turístico. Sin embargo, entre los años 1975 y 1990, la ciudad se convirtió en el centro de una guerra destructora. Yo nací en 1969 (el primogénito de una familia armenia de tres hijos), por lo que mis primeros recuerdos son de los tiempos de paz.

Aun cuando mis padres eran miembros de la Iglesia Apostólica de Armenia, mi madre nos llevaba a la iglesia solo dos veces al año: el Domingo de Pascua y en Navidad. Nuestra familia no era en realidad muy devota, pero esto no obstó para que me enviaran a un instituto evangélico, donde recibí instrucción religiosa. En aquel entonces, a mí tampoco me atraía la religión.

Muchos armenios aprendimos a odiar a los turcos desde la niñez. Estos asesinaron a centenares de miles de armenios y se apoderaron de la mayor parte del país durante la primera guerra mundial. En 1920, lo que quedaba de la sección oriental fue proclamado república de la Unión Soviética. Como joven, estaba resuelto a luchar por que se hiciera justicia.

Cambia mi modo de pensar

Sin embargo, en los años ochenta, en plena adolescencia, mi tío materno me decía cosas que empezaron a cambiar mi modo de pensar. Decía que el Dios Todopoderoso pronto corregiría todas las injusticias, y que mediante el Reino por el cual Jesucristo había enseñado a sus seguidores a orar, se resucitaría aun a las víctimas de las grandes matanzas para que vivieran en la Tierra (Mateo 6:9, 10; Hechos 24:15; Revelación [Apocalipsis] 21:3, 4).

Estaba muy emocionado. Deseoso de saber más, seguía haciéndole preguntas, lo que llevó a un estudio de la Biblia en casa de otro Testigo.

Conforme iba aprendiendo de mi Padre celestial, Jehová, y mi amor por él aumentaba cada vez más, empecé a temer que un día tendría que hacer frente a una difícil decisión: escoger entre mi familia y Jehová Dios (Salmo 83:18).

Una decisión difícil para un muchacho de 17 años

Con el tiempo, mi madre se enteró de mi relación con los testigos de Jehová. Muy enfadada, me ordenó que dejara el estudio de la Biblia. Cuando se dio cuenta de que mis convicciones eran en serio, amenazó con decírselo a mi padre. En aquel momento no me preocupé por ello, pues me creía capaz de manejar la situación y mantener una postura firme ante mi padre. Pero estaba equivocado.

Cuando mi padre supo que estaba visitando a los testigos de Jehová, se puso furibundo. Amenazó con echarme de la casa si no abandonaba el estudio bíblico. Respondí que no lo dejaría porque lo que estaba aprendiendo era la verdad. Después que terminó de gritar y maldecir, rompió a llorar como un niño y literalmente me suplicó que me apartara de los Testigos.

Estaba desgarrado emocionalmente, debatiéndome entre dos padres: Jehová y él. Sabía que ambos me amaban mucho, y quería agradar a los dos, pero parecía imposible. No pude soportar la presión. Le dije a mi padre que cumpliría su deseo, convencido de que cuando creciera podría reanudar el estudio y hacerme Testigo. En aquella época tenía apenas 17 años.

En los días sucesivos me sentí avergonzado de mi actuación. Sabía que Jehová no estaba contento y que yo no había confiado en las palabras del salmista David, quien dijo: “En caso de que mi propio padre y mi propia madre de veras me dejaran, aun Jehová mismo me acogería” (Salmo 27:10). Pero todavía cursaba la secundaria, y mis padres costeaban mis estudios.

Una postura más firme

Por más de dos años dejé de visitar a mi tío y no tuve ningún contacto con los Testigos, pues sabía que mis padres vigilaban todos mis movimientos. Un día de 1989, a la edad de 20 años, me encontré con un conocido que era Testigo, quien muy amablemente me invitó a visitarlo. Como no mencionó nada del estudio de la Biblia, fui a verlo un día.

Con el tiempo, comencé a estudiar la Biblia y a ir a las reuniones de los testigos de Jehová en el Salón del Reino. Estudiaba en mi lugar de trabajo, donde nadie pudiera interrumpirme. Así obtuve una mejor comprensión de la amorosa personalidad de Jehová y del valor de tener y conservar una relación íntima con él en cualquier circunstancia. En agosto de aquel mismo año también empecé a contar a otros lo que había aprendido.

Hasta entonces, mi familia no sabía nada. Sin embargo, a los pocos días, mi padre y yo estábamos de nuevo cara a cara, pero esta vez yo estaba mejor preparado para el enfrentamiento. Intentó preguntarme calmadamente: “Hijo, ¿es verdad que sigues con los testigos de Jehová?”. Mientras aguardaba mi respuesta, se le saltaron las lágrimas. Mi madre y mi hermana lloraban en silencio.

Le expliqué que había sido solo recientemente que había vuelto con los Testigos y que estaba determinado a ser uno de ellos. Entonces los acontecimientos sucedieron con gran rapidez. Mi padre me gritó las palabras que se hallan en la introducción de este relato. Luego me agarró y gritó que no me dejaría ir de casa vivo. Conseguí librarme, y mientras bajaba corriendo por las escaleras, oí a mi hermano menor que trataba de calmarlo. “A partir de ahora tú eres mi Padre —le dije a Jehová en oración—. Te he escogido a ti, así que te ruego que me cuides.”

Represalias

Unos cuantos días después, mi padre fue a casa de mi tío pensando que me encontraría allí. Lo atacó e intentó matarlo, pero unos Testigos que estaban de visita intervinieron. Mi padre se marchó, pero prometió volver. Poco después apareció acompañado de milicianos armados con pistolas. Estos se llevaron a los Testigos y a mi tío —que estaba muy enfermo— al cuartel general.

Enseguida se emprendió la búsqueda de otros Testigos de la zona. La casa de uno de ellos también fue invadida. Los libros, incluidas las Biblias, fueron apilados y quemados en la calle. Pero eso no fue todo. Se arrestó a seis Testigos y a algunas personas que solo estaban estudiando con ellos. Los encerraron a todos en un cuarto pequeño, donde los interrogaron y los golpearon. A algunos los quemaron con cigarrillos. Las noticias de estos sucesos se propagaron por el vecindario como la pólvora. Los milicianos me buscaron por todas partes. Mi padre les pidió que me encontraran y me hicieran cambiar de parecer sin importar qué métodos utilizaran.

Unos cuantos días después, los milicianos irrumpieron en el Salón del Reino durante una reunión y ordenaron a toda la congregación —hombres, mujeres y niños— que desalojara el recinto. Les quitaron las Biblias y los hicieron caminar hasta el cuartel para interrogarlos.

Escapo a Grecia

Durante todo este tiempo estuve bajo el cuidado de una familia de Testigos que vivía lejos de la escena del conflicto. Un mes más tarde me marché del país con destino a Grecia. Al llegar allí, dediqué mi vida a Jehová Dios y me bauticé en símbolo de mi dedicación.

En Grecia recibí la atención amorosa de una hermandad espiritual en la que había personas de distintas nacionalidades, entre ellas turcos. Experimenté la veracidad de las palabras de Jesús: “Nadie ha dejado casa, o hermanos, o hermanas, o madre, o padre, o hijos, o campos, por causa de mí y por causa de las buenas nuevas, que no reciba el céntuplo ahora en este período de tiempo: casas, y hermanos, y hermanas, y madres, e hijos, y campos, con persecuciones, y en el sistema de cosas venidero vida eterna” (Marcos 10:29, 30).

Permanecí en Grecia los siguientes tres años. Aunque escribí a mi padre varias cartas, nunca respondió. Después me contaron que cuando los amigos iban de visita y le preguntaban por mí, contestaba: “No tengo un hijo con ese nombre”.

Volvemos a vernos después de seis años

Regresé a vivir en Beirut en 1992, después de que terminó la guerra. Mediante un amigo le mandé recado a mi padre de que deseaba volver a casa. Respondió que sería bien recibido solo si había renunciado a mi fe. De modo que viví en un apartamento alquilado los siguientes tres años. En noviembre de 1995, mi padre entró súbitamente en mi lugar de trabajo y preguntó por mí. Como no estaba en ese momento, dejó un mensaje de que deseaba que fuera a casa. Casi no podía creerlo al principio, así que fui a visitarlo con gran indecisión. Fue un reencuentro muy emotivo. Me dijo que ya no tenía inconveniente en que fuera Testigo y que deseaba que volviera a casa.

En la actualidad soy anciano cristiano y ministro de tiempo completo en una congregación de habla armenia. A menudo me encuentro con personas como mi padre, que se oponen a sus familiares porque estos desean servir a Jehová. Sé que mi padre creía sinceramente que estaba haciendo lo correcto al oponerse a mi forma de adoración. La Biblia incluso prepara a los cristianos advirtiéndoles que pueden esperar oposición de parte de la familia (Mateo 10:34-37; 2 Timoteo 3:12).

Espero que algún día mi padre y el resto de mi familia compartan mi esperanza bíblica de un venidero mundo mejor. Entonces ya no habrá más guerras ni masacres, y la gente ya no será despojada de su tierra ni perseguida por causa de la justicia (2 Pedro 3:13). En ese tiempo, nadie jamás tendrá que escoger entre dos cosas que se aman con el corazón.—Colaboración.

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