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Cuando se produce una crisis de salud¡Despertad! 2001 | 22 de enero
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Cuando se produce una crisis de salud
“Me cayó como un balde de agua fría.”
Lo que John sintió al enterarse de que sufría un trastorno degenerativo.
“Me invadió el pánico.”
Lo que Beth sintió al comprender la gravedad de su crisis de salud.
UNA de las experiencias más difíciles es descubrir que padecemos una enfermedad crónica incapacitante o que un accidente nos ha causado daños permanentes. Sea que nos enteremos del problema en la quietud de una consulta médica o en el ajetreo de una sala de urgencias, es muy probable que reaccionemos con incredulidad, pues rara vez estamos preparados para afrontar el torbellino de emociones en que nos sume la desoladora noticia.
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Un torbellino de emociones¡Despertad! 2001 | 22 de enero
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Un torbellino de emociones
“CUANDO me diagnosticaron una enfermedad mortal —señala un anciano—, traté de superar mis temores, pero me venció la incertidumbre.” Este comentario subraya un hecho: tras el impacto físico de la dolencia viene el emocional. No obstante, algunos pacientes afrontan bien tales golpes, y en muchos casos recalcan que existen medidas para encarar con entereza un mal crónico. Antes de ver cuáles son, examinemos algunos sentimientos que se experimentan en la fase inicial.
Incredulidad, negación y disforia
Aunque las emociones varían mucho de unos enfermos a otros, tanto los afectados como los especialistas señalan que hay varias que son comunes a todos. Tras la conmoción e incredulidad iniciales pudiera venir la negación: “No es posible”. “Tiene que haber algún error.” “A lo mejor han confundido las muestras.” Una señora explica cómo reaccionó al saber que padecía cáncer: “Tuve ganas de esconder la cabeza bajo las sábanas, con la esperanza de que, cuando la sacara, hubiese pasado todo”.
Al imponerse la realidad, la negación suele dar paso a la disforia, la sensación de infelicidad que, cual nube amenazadora, se cierne sobre el enfermo. A menudo le inquietan preguntas como: “¿Cuánto me quedará de vida?” y “¿Tendré que pasarme el resto de mis años sufriendo?”. Quizás llegue a desear un imposible: que retroceda el tiempo hasta la etapa anterior al diagnóstico. Poco después se sume en un torbellino de emociones dolorosas. ¿Cuáles son algunas de ellas?
Incertidumbre, ansiedad y temor
Los males graves conllevan un buen grado de incertidumbre y ansiedad. “Mi situación es impredecible, por lo que a veces me invade la frustración —señala un afectado de Parkinson—. Todos los días tengo que esperar a ver cómo marchan las cosas.” La enfermedad también genera mucho temor. Si esta se presenta de improviso, el miedo puede ser angustioso. Ahora bien, si se diagnostica tras años de batallar con síntomas malinterpretados, el temor tal vez surja gradualmente. Al principio, el paciente hasta pudiera sentir alivio al ver que, al fin, la gente aceptará que su mal no es imaginario, sino muy real. Pero tras el alivio inicial suele comprender, asustado, las implicaciones del diagnóstico.
Tal vez le inquiete la posibilidad de perder las riendas de su vida. Sobre todo si disfruta de relativa independencia, pudiera incomodarle la idea de depender cada vez más de otras personas, y quizás le preocupe que la enfermedad domine su vida y limite sus acciones.
Ira, vergüenza y soledad
La sensación de que va perdiendo el control de su vida posiblemente llene de ira al enfermo. No es raro que se pregunte: “¿Por qué me ha pasado a mí? ¿Qué he hecho yo para merecerlo?”. La situación parece injusta y absurda. También pudiera dominarle la vergüenza y la desesperación. Un paralítico comenta al respecto: “Me avergonzaba que todo hubiese sido por culpa de un estúpido accidente”.
Se corre el peligro de caer en el aislamiento, primero físico y luego —en fácil transición— social. Si la enfermedad le obliga a permanecer en casa, quizás no pueda relacionarse mucho con los viejos amigos, aunque anhele más que nunca el calor humano. Es probable que tras la avalancha inicial reciba cada vez menos visitas y llamadas.
Dado que el distanciamiento de los amigos es doloroso, el paciente tal vez se encierre en sí mismo. Es comprensible que necesite tiempo antes de reanudar las relaciones. Pero si en esta etapa se aparta aún más del mundo que le rodea, pasará del aislamiento social (nadie va a verlo) al emocional (él no quiere ver a nadie). Sea como fuere, seguramente se siente muy solo.a A veces hasta se preguntará si logrará aguantar un día más.
Aprender de las experiencias ajenas
Pero hay razones para la esperanza. La persona que ha entrado en una crisis de salud en fechas recientes puede adoptar varias medidas que le ayudarán a recuperar cierto grado de control sobre su vida.
Como es obvio, estos artículos no van a solucionar los males crónicos de nuestros lectores, pero sí pueden ayudarlos a plantearse formas de asumirlos y afrontarlos. Una enferma de cáncer sintetiza así la evolución de su actitud: “Primero negué la realidad, luego me enfurecí y finalmente analicé los recursos de los que disponía”. Todo paciente puede hacer este análisis, apoyándose en la experiencia de quienes han afrontado circunstancias parecidas y aprendiendo de ellos a beneficiarse de los recursos existentes.
[Nota]
a Como es natural, el orden y la intensidad de estas emociones varían de un enfermo a otro.
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Cómo sobrellevar el padecimiento con dignidad¡Despertad! 2001 | 22 de enero
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Cómo sobrellevar el padecimiento con dignidad
CONVIENE que el enfermo sepa que el torrente de emociones que probablemente experimenta es normal y comprensible. Aunque se trate de un mal físico, la mente se resiste a los cambios que este conlleva. Es como si el paciente midiera sus fuerzas con la dolencia, como si la persona que fue combatiera contra la que pudiera llegar a ser. Aunque parezca que la poderosa enemiga lleva todas las de ganar, él aún tiene la oportunidad de imponerse. La cuestión es cómo.
“Cuando la afección encierra una pérdida —señala la doctora Kitty Stein—, experimentamos una sensación muy parecida a cuando muere alguien querido.” De modo que si perdemos algo tan preciado como la buena salud, es natural que lo lamentemos y lloremos un tiempo, como haríamos si falleciera un ser amado. Además, la salud no siempre es lo único que se ve afectado. Así lo reconoce cierta paciente: “Me vi obligada a renunciar a mi empleo [...] y a la independencia que había tenido”. Con todo, no debemos agrandar la magnitud de las pérdidas. “Hay que llorar lo que se ha ido —señala la doctora Stein, que padece esclerosis múltiple—, pero sin olvidar lo que permanece.” En efecto, cuando dejamos atrás las lágrimas iniciales, llegamos a ver que aún nos quedan intactos algunos recursos, entre ellos la capacidad de adaptación.
El marinero no controla el temporal, pero lo capea modificando la disposición de las velas. De igual modo, tal vez no consigamos dominar la racha de mala salud, pero sí ajustar las “velas”, es decir, los medios físicos, mentales y emocionales de que disponemos. ¿Qué ha ayudado a otros enfermos crónicos a realizar esta adaptación?
Informarse sobre la enfermedad
Una vez asimilado el impacto del diagnóstico, muchos pacientes descubren que la dolorosa verdad es preferible al temor indeterminado. Mientras que este nos paraliza, el conocimiento de lo que sucede nos ayuda a analizar qué medidas conviene adoptar, lo que por sí solo ya es positivo. “Cuando algo nos inquieta, nos sentimos mucho mejor si tenemos un plan de acción —dice el doctor David Spiegel, de la Universidad Stanford—. Mucho antes de dar paso alguno, la planificación calma el desasosiego.”
Tal vez veamos preciso buscar información sobre el padecimiento. Como dice un proverbio bíblico, “el hombre de conocimiento está reforzando el poder” (Proverbios 24:5). “Saque libros de la biblioteca y aprenda todo lo que pueda sobre la dolencia”, aconseja un paciente postrado en cama. Es posible que al enterarnos de los tratamientos y modos de afrontarla descubramos que no es tan grave como creíamos, y hasta encontremos motivos para ser optimistas.
Pero el objetivo primordial no es comprender racionalmente el mal. Así lo indica el doctor Spiegel: “Recopilar la información es parte del importante proceso de asumir la dolencia, entenderla y asignarle su importancia relativa”. Aceptar el hecho de que la vida ha cambiado, pero no ha terminado, es un proceso difícil y por lo general lento. Con todo, este avance —pasar de la comprensión racional a la aceptación emocional— es realizable. Pero ¿de qué modo?
Hallar el difícil equilibrio
Muchos pacientes tienen que modificar su criterio sobre la aceptación del padecimiento. A fin de cuentas, no es una derrota reconocerlo, como tampoco fracasa un marinero por admitir que atraviesa una tormenta; más bien, el realismo con que la encara le lleva a actuar. Así mismo, la aceptación del problema no implica fracaso alguno, sino que constituye “un avance en una nueva dirección”, como indicó una enferma crónica.
Aunque mengüen las facultades físicas, conviene recordar que las cualidades mentales, emocionales y espirituales no siempre se ven afectadas. Quizás se conserve la inteligencia, las dotes de organización y el raciocinio. O la calidez de la sonrisa, el interés por el prójimo y el arte de ser buen confidente y amigo. Lo que es más importante: aún queda la fe en Dios.
Debe tenerse presente, además, que no es posible cambiar todas las circunstancias, pero sí la forma de reaccionar ante ellas. Así lo indica Irene Pollin, del Instituto Nacional del Cáncer, de Estados Unidos: “Sin importar las imposiciones de la enfermedad, usted tiene la facultad de decidir cómo va a responder ante esta”. Helen, paciente de 70 años aquejada de esclerosis múltiple en fase avanzada, coincide con la anterior afirmación: “La recuperación del equilibrio no depende tanto del padecimiento como del modo de encararlo”. Un señor que lleva bastantes años discapacitado agrega: “El optimismo es como la quilla de un barco, pues permite mantener el equilibrio”. Ya lo dice Proverbios 18:14: “El espíritu de un hombre puede soportar su dolencia; pero en cuanto al espíritu herido, ¿quién puede aguantarlo?”.
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