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  • “¡Mira! ¡La esclava de Jehová!”
    La Atalaya 2008 | 1 de julio
    • “¡Mira! ¡La esclava de Jehová!”

      MARÍA levanta la vista y mira asombrada al visitante. Este no pregunta por su padre o su madre; es a ella a quien quiere ver. No puede ser de Nazaret, de eso está segura. En una ciudad tan pequeña, los extraños no pasan inadvertidos, y el que tiene delante se destacaría donde fuera. Y ahora él le dirige este insólito saludo: “Buenos días, altamente favorecida, Jehová está contigo” (Lucas 1:28).

  • “¡Mira! ¡La esclava de Jehová!”
    La Atalaya 2008 | 1 de julio
    • La visita de un ángel

      Como tal vez ya sepa, quien visitó a María no era un simple hombre, sino el ángel Gabriel. Cuando la llamó “altamente favorecida”, ella “se turbó profundamente” y se preguntó por qué la había saludado de manera tan extraña (Lucas 1:29). ¿Altamente favorecida por quién? María no esperaba que otras personas le otorgaran favores especiales, pero el ángel se estaba refiriendo al favor de Jehová Dios, y eso sí que le interesaba. Aun así, ella no dio por sentado que tenía el favor divino. Si nosotros nos esforzamos por conseguir el favor de Dios y no suponemos altivamente que ya lo tenemos, aprenderemos una lección importante, una lección que la joven María comprendía muy bien. ¿Cuál? Que Dios se opone a los altivos, pero ama y apoya a los humildes (Santiago 4:6).

      Era necesario que María tuviera esa humildad, pues el ángel puso ante ella un privilegio casi inconcebible. Le anunció que iba a dar a luz a un niño, el cual llegaría a ser la persona más importante de la historia humana. Gabriel le dijo: “Jehová Dios le dará el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y de su reino no habrá fin” (Lucas 1:32, 33). Sin duda, María sabía que, más de mil años antes, Dios le había prometido a David que sus descendientes gobernarían para siempre (2 Samuel 7:12, 13). En efecto, ¡su hijo sería el Mesías que el pueblo de Dios llevaba siglos esperando!

      Por si fuera poco, el ángel añadió que sería llamado “Hijo del Altísimo”. ¿Cómo podría una simple mujer dar a luz al Hijo de Dios? Lo que es más, ¿cómo sería posible que María siquiera tuviera un hijo? Estaba comprometida con José, pero aún no se habían casado, así que preguntó con franqueza: “¿Cómo será esto, puesto que no estoy teniendo coito con varón alguno?” (Lucas 1:34). Observe que, para María, ser virgen no era ninguna vergüenza. Muy al contrario, valoraba muchísimo su castidad. Hoy en día, numerosos jóvenes de ambos sexos están ansiosos por dejar de ser vírgenes, y los que no piensan como ellos se vuelven el blanco de sus burlas. Ciertamente, el mundo ha cambiado mucho, pero Jehová no (Malaquías 3:6). Como en los tiempos de María, Dios siente un gran aprecio por quienes obedecen sus normas morales (Hebreos 13:4).

      Aunque María era una fiel sierva de Dios, no dejaba de ser una mujer imperfecta. Por eso, ¿cómo podría producir una descendencia perfecta, el Hijo de Dios? Gabriel le explicó: “Espíritu santo vendrá sobre ti, y poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, también, lo que nace será llamado santo, Hijo de Dios” (Lucas 1:35). “Santo” significa limpio, puro, sagrado. Los seres humanos siempre han pasado a sus descendientes su propia condición impura y pecaminosa. Pero en este caso, Jehová realizaría un milagro sin precedentes. Iba a transferir la vida de su Hijo desde el cielo a la matriz de María y a emplear su fuerza activa, el espíritu santo, para ‘cubrirla’, protegiendo así al bebé de toda mancha del pecado. ¿Creyó María en la promesa del ángel? ¿Qué le respondió?

      La respuesta de María

      A los escépticos, incluidos algunos teólogos de la cristiandad, les cuesta creer que una virgen pudiera dar a luz. A pesar de todos sus estudios, no captan la sencilla verdad de que, como lo expresó Gabriel, “con Dios ninguna declaración será una imposibilidad” (Lucas 1:37). María no dudó de las palabras del ángel, pues era una joven de gran fe. Pero esa fe no era credulidad. Al igual que cualquier persona razonable, María quería pruebas en las cuales basar su fe. Y Gabriel estaba preparado para dárselas. Le dijo que su pariente Elisabet, mayor que ella y considerada estéril desde hacía mucho, había concebido milagrosamente un hijo.

      ¿Qué hizo María entonces? Tenía una misión que cumplir y suficientes pruebas de que Dios iba a hacer todo lo que Gabriel le había anunciado. No debemos creer que este privilegio no suponía ninguna amenaza ni dificultad. Para empezar, María tenía que pensar en su compromiso con José. ¿Querría él tomarla por esposa cuando se enterara de que estaba embarazada? Por otro lado, quizá se haya sentido abrumada por la responsabilidad. Llevaría en sus entrañas al ser que Dios consideraba más valioso: nada menos que a Su amado Hijo primogénito. Luego tendría que cuidarlo mientras fuera un bebé indefenso y protegerlo de este mundo malvado. Era una inmensa responsabilidad.

      La Biblia muestra que, a veces, hasta varones que servían a Dios fielmente vacilaron en aceptar misiones difíciles que él les confió. Moisés objetó que no tenía la fluidez necesaria para hablar en nombre de Dios (Éxodo 4:10). Jeremías dijo que no era más que “un muchacho”, que era demasiado joven para encargarse de la tarea que Dios le había encomendado (Jeremías 1:6). ¡Y Jonás incluso huyó de su asignación! (Jonás 1:3.) Pues bien, ¿qué contestó María?

      Sus palabras han resonado a lo largo de los siglos por la sencillez, humildad y obediencia que reflejan. Ella le dijo a Gabriel: “¡Mira! ¡La esclava de Jehová! Efectúese conmigo según tu declaración” (Lucas 1:38). Las esclavas jóvenes eran las siervas de más baja condición; su vida estaba completamente en manos de su amo. Eso era lo que sentía María para con su Amo, Jehová. Ella sabía que él es leal con sus leales y que la bendeciría si cumplía lo mejor que pudiera con aquella difícil misión, así que se sentía a salvo en sus manos (Salmo 18:25).

      En ocasiones, Dios nos pide cosas que nos parecen difíciles o hasta imposibles. No obstante, en su Palabra nos da sobradas razones para confiar en él, para ponernos en sus manos como hizo María (Proverbios 3:5, 6). ¿Seguiremos su ejemplo? Si así lo hacemos, Dios nos recompensará y nuestra fe en él crecerá aún más.

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