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Nosotros no apoyamos la guerra de Hitler¡Despertad! 1994 | 22 de octubre
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La dura vida del campo
Rollwald, donde había 5.000 prisioneros, estaba ubicado entre las ciudades de Frankfurt y Darmstadt. El día empezaba a las cinco de la mañana con la señal de pasar lista, un proceso que se dilataba por unas dos horas, pues los oficiales actualizaban la lista de prisioneros con mucha calma. Se nos exigía mantenernos en pie sin movernos, y muchos prisioneros recibían fuertes palizas por no permanecer totalmente inmóviles.
El desayuno consistía en pan hecho de harina, serrín y patatas, a menudo podridas. A continuación íbamos a una ciénaga a abrir zanjas para desecar el terreno a fin de usarlo con fines agrícolas. Después de trabajar en ella todo el día sin calzado adecuado, se nos hinchaban los pies como esponjas. Un día se me pusieron como si estuviesen gangrenados y temí que tuvieran que amputármelos.
Al mediodía nos servían allí mismo un brebaje experimental al que llamaban sopa. Llevaba algo de nabo o col y a veces contenía los cadáveres molidos de animales enfermos. Notábamos una sensación de ardor en la boca y la garganta, y a muchos nos salieron enormes diviesos. Por la noche recibíamos más “sopa”. Muchos prisioneros perdieron los dientes; pero como a mí me habían enseñado la importancia de utilizarlos, masticaba trocitos de madera de pino o ramitas de avellano y nunca los perdí.
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Nosotros no apoyamos la guerra de Hitler¡Despertad! 1994 | 22 de octubre
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Mi vida en el campo mejora
A finales de 1943 llegó al campo un nuevo comandante, llamado Karl Stumpf, un hombre alto y de pelo canoso que empezó a mejorar las condiciones de vida del campo. Tocó el turno de pintar su casa, y al saber que yo era pintor, me dio el trabajo. Aquella fue la primera vez que me asignaron un trabajo fuera de la ciénaga.
La esposa del comandante era incapaz de comprender por qué me habían encerrado, aunque su marido le explicó que estaba allí debido a mi fe como testigo de Jehová. Al verme tan delgado, se apiadó de mí y me dio de comer. Buscó más trabajos para mí a fin de que pudiera recuperar fuerzas.
Cuando a finales de 1943 se empezó a llamar a los prisioneros del campo para luchar en el frente, mi buena relación con el comandante Stumpf me salvó. Le expliqué que prefería la muerte antes de ser culpable de derramamiento de sangre por participar en la guerra. Pese a que mi postura de neutralidad lo puso en una situación difícil, logró mantener mi nombre fuera de la lista.
Los últimos días de la guerra
Durante enero y febrero de 1945, aviones estadounidenses en vuelo rasante nos animaban dejando caer octavillas que anunciaban el fin inminente del conflicto. El comandante Stumpf, que me había salvado la vida, me proporcionó ropa de civil y me ofreció su casa para esconderme. Al salir del campo, vi un tremendo caos. Había niños con ropa militar y el rostro empapado de lágrimas que huían de los norteamericanos. Temiendo encontrarme con oficiales de las SS a los que extrañara verme sin un arma, decidí regresar al campo.
Poco después el campo estaba totalmente rodeado por las tropas estadounidenses, y el 24 de marzo de 1945 las autoridades se rindieron ondeando banderas blancas. ¡Qué sorpresa me llevé al enterarme de que en los anexos del campo había otros Testigos a los que el comandante Stumpf también había salvado de la ejecución! ¡Qué encuentro tan gozoso fue aquel! Cuando encarcelaron al comandante Stumpf, muchos de nosotros abordamos a los oficiales estadounidenses y testificamos verbalmente y por escrito a su favor. Como resultado, lo pusieron en libertad a los tres días.
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