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  • Estando lejos de casa, prometí servir a Dios

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  • Estando lejos de casa, prometí servir a Dios
  • ¡Despertad! 1992
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¡Despertad! 1992
g92 22/2 págs. 20-24

Estando lejos de casa, prometí servir a Dios

LA LLUVIA helada y la nieve nos azotaban el rostro. El gélido viento se había vuelto tempestuoso. Los conductores del camión se negaron a continuar. “¡Todos abajo y andando!” La orden se dio con tal brusquedad, que nadie se atrevió a negarse, de modo que, llenos de tristeza, nostalgia y frío, anduvimos los tres últimos kilómetros de vuelta al campo de concentración de Siberia.

Éramos unos ciento cincuenta prisioneros alemanes custodiados por seis guardias rusos. La implacable tormenta alcanzaba tal magnitud, que teníamos que ir doblados 45 grados contra el viento. Era imposible ver más allá de unos cinco hombres delante de nosotros. De vez en cuando el furioso viento contrario amainaba de repente y nos caíamos de frente.

Finalmente, llegamos extenuados al campo. Aquella noche, en Siberia y a cincuenta grados bajo cero (-60° F), le prometí a Dios que si alguna vez volvía a Alemania, hallaría un modo de servirle.

Dificultades durante la guerra

Nací en Berlín (Alemania) en 1928. Me afilié a las Juventudes Hitlerianas cuando tenía unos diez años. Tiempo después, mi madre me envió a la catequesis, pues quería que me confirmara, pero lamentablemente murió dos días antes de la ceremonia de la confirmación. Como me sentía muy solo, empecé a orar a menudo lo mejor que sabía, y le contaba a Dios mis problemas.

Arreciaba la II Guerra Mundial, y los ataques aéreos sobre Berlín se sucedían prácticamente día y noche. La horrible rutina era la siguiente: una oleada de bombarderos sobrevolaba la ciudad arrojando bombas incendiarias, por lo general de fósforo, y después, cuando la gente (mujeres y niños en su mayoría) salía de los refugios para apagar el fuego, otra oleada de bombarderos los pillaba desprotegidos y los aniquilaba al lanzar bombas mayores con explosivos.

Un invierno, la Royal Air Force arrojó bombas de relojería programadas para estallar tiempo después del impacto: a las siete de la tarde del 24 de diciembre, cuando sabían que las familias pasarían juntas la Nochebuena. Me preguntaba una y otra vez: “¿Por qué permite Dios estos horrores?”.

En 1944 decidí alistarme en el ejército, pero en el examen médico final me dijeron que no era bastante fuerte para la vida militar y que volviera al cabo de seis meses. Cuando por fin me llamaron en marzo de 1945, decidí no incorporarme.

Empiezan las verdaderas penalidades

Poco después, en mayo de 1945, terminó la II Guerra Mundial. Mi padre era prisionero de guerra, y el ejército soviético ocupaba nuestra sección de Berlín. Durante los meses siguientes tuve que trabajar para las fuerzas de ocupación embalando maquinaria y otro instrumental de una fábrica de productos químicos para devolverlos a Rusia, lo que me dio la oportunidad de conocer a algunos rusos y descubrir sorprendido que eran como nosotros, personas que creían luchar por la libertad y un mundo mejor.

Serían las dos de la tarde del 9 de agosto de 1945 cuando un automóvil se detuvo delante de mi casa. Bajaron dos soldados rusos y un civil, me preguntaron el nombre y me metieron en el vehículo. Detuvieron a un buen número de jóvenes aquel día. Finalmente nos llevaron a un barrio de las cercanías, donde a la mayoría nos acusaron de ser integrantes de la organización Werwolf, de la que nunca habíamos oído hablar.

Uno de los más jóvenes dijo que yo sabía las direcciones de otros muchachos. Como lo negué, me arrojaron a un calabozo frío y húmedo en compañía del joven acusador. Abrumado por el frío y la soledad de la celda, oré de rodillas con las lágrimas corriendo por mis mejillas. Parecía que la oración siempre era de ayuda. De hecho, cuando por la tarde me sacaron del sótano y me llevaron con los demás jóvenes, muchos hablaron del ánimo que tenía a pesar de lo que acababa de ocurrirme.

Una o dos semanas después, marchamos a la cercana ciudad de Cöpenick, donde nos obligaron a sentarnos fuera en el duro suelo. Se puso a llover. Empezaron a llamar a los muchachos de cinco en cinco. Oíamos los gritos de los que nos precedían, que luego salían sangrando y sosteniéndose los pantalones, pues les habían quitado los cinturones y arrancado el botón de los pantalones, por lo que se les caían. Cuando entró nuestro turno, sabíamos que nos esperaba algo terrible.

No llevaba cinto, sino tirantes. Cuando el sargento los vio, los arrancó y me azotó el rostro con ellos, mientras dos soldados me daban puñetazos y patadas. Sangraba profusamente por la boca y la nariz. Si otros soldados no me hubiesen quitado de sus manos, podrían haberme matado.

Nos volvieron a meter en el calabozo. Solo nos dejaban salir por la mañana dos minutos justos para ir a las letrinas, y si alguno se atrevía a estar más tiempo, corría el riesgo de que lo empujaran al pozo negro, como le ocurrió a un pobre desdichado que se ahogó.

Mejora mi situación

Cuatro días después nos llevaron en camiones a un campo de Hohen-Schönhausen. Había unos sesenta prisioneros de entre trece y diecisiete años y unos dos mil adultos. Los presos polacos estaban encargados de repartir la sopa, y siempre se aseguraban de servirnos primero a los jóvenes.

El 11 de septiembre de 1945 salimos muy de mañana hacia el campo de concentración de Sachsenhausen, a unos cincuenta kilómetros. A los que fallecían durante la marcha los arrojaban en una carro de caballos, igual que a los que no podían caminar por estar débiles. Por la tarde se puso a llover. Calados, fríos y exhaustos, llegamos a las puertas de un campo aledaño ya avanzada la noche. Al día siguiente se nos trasladó al campo principal, donde nos distribuyeron en barracones de doscientos prisioneros.

No muy lejos de Sachsenhausen, en un pueblo llamado Velten, había un gran depósito de comida. Allí los prisioneros cargaban trigo y otros víveres en trenes que iban a Rusia. Después de trabajar allí por un tiempo, me escogieron para que fuera recadero. Tenía que llevar los resultados de los análisis médicos del campo ruso a un laboratorio que quedaba a cierta distancia. Fue un cambio muy agradable.

Compartía una habitación con otro recadero y con un enfermero ruso. Nos daban sábanas limpias todos los días y tantas mantas como quisiéramos. La comida era mucho mejor y teníamos libertad de movimientos, lo que nos permitió al otro recadero y a mí explorar los terrenos del anterior campo de concentración nazi de Sachsenhausen.

En un extremo del campo visitamos las cámaras de gas y los crematorios. Me quedé atónito sin apenas poder creer lo que habían hecho los nazis. Aunque a mí no me maltrataban, en el campo principal morían a diario cientos de compatriotas alemanes. Arrojaban sus cuerpos en carros y los enterraban en fosas comunes en el bosque.

Un día descubrimos una pizarra que enumeraba los diversos grupos de prisioneros del campo en tiempos de Hitler, entre ellos, los testigos de Jehová. Poco me imaginaba entonces que un día tendría el privilegio de ser uno de ellos.

Vuelve el maltrato

La mejoría de las condiciones no duró mucho. Un oficial me paró para preguntarme por qué me había apropiado de ciertos suministros médicos. Aunque le dije que no sabía de qué me acusaba, no me creyó y me incomunicaron. Me daban poca comida y ninguna manta, a pesar de que era invierno. A los once días me sacaron inesperadamente.

Cuando regresé, me sorprendió la cordial bienvenida del joven soldado que montaba guardia a la entrada del campamento principal, pues hasta entonces me había tratado con frialdad. Me dio un abrazo y chapurreó en alemán que la Gestapo había matado a sus padres y que él había estado en campos de concentración alemanes, pero que sabía que yo era inocente.

Poco después, a los prisioneros que estábamos en mejor estado físico nos dijeron que iban a trasladarnos a otro lugar de trabajo. De modo que el 30 de enero de 1946 nos metieron en un tren que tenía toscos estantes de dos pisos. Apiñaron a cuarenta prisioneros en cada vagón. De noche era muy difícil dormir, pues cuando uno se daba la vuelta, todos tenían que acompañarle.

Corrían rumores de todo tipo sobre nuestro destino, todos ellos equivocados. En la primera parada se nos unió un grupo de 500 prisioneros de otro campo. A partir de ese momento todos los días recibimos un rancho de pan reseco y duro con un arenque salado y un poco de sopa caliente, y cada dos días nos daban una pequeña taza de té. Para combatir la sed, la mayoría chupaba las paredes heladas de los vagones. Cuando llegamos a las inmediaciones de Moscú, nos pasaron por la ducha y nos despiojaron. Creo que aquel día me bebí un cubo entero de agua.

Camino de Siberia

El 6 de marzo de 1947 llegamos a Prokopyevsk (Siberia). La población civil de la ciudad estaba formada por un conglomerado de diversos lugares de la Unión Soviética. Por todas partes había gruesas capas de nieve, que en algunos casos llegaban hasta las vallas. La parte inferior de los barracones estaba por debajo del nivel del suelo con el fin de resguardarlos del frío glacial del invierno. Fue allí donde algunos de nosotros nos vimos en el peligro de muerte que conté al principio.

El primer año que pasé en Siberia fue muy duro. Hubo un grave brote de disentería en el campamento que causó muchas bajas. Yo también estuve muy grave, y llegué a perder la esperanza de recuperarme. No obstante, en el campo teníamos la ventaja de recibir nuestra ración diaria de pan, mientras que la mayoría de los rusos de Prokopyevsk tenían que guardar cola al frío, a veces para quedarse sin comida si se acababan los suministros.

En el otoño de 1949, una comisión judicial llegó de Moscú para revisar nuestras declaraciones iniciales y determinar qué hacer con nosotros. Me entrevistó un joven oficial patriótico que parecía odiar a todos los alemanes. Agradecí que no me condenaran a prisión. A los que no fuimos condenados nos llevaron a Stalinsk (la actual Novokuznetsk), donde nos pusieron a trabajar en la construcción de una central eléctrica.

¡Por fin en casa!

En marzo de 1950 nos repatriaron a Alemania, y el 28 de abril al fin me reuní con mi familia. Aunque estaba contentísimo de estar en casa, mis dificultades no habían terminado. Debido a mi efímera relación con las Juventudes Hitlerianas, las autoridades comunistas de Alemania oriental me trataban como a un simpatizante del nazismo, por lo que solo me daban la mitad de la ración de comida y ropa. Por ello, tras solo tres semanas en casa, me mudé de Berlín oriental a Berlín occidental.

Por supuesto, no había olvidado la promesa de que hallaría algún modo de servir a Dios si volvía a Alemania. Con frecuencia me plantaba ante una iglesia, pero no lograba convencerme de que debía entrar. La religión me había desengañado, así que decidí limitarme a seguir orando a Dios en privado y pedirle que me mostrara el camino para servirle.

Con el tiempo me casé con Tilly, con la que tuve un hijo: Bernd. Algún tiempo después, en la primavera de 1955, un compañero de trabajo que era Testigo de Jehová empezó a hablarme de Dios. Sin embargo, pronto perdí el contacto con él, pues tuvimos que salir precipitadamente del país, ya que recibí un telegrama en el que se me comunicaba que se había aceptado la solicitud que habíamos hecho para emigrar a Australia y que al cabo de tres días teníamos que estar listos para embarcar en Bremerhaven.

Tierra nueva, vida nueva

Con el tiempo nos instalamos en Adelaida. Allí nos visitó un Testigo germanohablante a finales de 1957. ¡Estábamos contentísimos! Progresamos rápidamente en el estudio bíblico, aunque, para ser sincero, después de todo lo que Tilly y yo habíamos pasado, lo que más nos preocupaba al principio era estar libres de la opresión. En la soleada Australia estábamos libres como pájaros y contentos, aunque no tardamos en descubrir que incluso aquí hay formas de opresión, problemas económicos y otras presiones de la vida.

Agradecimos mucho aprender la razón fundamental que da la Biblia: “El mundo entero yace en el poder del inicuo”. (1 Juan 5:19.) Como resultado, iba a haber dificultades sin importar en qué país viviéramos. También nos complació aprender el significado de la oración que tanto había repetido: “Venga tu reino”. Comprendimos que el Reino de Dios es un gobierno auténtico, celestial, y que Jesucristo fue entronizado como Rey de ese Reino en 1914. Fue muy emocionante aprender que el Reino de Dios ya había entrado en acción al expulsar a Satanás y sus demonios de los cielos y que pronto, durante la gran tribulación, se limpiará la Tierra de la maldad. (Mateo 6:9, 10; Revelación 12:⁠12.)

“Ya está”, dije. Ya sabía cómo cumplir mi promesa de servir a Dios, de modo que el 30 de enero de 1960 comencé a cumplirla al bautizarme en símbolo de dedicación a Él. Tilly también se unió a mí en la dedicación cristiana.

Desde ese momento hemos disfrutado por más de treinta años de diversas bendiciones en el servicio a Dios. En la actualidad Bernd tiene su familia y sirve de anciano en la congregación cristiana. En 1975 vendimos la casa a fin de irnos a servir a donde hubiera más necesidad de Testigos para predicar las buenas nuevas. En 1984 acepté el servicio de cuidar el Salón de Asambleas de los Testigos de Jehová de Adelaida.

¡Qué contentos estamos mi esposa y yo de que haya podido cumplir la promesa que hice a Dios hace más de cuatro décadas cuando me hallaba muy lejos de casa, en Siberia! Creemos humildemente que el proverbio inspirado ha sido cierto en nuestro caso en muchas ocasiones: “En todos tus caminos tómalo en cuenta, y él mismo hará derechas tus sendas”. (Proverbios 3:⁠6.)—⁠Relatado por Gerd Fechner.

[Fotografía en la página 23]

Con Tilly, mi esposa

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