¿Qué le ha ocurrido a la autoridad?
LA NECESIDAD de que exista autoridad es patente para quien medita en ello. Si no hubiera alguna estructura de poder, la sociedad humana se precipitaría al caos. Por esta razón, un manual clásico de derecho constitucional francés explica: “En toda agrupación humana se encuentran dos categorías de personas: los que mandan y los que obedecen, los que dan las órdenes y los que se someten a ellas, los jefes y los miembros, los gobernantes y los gobernados. [...] Se constatará simplemente la existencia de la autoridad en todas las sociedades humanas”.a
Sin embargo, a partir de la II Guerra Mundial, y particularmente desde los años sesenta, se han modificado las actitudes ante la autoridad. Con referencia a este período, la obra francesa Encyclopædia Universalis habla de una “crisis antijerárquica y antiautoritaria”. Tal crisis no representa ninguna sorpresa para los estudiantes de la Biblia. El apóstol Pablo vaticinó: “Quiero que sepas que en los últimos tiempos sobrevendrán momentos difíciles. Porque los hombres serán egoístas, amigos del dinero, jactanciosos, soberbios, difamadores, rebeldes con sus padres, [...] incapaces de amar, implacables, [...] desenfrenados, crueles, [...] obcecados, más amantes de los placeres que de Dios”. (2 Timoteo 3:1-4, Levoratti-Trusso.)
La crisis de la autoridad
La descripción que da esta profecía encaja bien en nuestra época. Se cuestiona la autoridad en todos los ámbitos: en la familia, la escuela pública, la universidad, el mundo de los negocios y en la administración local y nacional. La revolución sexual, la música rap más extremista, las manifestaciones de protesta estudiantil, las huelgas salvajes, la desobediencia civil y los atentados terroristas son signos de que el respeto a la autoridad está en decadencia.
En un simposio organizado en París por el Instituto Francés de Ciencias Políticas y el diario parisino Le Monde, el profesor Yves Mény declaró: “La autoridad no existe a menos que tenga el respaldo de la legitimidad”. Uno de los motivos de la crisis actual de la autoridad es que muchos cuestionan la legitimidad de los mandos. Dicho de otro modo, ponen en tela de juicio su derecho a estar en el poder. Según una encuesta, a principios de la década de los ochenta el 9% de los estadounidenses, el 10% de los australianos, el 24% de los británicos y el 41% de los habitantes de la India estimaban que su gobierno era ilegítimo.
El hombre en busca de la autoridad legítima
La Biblia muestra que el hombre se hallaba originalmente bajo la autoridad directa de Dios. (Génesis 1:27, 28; 2:16, 17.) Sin embargo, ya en fecha muy temprana, los seres humanos pretendieron tener independencia moral de su Creador. (Génesis 3:1-6.) Al rechazar la teocracia, el gobierno ejercido por Dios, tuvieron que buscar otros sistemas de poder. (Eclesiastés 8:9.) Algunos impusieron su autoridad por la fuerza. Para ellos, la fortaleza les concedía el derecho. Bastaba con que tuvieran la fuerza necesaria para hacer valer su voluntad. No obstante, la mayoría consideraba necesario legitimar su derecho a gobernar.
Desde los albores de la historia, muchos gobernantes trataron de lograr este fin alegando que eran dioses o que estos les habían conferido el poder. Surgía el concepto mítico de la “realeza sagrada”, concepto que esgrimieron los primeros soberanos de Mesopotamia y los faraones del antiguo Egipto.
Alejandro Magno, los monarcas helenísticos que le sucedieron y un gran número de emperadores romanos también afirmaron ser divinidades y llegaron a exigir que los adoraran. Los sistemas presididos por estos dirigentes, que han recibido la denominación de “culto del soberano”, tenían por objeto consolidar su autoridad sobre un conglomerado de pueblos sometidos. Negarse a dar culto al gobernante se condenaba como atentado contra el Estado. En la obra El legado de Roma, el profesor Ernest Barker escribió: “La deificación del emperador y la obediencia que se le prestaba en virtud de su divinidad son, evidentemente, los fundamentos o, de todos modos, el [cemento] del imperio” (traducción de A. J. Dorta, revisada por Pedro Blanco Suárez).
La situación permaneció sin cambios aun cuando el “cristianismo” recibió la sanción legal del emperador Constantino (que gobernó de 306 a 337 E.C.) y posteriormente fue convertido en religión oficial del imperio por el emperador Teodosio I (que gobernó de 379 a 395 E.C.). Hasta bien entrado el siglo V se tributó culto de dioses a algunos emperadores “cristianos”.
“Dos poderes”, “dos espadas”
Al ir ganando poder el papado, se agudizaron los conflictos entre Iglesia y Estado. Por ello, a finales del siglo V E.C. el papa Gelasio I expuso el principio de los “dos poderes”: la autoridad sagrada de los papas coexiste con la potestad real, si bien los reyes deben subordinarse a los pontífices. Este principio dio origen a la doctrina de las “dos espadas”: “Los propios papas blandían la espada espiritual, delegando la espada temporal en los gobernantes seculares, si bien estos últimos tenían que utilizarla según las instrucciones papales”. (The New Encyclopædia Britannica.) Fundada en esta doctrina, la Iglesia Católica afirmó durante el Medievo que tenía derecho a coronar emperadores y monarcas a fin de legitimar su autoridad, perpetuando así el antiguo mito de la “realeza sagrada”.
Esta concepción no debe confundirse, sin embargo, con el llamado derecho divino de los reyes, una elaboración posterior que pretendía liberar a los jefes políticos de la sumisión al papado. La teoría del derecho divino sostiene que los soberanos reciben la autoridad para gobernar directamente de Dios, y no por mediación del romano pontífice. La New Catholic Encyclopedia comenta: “En un momento en que el papa ejercía universalmente el poder espiritual y hasta temporal sobre los cabezas de estado, la idea del derecho divino situaba a los reyes de las naciones en una posición que justificaba su autoridad divina equiparándola con la papal”.b
El mito de la soberanía popular
En el decurso del tiempo, el hombre propuso otras fuentes de autoridad. Una de ellas fue la soberanía del pueblo. Está muy generalizada la creencia de que esta idea surgió en Grecia. Sin embargo, la antigua democracia helena estaba vigente tan solo en unas pocas ciudades-estado, y aun en ellas solo votaban los varones que poseían la ciudadanía. Las mujeres, los esclavos y los residentes forasteros —que según cálculos podrían oscilar entre la mitad y las cuatro quintas partes de la población— quedaban excluidos. Sin duda, una soberanía muy poco popular.
¿Quiénes fueron los promotores del concepto de la soberanía del pueblo? Por sorprendente que parezca, lo introdujeron en la Edad Media los teólogos católicos. En el siglo XIII, Tomás de Aquino mantuvo que aunque la soberanía tenía su origen en Dios, se le había conferido al pueblo. Esta idea ganó popularidad. La New Catholic Encyclopedia dice: “La noción de que el pueblo era la fuente de la autoridad contaba con el apoyo de la gran mayoría de los teólogos católicos del siglo XVII”.
¿Por que iban a impulsar la idea de la soberanía popular los teólogos de una Iglesia en la que el pueblo no tenía voz alguna en la elección de papas, obispos y sacerdotes? La razón era que a algunos reyes europeos les incomodaba cada vez más la autoridad papal. La teoría de la soberanía del pueblo concedía al pontífice el poder de destituir a un emperador o un monarca si lo estimaba oportuno. Los historiadores Will y Ariel Durant escribieron: “Los defensores de la soberanía popular incluían en sus filas a muchos jesuitas, quienes veían en esta opinión un medio de debilitar la autoridad real frente a la papal. Si, alegaba el cardenal Belarmino, la autoridad de los reyes viene del pueblo y está, por tanto, sometida a él, es manifiesto que está subordinada a la autoridad de los papas [...]. Luis Molina, un jesuita español, llegó a la conclusión de que el pueblo, como la fuente de la autoridad seglar, podía con justicia —pero mediante un procedimiento ordenado— deponer a un rey injusto” (traducción de Miguel de Hernani).
El “procedimiento ordenado” quedaría, por supuesto, al arbitrio del papa. En confirmación de este punto, la obra católica francesa Histoire Universelle de l’Eglise Catholique cita de la Biographie universelle, que dice: “Belarmino [...] enseña como doctrina común de los católicos que los príncipes derivan su poder de la elección de los pueblos, y que los pueblos pueden ejercer este derecho solo bajo la influencia del papa” (las bastardillas son nuestras). La soberanía popular, por consiguiente, pasó a ser un arma que podía utilizar el papa para encauzar las decisiones de los soberanos y, si era preciso, lograr que los depusieran. En época más reciente, ha permitido a la jerarquía católica influir en los votantes de su religión que viven en democracias representativas.
En las democracias modernas, la legitimidad del gobierno se basa en el llamado “consentimiento de los gobernados”. Este, sin embargo, es, como mucho, el “consentimiento de la mayoría”, que, con la apatía de los votantes y las artimañas de los políticos, suele ser en la práctica una minoría de la población. En la actualidad, el “consentimiento de los gobernados” se reduce con frecuencia a poco más que la “aquiescencia o resignación de los gobernados”.
El mito de la soberanía nacional
El mito de la realeza sagrada, que impulsaron los primeros papas, se volvió contra el papado al transformarse en el concepto del derecho divino de los reyes. De igual modo, la teoría de la soberanía popular tuvo un resultado contraproducente para la Iglesia Católica. Durante los siglos XVII y XVIII, los filósofos laicos, como el inglés Thomas Hobbes y John Locke y el francés Jean-Jacques Rousseau, analizaron la idea de la soberanía popular. Elaboraron varias versiones de la teoría del “contrato social” entre los gobernantes y los gobernados. Sus principios, que no se basaron en la teología, sino en el “derecho natural”, culminaron en ideas que perjudicaban gravemente a la Iglesia Católica y al papado.
No mucho tiempo después de la muerte de Rousseau estalló la Revolución francesa. Aunque este movimiento acabó con algunos conceptos de legitimidad, postuló uno nuevo: la soberanía nacional. A este respecto, The New Encyclopædia Britannica comenta: “Los franceses repudiaron el derecho divino de los reyes, el dominio de la nobleza [y] las prerrogativas de la Iglesia Católica”. Pero, añade la Britannica, “la Revolución llevó a su pleno desarrollo el concepto innovador de la nación-estado”. Los revolucionarios necesitaban este “concepto innovador”. ¿Por qué?
Porque bajo el sistema que había defendido Rousseau, todos los ciudadanos tendrían la misma capacidad decisoria en la elección de los gobernantes. Esta teoría habría llevado a una democracia basada en el sufragio universal, un resultado que no contaba con el beneplácito de los dirigentes de la Revolución francesa. El profesor Duverger explica: “Precisamente para dejar de lado tal consecuencia, considerada engorrosa, los burgueses de la Asamblea constituyente inventaron de 1789 a 1791 la teoría de la soberanía nacional. El pueblo es por ellos asimilado a la ‘Nación’, considerada como un ser real, distinto de los miembros que la componen. El único titular de la soberanía es ahora la nación, la cual se expresa por medio de sus representantes [...]. La doctrina de la soberanía nacional es democrática en apariencia, [mas] no en la realidad, ya que puede servir para justificar prácticamente todas las formas de gobierno y en particular la autocracia” (cursivas del autor).
Fracasan las tentativas humanas
La aceptación de la Nación-Estado como fuente legítima de la que dimana la autoridad condujo al nacionalismo. The New Encyclopædia Britannica señala: “Es habitual conceptuar al nacionalismo de fenómeno muy antiguo; a veces hasta se comete la equivocación de considerarlo un elemento permanente de la conducta política. La realidad es, sin embargo, que podemos tomar las revoluciones de Estados Unidos y Francia como sus primeras manifestaciones importantes”. A partir de aquellas revoluciones, el nacionalismo se ha extendido por América, Europa, África y Asia, y apelando a su nombre se han legitimado guerras atroces.
El historiador británico Arnold Toynbee escribió: “El espíritu de nacionalidad es un agrio fermento del vino nuevo de la democracia en los odres viejos del tribualismo. [...] Esa extraña avenencia entre la democracia y el tribualismo ha sido mucho más potente en la política concreta de nuestro mundo occidental moderno que la democracia misma” (traducción de J. Perriaux). El nacionalismo no ha producido un mundo pacífico. Toynbee dijo: “A las guerras de religión siguieron, luego de una brevísima tregua, las guerras de las nacionalidades; y en nuestro mundo occidental moderno, el espíritu de los fanatismos religioso y nacional [constituye] evidentemente una sola y misma pasión [maligna]” (traducción de Vicente Fatone).
Por medio de mitos como la “realeza sagrada”, el “derecho divino de los reyes”, la “soberanía popular” y la “soberanía nacional”, los dirigentes han tratado de legitimar la autoridad que tienen sobre sus congéneres. Una vez analizada la historia de los gobernantes humanos, el cristiano no puede menos que compartir la opinión de Salomón: “El hombre ha dominado al hombre para perjuicio suyo”. (Eclesiastés 8:9.)
En vez de dar culto al Estado político, los cristianos adoran a Dios y lo reconocen como la fuente legítima de toda autoridad. Concuerdan con el salmista David, quien dijo: “A ti te pertenecen, oh Eterno, la magnificencia, el poder y la gloria, la victoria y el honor, porque todo lo que está en los cielos y en la tierra es tuyo. Tuyo, oh Eterno, es el reino. Tu eres excelso y soberano sobre todos”. (1 Crónicas 29:11, Nueva Reina-Valera.) Sin embargo, movidos por respeto a Dios, acatan la autoridad en los ámbitos civil y espiritual. En los siguientes artículos se examinará precisamente cómo pueden hacer esto con gozo y por qué deben hacerlo así.
[Notas a pie de página]
a Instituciones políticas y derecho constitucional, de Maurice Duverger, 1968, traducción de Jesús Ferrero.
b The Catholic Encyclopedia dice: “Este ‘derecho divino de los reyes’ (muy distinto de la doctrina que enseña que toda autoridad, sea monárquica o republicana, procede de Dios), nunca ha recibido la sanción de la Iglesia Católica. Durante la Reforma adoptó una modalidad sumamente hostil al catolicismo, con monarcas como los ingleses Enrique VIII y Jacobo I, que reclamaron la plenitud del poder en los ámbitos espiritual y civil”.
[Ilustración en la página 15]
La Iglesia Católica se arrogaba la autoridad de coronar emperadores y reyes
[Reconocimiento]
Consagración de Carlomagno: Bibliothèque Nationale (París)