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Decidido a ser un soldado de CristoLa Atalaya (estudio) 2017 | abril
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LA ISLA DEL TERROR
La inhóspita y desértica isla de Makrónisos está ubicada frente a la costa del Ática, a unos 50 kilómetros (30 millas) de Atenas. Solo mide 13 kilómetros (8 millas) de largo y 2,5 kilómetros (1,5 millas) en su punto más ancho. De 1947 a 1958, más de 100.000 personas fueron deportadas allí, entre ellas comunistas y supuestos comunistas, soldados de la resistencia y muchos testigos de Jehová.
Cuando llegué, a principios de 1949, los presos estaban repartidos en varios campos. Me pusieron en uno de baja seguridad con cientos de hombres. Unos 40 presos dormíamos en el suelo de una tienda que era en realidad para 10 personas. Bebíamos agua putrefacta y casi siempre comíamos lentejas y berenjenas. El polvo y el viento constantes hacían que la vida fuera insoportable. Pero por lo menos no teníamos que arrastrar rocas sin cesar de aquí para allá, una cruel tortura que dejó huella en la mente y el cuerpo de muchos otros prisioneros.
Con otros Testigos deportados a la isla de Makrónisos
Un día, mientras caminaba por la playa, me encontré con varios Testigos de otros campos. ¡Cuánto nos alegramos de vernos! Empezamos a reunirnos siempre que fuera posible, teniendo mucho cuidado para que no nos descubrieran. También predicábamos con discreción a otros prisioneros, y algunos llegaron a ser testigos de Jehová. Mantenernos ocupados de esa manera y persistir en la oración nos ayudó a permanecer fuertes en sentido espiritual.
LA PRUEBA DE FUEGO
Tras diez meses de “rehabilitación”, mis captores pensaron que ya era hora de que me pusiera el uniforme militar. Me negué, así que me llevaron a rastras ante el comandante del campo. Le di al hombre un documento que había escrito con estas palabras: “Yo solo soy soldado de Cristo”. El comandante me amenazó y me envió ante el segundo al mando, un arzobispo ortodoxo griego que iba engalanado con su atuendo religioso. Cuando le respondí al arzobispo todas sus preguntas citando textos de la Biblia, gruñó: “¡Llévenselo, es un fanático!”.
A la mañana siguiente, volvieron a ordenarme que me pusiera el uniforme. Como no quise, me dieron puñetazos y me golpearon con un palo. Luego me llevaron a la enfermería del campo para asegurarse de que no tuviera ningún hueso roto. De allí me arrastraron hasta mi tienda. Me hicieron esto todos los días durante dos meses.
Frustrados porque no lograron hacerme ceder, los soldados intentaron algo nuevo. Me ataron las manos a la espalda y me golpearon salvajemente las plantas de los pies con unas cuerdas. En medio de aquel horrible dolor, me acordé de las palabras de Jesús: “Felices son ustedes cuando los vituperen y los persigan [...]. Regocíjense y salten de gozo, puesto que grande es su galardón en los cielos; porque de esa manera persiguieron a los profetas antes de ustedes” (Mat. 5:11, 12). Al final, después de lo que me pareció una eternidad, me quedé inconsciente.
Desperté en una celda congelada. No tenía ni pan ni agua ni mantas. Aun así, me sentía en calma y tranquilo. Como promete la Biblia, “la paz de Dios” protegió mi mente y mi corazón (Filip. 4:7). Al día siguiente, un soldado muy amable me dio pan, agua y un abrigo. Y otro me dio su ración de comida. De esas y otras maneras, percibí el cuidado amoroso de Jehová.
Como las autoridades me consideraban un rebelde incorregible, me llevaron a Atenas para que me juzgara un tribunal militar. Allí me sentenciaron a tres años de prisión en Yíaros, una isla a unos 50 kilómetros (30 millas) al este de Makrónisos.
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