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Jehová ha sido mi refugioLa Atalaya 1996 | 1 de diciembre
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A poco de haberme casado, el hermano de mi madre vino de Estados Unidos a visitarnos. Dio la casualidad de que trajo consigo uno de los tomos de Estudios de las Escrituras, escrito por Charles Taze Russell. Se trataba de una publicación de los Estudiantes de la Biblia, conocidos actualmente por el nombre de testigos de Jehová.
Cuando Dimitris abrió el libro, reparó en un tema que le había inquietado desde niño: “¿Qué le ocurre al hombre cuando muere?”. En la escuela secundaria había interrogado a un teólogo griego ortodoxo sobre el asunto, pero su respuesta no lo había convencido. La explicación clara y lógica del libro le encantó tanto que fue derecho al café de la aldea, donde los hombres acostumbran reunirse, y contó lo que había aprendido de la Biblia.
Nos identificamos con la verdad bíblica
Por aquel entonces, principios de los años veinte, Grecia se encontraba en medio de otro conflicto bélico. Dimitris fue llamado a filas y enviado a Turquía continental, en Asia Menor. Como fue herido, lo enviaron de regreso a casa. Una vez curado, lo acompañé a Esmirna, en Asia Menor (actual Izmir, Turquía). En 1922 terminó la guerra súbitamente y tuvimos que huir; de hecho, escapamos de milagro a la isla de Samos en una embarcación bastante deteriorada. Al llegar a casa, nos arrodillamos y le dimos gracias a Dios, un Dios del que aún sabíamos muy poco.
A Dimitris lo nombraron enseguida profesor de una escuela en Vathi, la capital de la isla. Él seguía leyendo las publicaciones de los Estudiantes de la Biblia, y una noche lluviosa recibimos la visita de dos de ellos, procedentes de la isla de Quíos. Habían vuelto de Estados Unidos para servir de repartidores, nombre por el que se conocía a los evangelizadores de tiempo completo. Aquella noche se hospedaron en casa, y nos hablaron de muchas cosas relacionadas con los propósitos de Dios.
Después, Dimitris me dijo: “Penelope, sé que esta es la verdad, y debo seguirla. Esto significa que tengo que dejar de cantar en la Iglesia Ortodoxa y que no puedo ir a la iglesia con los alumnos”. Aunque nuestro conocimiento de Jehová era limitado, nuestro deseo de servirle era fuerte. De modo que le respondí: “Yo no seré un obstáculo para ti. Sigue adelante”.
Vacilando un poco, añadió: “Sí, pero cuando descubran el camino que hemos tomado, perderé el empleo”.
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Mi esposo, impresionado por el conocimiento del repartidor, le preguntó: “¿Cómo es que maneja la Biblia con tanta facilidad?”.
“Estudiamos la Biblia sistemáticamente”, respondió él, y abrió el maletín para sacar el libro de estudio El Arpa de Dios y mostrarnos cómo lo hacían. Teníamos tantas ansias de aprender que mi esposo y yo, el repartidor y otros dos hombres acompañamos de inmediato al tendero a su casa. El repartidor nos dio a cada uno un ejemplar del libro y enseguida comenzamos a estudiarlo. El estudio se prolongó hasta mucho después de la medianoche; luego, de madrugada, comenzamos a aprender los cánticos que entonaban los Estudiantes de la Biblia.
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Más tarde, en el verano, mi esposo y yo simbolizamos nuestra dedicación por bautismo en agua.
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Para ese tiempo despidieron a Dimitris de su empleo de maestro, y los prejuicios de la gente contra nosotros hicieron casi imposible que encontrara trabajo. No obstante, como yo sabía coser y Dimitris era un buen pintor, ganábamos lo suficiente para vivir. En 1928, mi esposo y los otros cuatro hermanos cristianos de Samos fueron sentenciados a dos meses de cárcel por predicar las buenas nuevas. Puesto que yo era la única Estudiante de la Biblia en libertad, pude llevarles alimento a la prisión.
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Para sufragar los gastos de la terapia, mi esposo tuvo que vender un terreno.
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Poco después nos visitó el superintendente viajante, quien se apenó mucho al verme en esta condición y saber que Dimitris no tenía trabajo. Bondadosamente nos ayudó a hacer los preparativos para establecernos en Mitilene, en la isla de Lesbos. Nos trasladamos allí en 1934, y Dimitris consiguió un empleo.
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Mi esposo pasó en total casi un año en prisión. Cuando nos preparábamos para el ministerio, por lo general proyectábamos pasar la noche detenidos en la comisaría. Con todo, Jehová nunca nos abandonó; siempre nos suministró el valor y las fuerzas necesarios para aguantar.
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Sin embargo, cuando mi esposo estaba en prisión, yo tenía que atravesar este sector para visitarlo. Un día lluvioso, una mujer me invitó a su hogar para preguntarme por qué estaba encarcelado mi marido. Le expliqué que era por predicar las buenas nuevas del Reino de Dios, y que él estaba sufriendo tal como Cristo había sufrido.
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A lo largo de los años, Jehová ha premiado los esfuerzos de mi esposo y los míos por servirle. El puñado de Testigos que había en Samos en los años veinte ha crecido hasta convertirse en dos congregaciones y un grupo, con un total aproximado de ciento treinta publicadores. Y en la isla de Lesbos hay cuatro congregaciones y cinco grupos, que suman cerca de cuatrocientos treinta proclamadores del Reino. Mi esposo proclamó el Reino de Dios hasta su muerte, en 1977. ¡Qué privilegio es ver a aquellos a quienes hemos ayudado participar aún con celo en el ministerio! Al lado de sus hijos, sus nietos y sus bisnietos, forman una gran muchedumbre de adoradores unidos de Jehová.
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Con su esposo en el año 1955
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