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“Tiempo de amar y tiempo de odiar”La Atalaya 2011 | 1 de diciembre
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Este segundo sentido es el que ahora nos interesa. Nos referimos a un profundo desagrado, un total aborrecimiento carente de malicia, rencor o intención de hacer daño. ¿Podrá Dios sentir esta clase de odio? Encontramos la respuesta en Proverbios 6:16-19: “Hay seis cosas que Jehová de veras odia; sí, siete son cosas detestables a su alma: ojos altaneros, una lengua falsa, y manos que derraman sangre inocente, un corazón que fabrica proyectos perjudiciales, pies que se apresuran a correr a la maldad, un testigo falso que lanza mentiras, y cualquiera que envía contiendas entre hermanos”.
Es obvio, entonces, que Dios odia ciertas prácticas. Pero ¿implica eso que también odia a la persona que las lleva a cabo? No necesariamente, pues él siempre tiene en cuenta posibles atenuantes, como las debilidades humanas, el entorno, la crianza y el desconocimiento (Génesis 8:21; Romanos 5:12).
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“Tiempo de amar y tiempo de odiar”La Atalaya 2011 | 1 de diciembre
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Ocasiones en que el odio está justificado
¿Qué ocurre si alguien que conoce la voluntad de Dios se niega a obedecerle? La persona que actúa así no se está ganando el amor de Dios, sino su desaprobación. Si practica a propósito lo que Él detesta, provoca su odio. Por ejemplo, la Biblia dice: “Jehová mismo examina al justo así como al inicuo, y Su alma ciertamente odia a cualquiera que ama la violencia” (Salmo 11:5). Dios no perdona a quienes no se arrepienten, como bien se indica en la carta del apóstol Pablo a los cristianos hebreos: “Si voluntariosamente practicamos el pecado después de haber recibido el conocimiento exacto de la verdad, no queda ya sacrificio alguno por los pecados, sino que hay cierta horrenda expectación de juicio y hay un celo ardiente que va a consumir a los que están en oposición” (Hebreos 10:26, 27). ¿Por qué adopta esta postura un Dios de amor?
Porque la maldad puede arraigarse y convertirse en parte inseparable del individuo que comete —a propósito y repetidas veces— un pecado grave. La persona podría corromperse hasta el punto de volverse depravada e incorregible. La Biblia la compara a un leopardo que no puede cambiar sus manchas (Jeremías 13:23). Este tipo de persona pierde la capacidad de arrepentirse y comete lo que la Biblia llama el “pecado eterno”, que es imperdonable (Marcos 3:29).
Ese fue el caso de Adán y Eva y también el de Judas Iscariote. El pecado de nuestros primeros padres no tenía excusa, pues eran perfectos y entendían claramente el explícito mandato que Dios les había dado. Ellos pecaron a propósito. Por todo esto, Dios en ningún momento los invitó a arrepentirse (Génesis 3:16-24). Aunque Judas era imperfecto, traicionó al propio Hijo de Dios, con quien tuvo un trato muy estrecho. Jesús mismo se refirió a él como “el hijo de destrucción” (Juan 17:12). Otro pecador impenitente, al que según la Biblia solo le espera destrucción, es el Diablo (1 Juan 3:8; Revelación [Apocalipsis] 12:12). Todos ellos se granjearon el odio divino.
Así y todo, consuela saber que la mayoría de los pecadores no son irreformables. Jehová es muy paciente y no disfruta castigando a quienes han pecado por desconocimiento (Ezequiel 33:11). Por eso anima a todo el mundo a arrepentirse de sus pecados y así obtener su perdón. Isaías 55:7 exhorta: “Deje el inicuo su camino, y el hombre dañino sus pensamientos; y regrese a Jehová, quien tendrá misericordia de él, y a nuestro Dios, porque él perdonará en gran manera”.
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