Cuando la vida no es fácil
ERA bastante joven cuando me vi obligada a enfrentarme con la dura realidad de la vida. Es probable que concuerde conmigo en que la vida en el mundo hoy es muy injusta. Lo es para todos tarde o temprano. Todos enfermamos. Es cierto que algunas personas envejecen sin haber padecido graves enfermedades, pero al final todos nos enfrentamos a la muerte.
Quizás yo piense en la muerte más de lo que debiera. No obstante, explicaré la razón y también por qué me he beneficiado en cierto modo de lo que me ha ocurrido.
A los 9 años de edad
Nací en septiembre de 1968 en Brooklyn (Nueva York), y era la menor de cinco hijos. Mi padre era minusválido, y mi madre trabajaba de cajera para mantenernos. Para cuando cumplí 9 años, mamá me notó una inflamación a un lado del estómago. Me llevó al centro de salud. La doctora palpó un gran bulto, y unos días más tarde ingresé en el Hospital del Condado de Kings.
Cuando mamá se fue, comencé a llorar de miedo. Al día siguiente, dos hombres vestidos de azul claro me llevaron en camilla al quirófano. Lo último que recuerdo haber visto antes de despertar en la sala de reanimación fue una luz cegadora encima de la cabeza y algo que me ponían sobre la boca. Los doctores lograron extirpar con éxito lo que llaman un tumor de Wilms (un tipo de cáncer), un riñón y parte del hígado.
Pasé cinco semanas en la unidad de cuidados intensivos. Los médicos me cambiaban los vendajes diariamente. Gritaba cuando me quitaban el esparadrapo. Con el fin de aliviar el dolor, los doctores hacían que alguien entrara para intentar distraerme. Recuerdo que esa persona solía hablarme mucho de ranas.
Tras salir de la unidad de cuidados intensivos, permanecí cuatro semanas más en el hospital. Durante ese tiempo comenzó el tratamiento de radioterapia. Era doloroso, no por la radiación en sí, sino porque debía tumbarme sobre el estómago, que todavía me dolía debido a la operación. Recibía radioterapia todos los días de lunes a viernes.
Cuando salí del hospital, a finales de noviembre de 1977, seguí recibiendo radioterapia como paciente ambulatoria. Al terminar este tratamiento, se comenzó la quimioterapia. Todos los días, de lunes a viernes, debía madrugar e ir al hospital para que me administraran unos medicamentos muy fuertes. El médico me inyectaba directamente en la vena. Me asustaban las agujas y lloraba, pero mamá me decía que tenía que pasar por todo eso para curarme.
Los efectos secundarios de la quimioterapia fueron horribles. Me daban náuseas y solía vomitar. El recuento hemático disminuyó y se me cayó todo el pelo.
Limitada por la enfermedad
El domingo de Pascua de la primavera siguiente nos estábamos preparando para ir a la iglesia cuando comencé a sangrar por la nariz debido al escaso recuento hemático. Aunque mis padres lo intentaron todo, seguía sangrando. Los médicos detuvieron la hemorragia taponándome la nariz con gasas; entonces comencé a sangrar por la boca. Me debilité mucho por la pérdida de sangre, y me ingresaron en el hospital. Para prevenir las infecciones, las visitas debían llevar guantes, mascarilla y una bata por encima de la ropa. En una semana el recuento sanguíneo había aumentado lo suficiente como para que me dieran de alta en el hospital.
La quimioterapia se reanudó de inmediato. No podía ir a la escuela, y la echaba mucho de menos. Añoraba a mis amigos y poder jugar en la calle con ellos. Tenía un tutor en casa, ya que los médicos opinaban que no debía asistir a la escuela mientras estuviera sometiéndome a la quimioterapia ni poco después de finalizar esta.
Ese verano quise visitar a mis abuelos en Georgia como tenía por costumbre, mas no me dejaron ir. No obstante, el hospital organizó una excursión para los enfermos de cáncer a un parque de atracciones de Nueva Jersey. A la vuelta estaba agotada, pero me había divertido.
Pese a haber terminado la quimioterapia a finales de 1978, continuaron dándome las clases en casa por más de tres años. Cuando regresé a la escuela, en enero de 1981, no me fue fácil ajustarme tras haber estudiado en casa tanto tiempo. En ocasiones me perdía buscando mi clase. Sin embargo, me encantaba la escuela. Me gustaban sobre todo la música, la mecanografía y la gimnasia. Algunos niños eran amigables; otros se reían de mí.
Un revés
“¿Estás embarazada?”, empezaron a preguntarme algunos muchachos. La pregunta se debía a una inflamación del estómago. El médico me dijo que no me preocupara, que era consecuencia de que el hígado estaba creciendo de nuevo. No obstante, después de un chequeo en marzo, el médico decidió ingresarme en el hospital. Comencé a llorar. Escasamente había podido asistir al colegio dos meses y medio.
Me hicieron una biopsia para extraer tejido de un tumor que había crecido en el hígado. Cuando desperté de la operación, la primera persona a quien vi fue mamá. Estaba llorando. Me dijo que tenía cáncer de nuevo, que el tumor era demasiado grande para extraerlo y que debería someterme a quimioterapia para reducirlo. Solo tenía 12 años.
Recibí la quimioterapia en el hospital, lo que significaba que debía ingresar dos o tres días cada pocas semanas. Como siempre, tuve náuseas y vómitos. La comida me parecía insípida y perdí todo el cabello. El tratamiento de quimioterapia continuó durante todo el año de 1981. Mientras tanto, en abril reanudé mis estudios en casa.
Cuando me ingresaron en el hospital para someterme a una operación, a comienzos de 1982, estaba tan débil que las enfermeras tuvieron que ayudarme a subir y bajar de la báscula. La quimioterapia redujo el tumor y los cirujanos pudieron extirparlo junto con otro pedazo del hígado. Tuve que quedarme en el hospital dos meses más. Hacia mediados de 1982 reanudé la quimioterapia, que continuó hasta principios de 1983.
Durante este tiempo estaba triste porque no podía ir a la escuela. Entonces volvió a crecerme el pelo y empecé a encontrarme bien otra vez. Me sentía feliz de estar viva.
Por fin, de vuelta a la escuela
Mi profesora particular se encargó de que pudiera graduarme del noveno grado escolar con la clase a la que había asistido brevemente en 1981. Estaba muy ilusionada; me alegraba volver a ver a mis amigos y hacer nuevas amistades. Cuando llegó la graduación, en el mes de junio de 1984, tomé fotografías de mis amigos y profesores, y mi familia me sacó fotografías para tener un recuerdo de este acontecimiento especial.
Aquel verano fui a visitar a mis abuelos en Georgia y me quedé con ellos la mayor parte del verano. A mi regreso, a finales de agosto, ya era tiempo de prepararme para la escuela. Sí, por fin iba a regresar al colegio. ¡Era tan emocionante!
Curiosidad religiosa
Dawn y Craig eran distintos de los demás estudiantes y me sentía atraída a ellos. Sin embargo, cuando les di unos regalos de Navidad, me dijeron que no celebraban la fiesta. “¿Son judíos?”, les pregunté. Craig me explicó que eran testigos de Jehová y que la Navidad no era cristiana. Me dio algunos ejemplares de La Atalaya y ¡Despertad! sobre el tema para que los leyera.
Sentía curiosidad por su religión, que parecía tan diferente. Cuando iba a la iglesia, siempre oía lo mismo: “Cree en Jesucristo, bautízate e irás al cielo”. Pero eso parecía demasiado fácil. Había llegado al convencimiento de que cuando las cosas son demasiado fáciles, o se es un genio o es que algo va mal. Sabía que yo no era ningún genio, así que llegué a la conclusión de que algo iba mal con las enseñanzas de la Iglesia.
Después de algún tiempo, Craig comenzó a estudiar la Biblia conmigo durante las pausas para el almuerzo. Un día me invitó a una asamblea de los testigos de Jehová, y asistí. Logré encontrar a Craig y me senté con él y su familia. Lo que vi me impresionó: personas de diferentes razas adorando a Dios juntas en unidad. También me impresionó lo que escuché.
Al comenzar el nuevo curso, a Craig y a mí no nos fue posible seguir estudiando juntos porque no teníamos el mismo horario de pausas para la comida. La madre de Craig llamó a la mía con el fin de continuar ella el estudio conmigo, pero mamá le dijo que no. Más tarde, me dio permiso para asistir a las reuniones cristianas. Llamé a un Salón del Reino que aparecía en el directorio telefónico y me enteré de que la reunión comenzaba a las 9.00 de la mañana del domingo. El día anterior recorrí unas treinta manzanas hasta el Salón del Reino para cerciorarme de que conocía el camino.
A la mañana siguiente, cuando llegué al Salón, un hombre me preguntó si era de otra congregación. Le dije que era mi primera visita, pero que había estudiado durante algún tiempo. Amablemente me invitó a sentarme con él y con su esposa. Las reuniones eran muy diferentes a las de la iglesia. Me sorprendía lo dispuestos que estaban algunos a comentar durante la sesión de preguntas y respuestas. Incluso los niños ofrecían comentarios. Yo también levanté la mano y respondí a una pregunta. Desde ese momento en adelante, asistí a las reuniones y continué progresando en el conocimiento de las verdades bíblicas.
Un nuevo revés
En diciembre de 1986, durante el último año de escuela superior, me sometí a un chequeo rutinario. Lo que el médico me vio en el pulmón derecho le hizo sospechar y me pidió que regresara para hacerme más radiografías. Cuando me enteré de que las radiografías indicaban que algo iba muy mal, me eché a llorar.
Me hicieron una biopsia; el médico efectuó una punción para extraer una muestra del tumor que había en el pulmón. El tumor era cancerígeno. En realidad, había tres tumores, uno de ellos bastante grande situado cerca de las arterias del corazón. Después de hablar con el médico, decidimos que tomaría dos fármacos experimentales de quimioterapia para reducir el tamaño de los tumores antes de operar. Los efectos secundarios serían los acostumbrados: pérdida completa del cabello, náuseas, vómitos y disminución en el recuento hemático.
Al principio me sentí deprimida, pero comencé a orar mucho a Jehová, y eso me fortaleció. Faltaban menos de seis meses para mi graduación. Los profesores se mostraron comprensivos y amables; tan solo pidieron que presentara una justificación médica y que intentara mantenerme al día con mis tareas.
La escuela no era fácil
Además del reto que suponía hacer las tareas escolares estando tan enferma, había comenzado a perder el cabello. Me compré una peluca, y mis compañeros de clase decían que tenía un pelo muy bonito. No sabían que era una peluca. Sin embargo, un muchacho se dio cuenta. Cada vez que entraba en la clase, escribía la palabra “peluca” en el tablero, y él y sus amigos se reían y hacían chistes de ello. Todas estas burlas me deprimieron.
Entonces, cierto día alguien me quitó la peluca por detrás en mitad de un pasillo abarrotado de gente. Me giré rápidamente y la recogí, pero un buen número de muchachos ya habían visto mi cabeza calva, por lo que me sentí muy herida. Me senté en unas escaleras y me eché a llorar. Al día siguiente pude ver en las caras de algunos estudiantes pena por lo ocurrido. Unos compañeros me dijeron que una muchacha había pagado a otro estudiante para que me quitara la peluca.
Mi postura respecto a la sangre no fue fácil
Con la quimioterapia, mi recuento sanguíneo bajó mucho. Para empeorar las cosas, en ocasiones sangraba por la nariz dos o tres veces al día. No estaba bautizada, pero tomé una decisión firme y dije que, como testigo de Jehová, no aceptaría sangre. (Hechos 15:28, 29.) Mi hermana mayor hizo que una de mis sobrinitas me dijera que no quería que me muriera. Mi padre estaba enfadado y me exigía que aceptara sangre, y mamá no hacía más que repetirme que Dios me perdonaría si aceptaba una transfusión.
Al mismo tiempo, los médicos me advirtieron que con un recuento hemático tan bajo, podía sufrir un ataque cardíaco o una apoplejía. Puesto que estaba decidida a permanecer firme, me hicieron firmar un documento en el que declaraba que si moría, ellos no serían responsables. En poco tiempo me había recuperado lo suficiente como para regresar a casa y volver a la escuela. No obstante, por causa de mi bajo recuento hemático, los médicos decidieron que me sometiera a radioterapia en lugar de quimioterapia. Estuve yendo al tratamiento todos los días después de clase desde finales de abril hasta principios de junio de 1987.
Graduación y bautismo
Mi graduación fue una ocasión especial. Mi hermana me ayudó a comprar un vestido y adquirí una peluca nueva. Mamá y mis dos hermanas estuvieron presentes, y después nos fuimos juntas para disfrutar de una comida memorable.
Por aquel tiempo no recibía ni quimioterapia ni radiaciones. Pero unas pocas semanas más tarde, llamó el doctor pidiendo que regresara al hospital para otro ciclo de quimioterapia. No quería ir, porque una semana después iba a asistir a la asamblea de distrito de los testigos de Jehová en el Estadio Yanqui, en la ciudad de Nueva York. Sin embargo, mamá dijo que continuara con el tratamiento hasta que lo terminara, y así lo hice.
Estaba muy ilusionada con la asamblea, pues el sábado 25 de julio de 1987 iba a bautizarme. La policía nos escoltó hasta la playa de Orchard, donde se iba a efectuar el bautismo. Tras bautizarme, regresé al estadio para escuchar el resto del programa del día. Aquella noche me sentía muy cansada; aun así, el domingo por la mañana me preparé para asistir al último día de asamblea.
Me enfrento de nuevo a la cuestión de la sangre
La tarde siguiente ingresé en el hospital con 39 °C de fiebre, una infección renal y un recuento hemático muy bajo. El médico me amenazó con obtener una orden judicial y ponerme sangre a la fuerza si me negaba a firmar el documento en el que autorizaba una transfusión. Estaba muy asustada. Mi familia me presionaba; mi hermana llegó a ofrecerme su sangre, pero dije que no la aceptaría.
Oré mucho a Jehová para que me ayudara a aguantar. Gracias a Dios, mi recuento hemático comenzó a subir y cesó la presión para que aceptara sangre. Aunque necesitaba continuar con la quimioterapia, no me quedaban venas que sirvieran. Por eso, un cirujano me practicó una pequeña incisión bajo la clavícula a fin de insertar la aguja por la que introduciría la medicación.
Al hablar sobre la extracción del tumor del pulmón, el cirujano dijo que no utilizaría sangre salvo en caso de emergencia. Mamá me pidió mi aprobación, que otorgué. Pero más tarde empecé a sentirme mal porque en realidad me había mostrado dispuesta a aceptar sangre. Desde ese momento comencé a buscar un cirujano que me garantizara que no utilizaría sangre. La búsqueda parecía inútil, pero al final encontré uno que convino en operarme, fijándose la intervención para enero de 1988.
El médico no me aseguró que sobreviviría. Es más, la noche anterior a la operación entró en mi habitación y dijo: “Intentaré operar”. Estaba asustada; solo tenía 19 años y no quería morir. Sin embargo, se extrajeron los tres tumores sin contratiempos, junto con dos terceras partes del pulmón. Fue notable el que solo permaneciera una semana en el hospital. Después de dos meses y medio de recuperación en casa, volví al tratamiento de quimioterapia, con los efectos secundarios habituales.
Por aquella época mi padre también enfermó de cáncer, y una noche, pocos meses más tarde, mamá lo encontró muerto en el dormitorio. Después de su fallecimiento, comencé a asistir a una escuela profesional para aprender secretariado. Iba bien en sentido físico, académico y espiritual, y hasta servía de precursora auxiliar (ministra temporal de tiempo completo).
Otro revés más
En abril de 1990 asistí al banquete de bodas de mi hermano en Augusta (Georgia). Allí mi hermano me dijo: “Tienes una pierna muy inflamada”.
—¿A qué crees que se deba? —le pregunté.
—No lo sé —respondió.
—Posiblemente sea un tumor —le dije.
Al regresar a Nueva York, fui al médico. Una biopsia realizada con anestesia local reveló un nuevo tumor de Wilms en la pantorrilla izquierda. Las pruebas mostraron que el hueso no estaba afectado, pero el tumor era demasiado grande para extirparlo. Por eso se siguió el tratamiento normal de quimioterapia.
Al poco tiempo no podía dejar de vomitar; tenía una oclusión intestinal. Una operación de emergencia consiguió aliviarla. De todas formas, los intestinos estaban retorcidos, de modo que fue necesaria otra operación. El nivel de hemoglobina bajó casi hasta 4 y el médico insistió: “Tienes que aceptar sangre. Vas a morir. Lo más seguro es que no pases de esta noche”. Tuve pesadillas sobre tumbas y muerte.
Para octubre ya me había recuperado lo suficiente como para que me extrajeran el tumor. También me quitaron cerca del 70% de la pantorrilla. Dudaban de que volviera a caminar. Pero necesitaba caminar para moverme por Nueva York. De modo que con terapia y determinación comencé a caminar: primero con la ayuda de un andador, luego con muletas, después con un bastón y finalmente con un aparato ortopédico que me permitía tener las manos libres para utilizar la Biblia en el ministerio de casa en casa. Durante la quimioterapia, bajé de peso hasta quedarme en 27 kilogramos. Mido 1,55 metros y mi peso normal es de 54 kilogramos. A medida que iba recuperando peso y tejido muscular en la pierna, los médicos me agrandaban el aparato ortopédico. Por fin, cuando me acerqué a mi peso normal, me hicieron un aparato nuevo.
La vida sigue sin ser fácil
En el verano de 1992, ya tenía una apariencia normal e incluso me hacía ilusión la posibilidad de ser precursora auxiliar. En noviembre recibí una carta que me hizo sentir la persona más feliz del mundo. Decía que la historia de mi vida podría animar a otros y se me invitaba a relatarla para la revista ¡Despertad! Mi alegría se trastocó en tristeza a la semana siguiente.
Una radiografía rutinaria del tórax mostró algunos tumores en el único pulmón sano. Lloré una y otra vez. Había superado la pérdida de un riñón, parte del hígado, la mayor parte del pulmón izquierdo y parte de una pierna, pero nadie puede sobrevivir sin ambos pulmones. De nuevo mi familia y mis amigos estuvieron ahí para apoyarme, y decidí combatir la enfermedad una vez más.
Comencé el tratamiento de quimioterapia para reducir el tamaño de los tumores. Un médico pensó que podrían extirparse salvando el pulmón. En marzo de 1993 entré en el quirófano. Después me dijeron que solo echaron un vistazo y volvieron a cerrar. No podían extirpar los tumores sin extraer el pulmón. Desde entonces he estado recibiendo un tratamiento fuerte de quimioterapia en un intento de destruir los tumores.
¿Entienden ahora por qué pienso con tanta frecuencia en la muerte? ¿Habría pensado tanto en el porqué de la muerte y la esperanza para el futuro si mi vida hubiera sido fácil? No estoy segura. No obstante, de lo que sí estoy segura es que lo verdaderamente importante no es si vivimos o morimos ahora, sino ganar la bendición de Jehová Dios, Aquel que puede darnos vida eterna. Pensar en la esperanza de la vida en su nuevo mundo, arrojar mis cargas sobre él y mantenerme cerca de amigos que comparten mi esperanza me han ayudado a aguantar. (Salmo 55:22; Revelación 21:3, 4.)
Me alegra que otros jóvenes tengan salud. Espero que mi relato mueva a muchos de ellos a utilizarla, no en búsquedas vanas, sino con sabiduría en el servicio a Jehová. ¡Qué maravilloso será disfrutar de buena salud por siempre en el nuevo mundo de Dios! No harán falta más médicos, hospitales, agujas o tubos; no, nada nos recordará a este viejo mundo enfermo y moribundo.—Relatado por Kathy Roberson.
[Fotografía en la página 21]
Mi graduación del noveno grado
[Fotografía en la página 23]
Ayudando en el servicio de alimentación durante una asamblea de circuito en Nueva York