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  • Un tesoro inapreciable que compartir
    La Atalaya 1995 | 1 de enero
    • TRANSCURRÍA el año 1953, y en Malta no se reconocía legalmente la predicación de los testigos de Jehová. El año anterior nos habíamos graduado de la Escuela Bíblica de Galaad de la Watchtower, y se nos había asignado a Italia. Después de estudiar italiano por algún tiempo, estábamos ansiosos por conocer lo que nos esperaba en Malta.

  • Un tesoro inapreciable que compartir
    La Atalaya 1995 | 1 de enero
    • En septiembre de 1951 nos invitaron a Francis y a mí a la clase 18 de Galaad. El día de la graduación, 10 de febrero de 1952, después de cinco intensos meses de preparación, el presidente de la escuela, Nathan H. Knorr, pronunció en orden alfabético los nombres de los países a los que se nos iba a enviar. Cuando dijo: “Italia, hermano y hermana Malaspina”, empezamos a viajar mentalmente.

      Unas cuantas semanas después, embarcamos en Nueva York rumbo a Génova (Italia), un viaje de diez días. Giovanni DeCecca y Max Larson, del personal de la central de Brooklyn, estaban en el muelle para despedirnos. En Génova nos recibieron unos misioneros que conocían bien los intrincados procedimientos de entrada al país.

      Emocionados por todo lo que nos rodeaba, viajamos en tren hasta Bolonia. La que vimos al llegar fue una ciudad aún desfigurada por los bombardeos de la II Guerra Mundial. Pero también había muchas cosas agradables, como el irresistible aroma de café tostado que llenaba el aire por las mañanas, y el olor a especias de las deliciosas salsas que se preparaban para muchos diferentes tipos de pasta.

      Alcanzamos una meta

      Empezamos a predicar utilizando una presentación que habíamos aprendido de memoria, y la pronunciábamos hasta que se aceptaba el mensaje o se cerraba la puerta. El deseo de expresarnos nos motivó a estudiar el idioma con diligencia. A los cuatro meses se nos asignó a un nuevo hogar misional ubicado en Nápoles.

      Esta enorme ciudad se destaca por sus vistas maravillosas. Disfrutamos del servicio en ese lugar; pero al cabo de otros cuatro meses, mi esposo fue asignado a la obra de circuito, y visitamos congregaciones desde Roma hasta Sicilia. Con el tiempo también visitamos Malta e incluso Libia, en el norte de África.

      En aquellos años, los viajes en tren desde Nápoles hasta Sicilia eran una prueba de resistencia física. Los trenes iban abarrotados, y teníamos que quedarnos de pie en el pasillo, en ocasiones hasta seis u ocho horas. Esta circunstancia nos daba la oportunidad de estudiar a la gente. Muchas veces un garrafón de vino casero servía de asiento a su propietario, que de vez en cuando saciaba la sed con su contenido durante el largo viaje. Algunos pasajeros amables solían compartir el pan y el salami con nosotros, un gesto de hospitalidad y bondad que agradecíamos mucho.

      En Sicilia nos recogían los hermanos y nos llevaban las maletas a lo alto de una montaña, en un ascenso ininterrumpido de tres horas y media hasta la congregación que se hallaba en la cumbre. La afectuosa bienvenida de nuestros hermanos cristianos nos hacía olvidar el cansancio. A veces íbamos en mulas de paso seguro, pero nunca mirábamos hacia abajo, donde hubiéramos terminado al menor traspié de la mula. La firme postura de nuestros hermanos a favor de la verdad bíblica a pesar de sus dificultades nos fortalecía, y el amor que nos mostraron nos hizo agradecer estar con ellos.

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