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  • ¿Por qué debería Jehová tener testigos?
    Los testigos de Jehová, proclamadores del Reino de Dios
    • Capítulo 1

      ¿Por qué debería Jehová tener testigos?

      EN TODO el mundo se conoce a los testigos de Jehová por su persistencia en hablar a gente de todo lugar acerca de Jehová Dios y su Reino. También tienen la reputación de adherirse a sus creencias frente a todo tipo de oposición, incluso ante la muerte.

      “Las principales víctimas de la persecución religiosa en Estados Unidos durante este siglo XX han sido los testigos de Jehová”, dice el libro The Court and the Constitution (El Tribunal y la Constitución), de Archibald Cox (1987). “Por todo el mundo los gobiernos han hostigado y perseguido [...] a los testigos de Jehová —dice Tony Hodges—. En la Alemania nazi los reunieron y los enviaron a campos de concentración. Durante la II Guerra Mundial se proscribió la Sociedad [Watch Tower] en Australia y Canadá. [...] En la actualidad [en los años setenta] se hostiga a los testigos de Jehová en África” (Jehovah’s Witnesses in Africa, edición de 1985).

      ¿A qué se debe la persecución? ¿Qué objetivo tiene la predicación? ¿Han sido realmente comisionados por Dios los testigos de Jehová? ¿Por qué debería Jehová tener testigos, y por qué habrían de ser estos testigos humanos imperfectos? Las respuestas se relacionan con cuestiones que se están viendo en una causa judicial que afecta al universo entero, sin duda la más importante que jamás se vaya a debatir. Tenemos que examinar estas cuestiones para entender por qué tiene Jehová testigos y qué hace que estos estén dispuestos a aguantar hasta la oposición más intensa.

      Se ha desafiado la soberanía de Jehová

      Estas importantísimas cuestiones se relacionan con lo justo de la soberanía, o gobernación suprema, de Jehová Dios. Él es el Soberano Universal en virtud de ser el Creador, Dios y el Todopoderoso. (Gén. 17:1; Éxo. 6:3; Rev. 4:11.) Por eso, domina con derecho sobre todo lo que hay en el cielo y la Tierra. (1 Cró. 29:12, nota.) No obstante, siempre ejerce su soberanía con amor. (Compárese con Jeremías 9:24.) Entonces, ¿qué pide él a cambio de sus criaturas inteligentes? Que le amen y demuestren aprecio por su soberanía. (Sal. 84:10.) Sin embargo, hace miles de años se lanzó un desafío a la soberanía justa y legítima de Jehová. ¿Cómo? ¿Quién lo hizo? Génesis, el primer libro de la Biblia, arroja luz sobre este asunto.

      Ese libro informa que Dios creó a la primera pareja, Adán y Eva, y le dio un hermoso hogar jardín. Además, le impuso este mandato: “De todo árbol del jardín puedes comer hasta quedar satisfecho. Pero en cuanto al árbol del conocimiento de lo bueno y lo malo, no debes comer de él, porque en el día que comas de él, positivamente morirás”. (Gén. 2:16, 17.) ¿Qué era el “árbol del conocimiento de lo bueno y lo malo”, y qué significaría comer de su fruto?

      Se trataba de un árbol literal, pero Dios lo empleó con un propósito simbólico. Ya que lo había llamado el “árbol del conocimiento de lo bueno y lo malo” y había mandado a la primera pareja humana que no comiera de él, el árbol era un símbolo apropiado del derecho divino de determinar para los humanos lo que es “bueno” (que agrada a Dios) y lo que es “malo” (que desagrada a Dios). Así, la presencia de aquel árbol sometía a prueba el respeto del hombre a la soberanía divina. Lamentablemente, la primera pareja humana desobedeció y comió del fruto prohibido. Fracasó en esa prueba sencilla, pero completa, de obediencia y aprecio. (Gén. 3:1-6.)

      Aquel acto aparentemente sin importancia constituyó una rebelión contra la soberanía de Jehová. ¿Por qué? El entender cómo estamos hechos es una clave para comprender el significado de lo que hicieron Adán y Eva. Cuando Jehová creó a la primera pareja humana, les dio un don maravilloso: el libre albedrío. Como complemento de ese don, Jehová los capacitó con facultades mentales de percepción, razón y juicio. (Heb. 5:14.) No eran como autómatas sin mente, ni como animales, que obran principalmente por instinto. Sin embargo, su libertad era relativa, estaba sujeta al dominio de las leyes de Dios. (Compárese con Jeremías 10:23, 24.) Adán y Eva escogieron comer del fruto prohibido. De ese modo, usaron mal su libertad. ¿Qué los llevó a actuar así?

      La Biblia explica que un espíritu, una criatura celestial de Dios, había adoptado deliberadamente un proceder de oposición y resistencia a Dios. Esta criatura, conocida después por el nombre de Satanás, habló en Edén por medio de una serpiente y alejó a Eva, y mediante ella a Adán, de la sujeción a la soberanía de Dios. (Rev. 12:9.) Al comer del árbol, Adán y Eva antepusieron su propio juicio al de Dios, y así indicaron que deseaban juzgar por sí mismos lo que era bueno y lo que era malo. (Gén. 3:22.)

      Por lo tanto, la cuestión que se planteó fue: ¿Tiene Jehová el derecho de gobernar a la humanidad, y ejerce su soberanía para el beneficio de sus súbditos? Esta cuestión estaba claramente implícita en las palabras que la serpiente dirigió a Eva: “¿Es realmente el caso que Dios ha dicho que ustedes no deben comer de todo árbol del jardín?”. Se daba a entender que Dios, actuando con maldad, retenía algo bueno de la mujer y su esposo. (Gén. 3:1.)

      La rebelión de Edén planteó otra cuestión. ¿Pueden los humanos ser fieles a Dios si se les somete a prueba? Esta cuestión relacionada se aclaró veinticuatro siglos después en el caso del hombre fiel Job. Satanás, la ‘voz’ que estaba detrás de la serpiente, desafió cara a cara a Jehová diciendo: “¿Ha temido Job a Dios por nada?”. Satanás alegó: “¿No has puesto tú mismo un seto protector alrededor de él y alrededor de su casa y alrededor de todo lo que tiene en todo el derredor? La obra de sus manos has bendecido, y su ganado mismo se ha extendido en la tierra”. Satanás dio a entender así que el motivo de la rectitud de Job era el egoísmo. Además, afirmó: “Piel en el interés de piel, y todo lo que el hombre tiene lo dará en el interés de su alma”. Puesto que, como Jehová había dicho, ‘no había ninguno como Job en la tierra’, lo que Satanás en realidad alegaba era que podía apartar de Dios a cualquiera de Sus siervos. (Job 1:8-11; 2:4.) De este modo se desafió indirectamente la integridad y lealtad a la soberanía de Jehová de todos los siervos de Dios.

      Una vez planteadas las cuestiones, tenían que resolverse. El tiempo que ha pasado —ya unos seis mil años— y el gran fracaso de los gobiernos humanos muestran claramente que la humanidad necesita la soberanía de Dios. Pero ¿la quiere? ¿Hay personas que demuestren que reconocen sinceramente la soberanía justa de Jehová? ¡Sí! ¡Jehová tiene sus testigos! Pero antes de analizar el testimonio de estos, examinemos lo que implica ser testigo.

      Lo que significa ser testigo

      Las palabras de los idiomas originales que se han traducido “testigo” ayudan a entender lo que significa ser un testigo en favor de Jehová. El sustantivo que en las Escrituras Hebreas se traduce “testigo” (‘edh) se deriva de un verbo (‘udh) que significa “regresar” o “repetir, hacer de nuevo”. En cuanto al sustantivo (‘edh), el Theological Wordbook of the Old Testament (Vocabulario teológico del Antiguo Testamento) dice: “Un testigo es la persona que, mediante reiteración, afirma enfáticamente su testimonio. La palabra [‘edh] es común en el lenguaje judicial”. Una obra sobre el origen de las palabras hebreas, A Comprehensive Etymological Dictionary of the Hebrew Language for Readers of English, añade: “El significado orig[inal] [del verbo ‘udh] prob[ablemente] era ‘dijo vez tras vez y convincentemente’”.

      En las Escrituras Cristianas, las palabras griegas traducidas “testigo” (már·tys) y “dar testimonio” (mar·ty·ré·o) también tenían una connotación jurídica, aunque con el tiempo adquirieron un significado más amplio. Según el Theological Dictionary of the New Testament (Diccionario teológico del Nuevo Testamento), “el concepto de testigo [se usa] tanto en el sentido de testificar de hechos que se pueden probar como en el de dar testimonio de verdades, i.e., la divulgación y confesión de las convicciones”. Por lo tanto, un testigo puede relatar hechos que conoce directa y personalmente, o proclamar puntos de vista o verdades de los que está convencido.a

      El proceder fiel de los cristianos del siglo primero añadió un matiz más al significado de “testigo”. Muchos cristianos primitivos testificaron en medio de persecución y en peligro de muerte. (Hech. 22:20; Rev. 2:13.) Como resultado, alrededor del siglo II E.C. el término griego para testigo (már·tys, del que también se deriva la palabra “mártir”) adquirió el significado que se aplicaba a quienes estaban dispuestos a “sellar con la muerte la seriedad de su testimonio o confesión”. No se les llamó testigos porque murieran; murieron porque eran testigos leales.

      Entonces, ¿quiénes fueron los primeros testigos de Jehová? ¿Quiénes estuvieron dispuestos a proclamar “vez tras vez y convincentemente” —con sus palabras y su modo de vivir— que Jehová es el Soberano justo que merece gobernar? ¿Quiénes estuvieron dispuestos a mantenerse íntegros a Dios hasta la misma muerte?

      Los primeros testigos de Jehová

      El apóstol Pablo dice: “Tenemos tan grande nube [gr.: né·fos, que denota una masa nubosa] de testigos que nos cerca”. (Heb. 12:1.) Esta ‘masa nubosa’ de testigos empezó a formarse poco después de la rebelión contra la soberanía de Dios en Edén.

      En Hebreos 11:4 Pablo identifica a Abel como el primer testigo de Jehová al decir: “Por fe Abel ofreció a Dios un sacrificio de mayor valor que el de Caín, por la cual fe se le dio testimonio de que era justo, pues Dios dio testimonio respecto a sus dádivas; y por ella, aunque murió, todavía habla”. ¿De qué manera sirvió Abel de testigo en favor de Jehová? La respuesta gira en torno a la razón por la que el sacrificio de Abel era “de mayor valor” que el de Caín.

      Dicho de manera sencilla, Abel hizo la ofrenda apropiada con buen motivo y la apoyó con obras correctas. Ofreció como dádiva un sacrificio animal, en el que la sangre representaba la vida de las primicias de su rebaño, mientras que Caín ofreció productos inanimados. (Gén. 4:3, 4.) El sacrificio de Caín no tenía como motivación la fe, que fue lo que hizo aceptable la ofrenda de Abel. Caín tenía que modificar su adoración. Pero en vez de eso, mostró una mala actitud de corazón al rechazar el consejo y la advertencia de Dios y asesinar al fiel Abel. (Gén. 4:6-8; 1 Juan 3:11, 12.)

      Abel tuvo la fe de que carecían sus padres. Mediante su proceder fiel, dio a conocer su convicción de que la soberanía de Jehová es justa y él merece ejercerla. Durante los aproximadamente cien años que vivió, Abel demostró que un hombre puede ser fiel a Dios hasta el punto de sellar su testimonio con la muerte. Y su sangre sigue ‘hablando’, porque el relato inspirado de su martirio se conservó en la Biblia para las generaciones futuras.

      Unos cinco siglos después de la muerte de Abel, Enoc empezó a ‘andar con Dios’, siguiendo un proceder acorde con las normas de Jehová sobre lo bueno y lo malo. (Gén. 5:24.) Para entonces, el rechazo de la soberanía de Dios había llevado a un aumento de las prácticas impías en la humanidad. Enoc estaba convencido de que el Soberano Supremo obraría contra los impíos, y el espíritu de Dios lo movió a proclamar la destrucción futura de aquellas personas. (Jud. 14, 15.) Enoc fue un testigo fiel hasta la muerte, porque Jehová “lo tomó”, lo que parece indicar que lo eximió de una muerte violenta a manos de sus enemigos. (Heb. 11:5.) El nombre de Enoc pudo añadirse así a la lista creciente de la ‘gran nube de testigos’ de la era precristiana.

      Un espíritu de impiedad siguió impregnando la actividad humana. Durante la vida de Noé, quien nació unos setenta años después de la muerte de Enoc, ciertos hijos angelicales de Dios vinieron a la Tierra —obviamente materializados en forma humana— y cohabitaron con mujeres atractivas. Su prole llegó a ser conocida como los nefilim; eran gigantes que vivieron entre los hombres. (Gén. 6:1-4.) ¿En qué resultó esta unión contranatural de criaturas celestiales con humanos, y el que de ella surgiera una raza híbrida? El relato inspirado contesta: “Por consiguiente, Jehová vio que la maldad del hombre abundaba en la tierra, y que toda inclinación de los pensamientos del corazón de este era solamente mala todo el tiempo. De modo que Dios vio la tierra y, ¡mire!, estaba arruinada, porque toda carne había arruinado su camino sobre la tierra”. (Gén. 6:5, 12.) ¡Qué triste que la Tierra, el escabel de los pies de Dios, estuviera “llena de violencia”! (Gén. 6:13; Isa. 66:1.)

      Por contraste, “Noé fue hombre justo”, alguien que “resultó exento de tacha entre sus contemporáneos”. (Gén. 6:9.) Demostró su sumisión a la soberanía de Dios al hacer ‘tal como Dios le había mandado’. (Gén. 6:22.) Obró con fe y “construyó un arca para la salvación de su casa”. (Heb. 11:7.) Pero Noé no se limitó a ser un constructor; como “predicador [o heraldo] de justicia”, advirtió de la destrucción venidera. (2 Ped. 2:5.) Sin embargo, a pesar de su testimonio valeroso, aquella generación malvada ‘no hizo caso hasta que vino el diluvio y los barrió a todos’. (Mat. 24:37-39.)

      Después del tiempo de Noé, Jehová tuvo testigos entre los patriarcas posdiluvianos. Se menciona a Abrahán, Isaac, Jacob y José entre los primeros de la nube de testigos precristianos. (Heb. 11:8-22; 12:1.) Al mantenerse íntegros, demostraron que apoyaban la soberanía de Jehová. (Gén. 18:18, 19.) Así contribuyeron a santificar Su nombre. En vez de buscar seguridad en algún reino terrestre, “declararon públicamente que eran extraños y residentes temporales en la tierra”, y con fe ‘esperaron la ciudad que tiene fundamentos verdaderos, cuyo edificador y hacedor es Dios’. (Heb. 11:10, 13.) Aceptaban a Jehová como su gobernante y ponían su esperanza en el Reino celestial prometido como expresión de Su justa soberanía.

      En el siglo XVI a.E.C., los descendientes de Abrahán eran esclavos que necesitaban la liberación del cautiverio en Egipto. Fue entonces cuando Moisés y su hermano Aarón se convirtieron en figuras clave de una ‘batalla de los dioses’. Se presentaron ante Faraón y le entregaron el ultimátum de Jehová: “Envía a mi pueblo”. No obstante, el orgulloso Faraón endureció su corazón; no quería perder una gran nación de esclavos. “¿Quién es Jehová —respondió—, para que yo obedezca su voz y envíe a Israel? No conozco a Jehová en absoluto y, lo que es más, no voy a enviar a Israel.” (Éxo. 5:1, 2.) Con aquella respuesta despectiva, Faraón, supuestamente un dios viviente, rehusó reconocer a Jehová como Dios.

      Puesto que se había planteado la cuestión de la divinidad, Jehová procedió entonces a probar que es el Dios verdadero. Faraón, valiéndose de sus sacerdotes practicantes de magia, recurrió a todo el poder de los dioses de Egipto en desafío al poder de Jehová. Pero Jehová envió diez plagas, cada una anunciada por Moisés y Aarón, para demostrar que él dominaba los elementos y a las criaturas de la Tierra y que era superior a los dioses de Egipto. (Éxo. 9:13-16; 12:12.) Después de la décima plaga, Jehová sacó de Egipto a Israel por “mano fuerte”. (Éxo. 13:9.)

      Se requirió mucho valor y fe por parte de Moisés, el “más manso de todos los hombres”, para presentarse ante Faraón, no una vez, sino varias veces. (Núm. 12:3.) Sin embargo, Moisés nunca suavizó el mensaje que Jehová le había mandado entregar a Faraón. ¡Ni siquiera la amenaza de muerte logró silenciar su testimonio! (Éxo. 10:28, 29; Heb. 11:27.) Moisés fue un testigo en el sentido exacto de la palabra; testificó “vez tras vez y convincentemente” que Jehová es Dios.

      Después que los israelitas fueron liberados de Egipto, en 1513 a.E.C., Moisés escribió el libro de Génesis. Así empezó una nueva era: la de la escritura de la Biblia. Como al parecer Moisés fue el escritor del libro de Job, entendía en cierta medida la cuestión que existía entre Dios y Satanás. Pero a medida que avanzara la escritura de la Biblia, las cuestiones relacionadas con la soberanía de Dios y la integridad del hombre se escribirían claramente; así, todas las personas afectadas podrían conocer por completo las grandes cuestiones implicadas. Mientras tanto, en 1513 a.E.C., Jehová dio los pasos preliminares para producir una nación de testigos.

      Una nación de testigos

      Al tercer mes de la salida de los israelitas de Egipto, Jehová los admitió en una relación especial de pacto con él y los hizo su “propiedad especial”. (Éxo. 19:5, 6.) Mediante Moisés, pasó a tratar con ellos como nación, y les dio un gobierno teocrático fundado en el pacto de la Ley como su constitución nacional. (Isa. 33:22.) Eran el pueblo escogido de Jehová, organizado para representarlo como su Señor Soberano.

      Sin embargo, durante los siglos siguientes la nación no siempre reconoció la soberanía de Jehová. Después de haberse establecido en la Tierra Prometida, Israel a veces apostató y cayó en la adoración de los dioses demoníacos de las naciones. Dado que no obedecieron a Jehová como su Soberano legítimo, él permitió que sus posesiones fueran saqueadas, por lo que pareció que los dioses de las naciones eran más fuertes que Jehová. (Isa. 42:18-25.) Pero en el siglo VIII a.E.C. Jehová desafió públicamente a los dioses de las naciones a fin de aclarar aquella falsa impresión y resolver esta cuestión: ¿Quién es el Dios verdadero?

      Mediante el profeta Isaías, Jehová lanzó el desafío: “¿Quién hay entre ellos [los dioses de las naciones] que pueda anunciar esto [profetizar con exactitud]? ¿O pueden ellos hacernos oír siquiera las cosas primeras [es decir, cosas de antemano]? Que [ellos, como dioses,] suministren sus testigos, para que sean declarados justos, o que oigan [los pueblos de las naciones] y digan: ‘¡Es la verdad!’”. (Isa. 43:9.) Sí, que los dioses de las naciones presenten testigos que puedan testificar de la profecía y decir: “¡Es la verdad!”. ¡Pero ninguno de aquellos dioses podía presentar testigos verdaderos de su divinidad!

      Jehová aclaró a Israel en qué consistía su responsabilidad con relación a la cuestión de quién es el Dios verdadero. Dijo: “Ustedes son mis testigos [...], aun mi siervo a quien he escogido, para que sepan y tengan fe en mí, y para que entiendan que yo soy el Mismo. Antes de mí no fue formado Dios alguno, y después de mí continuó sin que lo hubiera. Yo... yo soy Jehová, y fuera de mí no hay salvador. Yo mismo he anunciado y he salvado y he hecho que sea oído, cuando no había entre ustedes dios extraño. De modo que ustedes son mis testigos [...], y yo soy Dios”. (Isa. 43:10-12.)

      Como se ve, Israel, el pueblo de Jehová, constituía una nación de testigos. Ellos podían afirmar categóricamente que Jehová era justo y merecía ser su Soberano. Sobre la base de sus experiencias pasadas, podían proclamar con convicción que Jehová es el Gran Libertador de su pueblo y el Dios de la profecía verdadera.

      Testimonio acerca del Mesías

      A pesar del abundante testimonio de aquella ‘masa nubosa’ de testigos precristianos, las cuestiones no quedaron completamente resueltas del lado de Dios. ¿Por qué no? Porque al debido tiempo designado por Dios, después que quede claramente demostrado que los humanos necesitan la gobernación de Jehová y que no se pueden gobernar a sí mismos, Él ejecutará sentencia sobre todos los que rehúsen respetar su autoridad justa. Además, las cuestiones planteadas van mucho más allá de la esfera humana. Puesto que en Edén se había rebelado un ángel, la cuestión de la integridad a la soberanía de Dios alcanzaba e implicaba hasta a las criaturas celestiales de Dios. Por lo tanto, Jehová se propuso que uno de sus hijos celestiales viniera a la Tierra, donde Satanás tendría suficientes oportunidades de ponerlo a prueba. Ese hijo celestial tendría la oportunidad de dar solución perfecta a la cuestión: ¿Puede algún hombre ser fiel a Dios bajo toda prueba que se le imponga? Habiendo demostrado su lealtad, este hijo de Dios recibiría poder como el gran vindicador de Jehová y se encargaría de destruir a los inicuos y hacer que se cumpliera totalmente el propósito original de Dios con relación a la Tierra.

      Pero ¿cómo se identificaría a este Mesías? Jehová había prometido en Edén una “descendencia” o simiente que magullaría en la cabeza al Adversario, asemejado a una serpiente, y vindicaría la soberanía de Dios. (Gén. 3:15.) Mediante los profetas hebreos Jehová suministró muchos detalles sobre aquella “descendencia” mesiánica: sus antecedentes y actividades, y hasta cuándo aparecería. (Gén. 12:1-3; 22:15-18; 49:10; 2 Sam. 7:12-16; Isa. 7:14; Dan. 9:24-27; Miq. 5:2.)

      Para mediados del siglo V a.E.C., al completarse las Escrituras Hebreas, las profecías se habían escrito, y restaba que el Mesías llegara para cumplirlas. El testimonio de este testigo —de hecho, el testigo más grande de Dios— se analizará en el capítulo siguiente.

      [Nota a pie de página]

      a Por ejemplo, algunos cristianos del siglo primero podían dar testimonio de hechos históricos sobre Jesús —referentes a su vida, muerte y resurrección— por tener un conocimiento personal de ellos. (Hech. 1:21, 22; 10:40, 41.) Sin embargo, las personas que después pusieron fe en Jesús podían dar testimonio al proclamar a otros el significado de Su vida, muerte y resurrección. (Hech. 22:15.)

  • Jesucristo, el Testigo Fiel
    Los testigos de Jehová, proclamadores del Reino de Dios
    • Capítulo 2

      Jesucristo, el Testigo Fiel

      UNA larga serie de testigos precristianos había dado su testimonio por unos cuatro mil años. Pero la resolución de las cuestiones relacionadas con la soberanía de Dios y la integridad de sus siervos estaba lejos de producirse. Había llegado el tiempo para que apareciera en la Tierra la prometida “descendencia” real, el Mesías. (Gén. 3:15.)

      ¿A cuál de todos sus millones de hijos celestiales seleccionó Jehová para esta asignación? Todos habían sido testigos de lo ocurrido en Edén y sin duda estaban al tanto de las cuestiones universales que se habían planteado. Pero ¿quién tenía el mayor deseo de ser el medio que limpiara de oprobio el nombre de Jehová y vindicara su soberanía? ¿Quién podía proveer la respuesta más concluyente al desafío de Satanás de que, bajo prueba, nadie se mantendría íntegro a la soberanía de Dios? Jehová seleccionó a su Primogénito, su Hijo unigénito, Jesús. (Juan 3:16; Col. 1:15.)

      Jesús aceptó esa asignación humildemente y de buena gana, aunque supondría dejar el hogar celestial donde había estado con su Padre por más tiempo que cualquier otra persona. (Juan 8:23, 58; Fili. 2:5-8.) ¿Qué motivo tuvo para hacer esto? Amor profundo a Jehová y un deseo celoso de limpiar de todo oprobio el nombre de Dios. (Juan 14:31.) También le impulsó su amor a la humanidad. (Pro. 8:30, 31; compárese con Juan 15:13.) Su nacimiento en la Tierra, a principios del otoño del año 2 a.E.C., fue posible gracias al espíritu santo, mediante el cual Jehová transfirió la vida de Jesús desde el cielo a la matriz de María, una virgen judía. (Mat. 1:18; Luc. 1:26-38.) De modo que nació como miembro de la nación de Israel. (Gál. 4:4.)

      Más que cualquier otro israelita, Jesús sabía que tenía que ser testigo de Jehová. ¿Por qué? Porque pertenecía a la nación de la cual Jehová había dicho por su profeta Isaías: “Ustedes son mis testigos”. (Isa. 43:10.) Además, en el bautismo de Jesús en el río Jordán, en 29 E.C., Jehová lo ungió con espíritu santo. (Mat. 3:16.) De este modo, como testificó posteriormente, recibió poder para “proclamar el año de la buena voluntad de parte de Jehová”. (Isa. 61:1, 2; Luc. 4:16-19.)

      Jesús cumplió fielmente su asignación, y fue el mayor testigo que Jehová ha tenido en la Tierra. Con toda razón, pues, el apóstol Juan, quien estuvo cerca de él cuando murió, llama a Jesús “el Testigo Fiel”. (Rev. 1:5.) Y en Revelación 3:14, Jesús ya glorificado se llama a sí mismo “el Amén” y “el testigo fiel y verdadero”. ¿Qué testimonio dio este “Testigo Fiel”?

      “Testimonio acerca de la verdad”

      Cuando Jesús estuvo ante el tribunal del gobernador romano Pilato, declaró: “Para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio acerca de la verdad. Todo el que está de parte de la verdad escucha mi voz”. (Juan 18:37.) ¿De qué verdad dio testimonio Jesús? De la verdad de Dios, la revelación de los propósitos eternos de Jehová. (Juan 18:33-36.)

      Ahora bien, ¿cómo dio testimonio de esa verdad? El verbo griego para “dar testimonio” también significa “declarar, confirmar, testificar favorablemente, hablar bien (de), aprobar”. En los papiros griegos antiguos —por ejemplo, en transacciones comerciales— solía aparecer después de la firma otra forma del verbo (mar·ty·ró). Mediante su ministerio, pues, Jesús tenía que confirmar la verdad de Dios. Esto ciertamente exigía que proclamara, o predicara, aquella verdad a otros. Sin embargo, no bastaba con hablar.

      “Yo soy [...] la verdad”, dijo Jesús. (Juan 14:6.) Él vivió para llevar a cabo la verdad de Dios. El propósito divino con relación al Reino y su Gobernante Mesiánico se había expresado con claridad en la profecía. Jesús, por todo su derrotero en la Tierra, el cual culminó en su muerte como sacrificio, cumplió todo lo que se había profetizado acerca de él. Así confirmó y garantizó la verdad de la palabra profética de Jehová. Por esta razón el apóstol Pablo pudo decir: “No importa cuántas sean las promesas de Dios, han llegado a ser Sí mediante él. Por eso también mediante él se dice el ‘Amén’ [que significa “así sea” o “de seguro”] a Dios, para gloria por medio de nosotros”. (2 Cor. 1:20.) En efecto, Jesús es aquel en quien se cumplen las promesas de Dios. (Rev. 3:14.)

      Testimonio del nombre de Dios

      Jesús enseñó a sus seguidores a orar: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea [o “sea tenido por sagrado; sea tratado como santo”] tu nombre”. (Mat. 6:9, nota.) La última noche de su vida terrestre, Jesús dijo también en oración a su Padre celestial: “He puesto tu nombre de manifiesto a los hombres que me diste del mundo. Tuyos eran, y me los diste, y han observado tu palabra. Y yo les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer, para que el amor con que me amaste esté en ellos, y yo en unión con ellos”. (Juan 17:6, 26.) Este era, en realidad, el propósito principal de Jesús al venir a la Tierra. ¿Qué implicaba dar a conocer el nombre de Dios?

      Los seguidores de Jesús ya conocían y empleaban el nombre divino. Lo veían y leían en los rollos de la Biblia hebrea de sus sinagogas, así como en la Septuaginta, una traducción griega de las Escrituras Hebreas que usaban en la enseñanza y la escritura. Si conocían el nombre divino, ¿en qué sentido se lo hizo manifiesto o dio a conocer Jesús?

      En tiempos bíblicos los nombres no eran simplemente etiquetas. Un léxico griego-inglés, A Greek-English Lexicon of the New Testament, de J. H. Thayer, dice : “El nombre de Dios representa en el N[uevo] T[estamento] todas las cualidades que ese nombre encierra para sus adoradores, y por las cuales Dios se da a conocer a los hombres”. Jesús dio a conocer el nombre de Dios no solo al usarlo, sino al revelar a la Persona que había tras ese nombre: sus propósitos, actividades y cualidades. Puesto que Jesús ‘había estado en la posición del seno con el Padre’, nadie mejor que él para explicar cómo es el Padre. (Juan 1:18.) Además, reflejaba a su Padre con tanta perfección que los discípulos podían ‘ver’ al Padre en el Hijo. (Juan 14:9.) Por lo que dijo e hizo, Jesús dio testimonio del nombre de Dios.

      Testificó del Reino de Dios

      Como “el Testigo Fiel”, Jesús fue un proclamador sobresaliente del Reino de Dios. Dijo categóricamente: “Tengo que declarar las buenas nuevas del reino de Dios, porque para esto fui enviado”. (Luc. 4:43.) Proclamó ese Reino celestial por toda Palestina, y para ello viajó a pie centenares de kilómetros. Predicó dondequiera que había gente que le escuchara: en las riberas de los lagos, en las colinas, en las ciudades y aldeas, en las sinagogas y el templo, en los mercados y en las casas de la gente. Pero Jesús sabía que no podría llegar a todas partes ni testificar a todas las personas. (Compárese con Juan 14:12.) Por eso, con la intención de cubrir el campo mundial, Jesús preparó y envió a sus discípulos como proclamadores del Reino. (Mat. 10:5-7; 13:38; Luc. 10:1, 8, 9.)

      Jesús fue un testigo trabajador y celoso, y no permitió que se le desviara de su propósito. Aunque se interesó personalmente en las necesidades de la gente, no se involucró en obras que traerían alivio a corto plazo hasta el grado de descuidar la asignación divina de indicar a la gente cuál era la solución duradera a sus problemas: el Reino de Dios. En cierta ocasión, tras alimentar milagrosamente a unos cinco mil hombres (quizás más de diez mil personas si se añaden las mujeres y los niños), un grupo de judíos quiso prenderlo para hacerlo rey terrestre. ¿Qué hizo Jesús? “Se retiró otra vez a la montaña, él solo”. (Juan 6:1-15; compárese con Lucas 19:11, 12; Hechos 1:6-9.) Aunque efectuó muchas curaciones milagrosas, no se le conoció principalmente como obrador de milagros; más bien, tanto creyentes como incrédulos reconocían que era un “Maestro”. (Mat. 8:19; 9:11; 12:38; 19:16; 22:16, 24, 36; Juan 3:2.)

      Está claro que el dar testimonio del Reino de Dios era la obra más importante que Jesús podía hacer. Es la voluntad de Jehová que toda persona sepa qué es Su Reino y cómo cumplirá este Sus propósitos. Para él significa mucho, pues mediante este santificará su nombre y lo limpiará de todo oprobio. Jesús lo sabía, y por ello hizo del Reino el tema de su predicación. (Mat. 4:17.) Al proclamarlo de todo corazón, Jesús sostuvo la soberanía justa de Jehová.

      Testigo Fiel incluso hasta la muerte

      Nadie podía amar más a Jehová y su soberanía que Jesús. Como “primogénito de toda la creación”, ‘conocía plenamente’ al Padre por haber estado en asociación íntima con él como criatura espiritual en los cielos. (Col. 1:15; Mat. 11:27.) Se había sometido voluntariamente a la soberanía de Dios desde tiempos inmemoriales antes de la creación del primer hombre y la primera mujer. (Compárese con Juan 8:29, 58.) ¡Cuánto debió dolerle que Adán y Eva rechazaran la soberanía de Dios! Sin embargo, esperó pacientemente en los cielos durante unos cuatro mil años, y luego, al fin, le llegó el momento de servir como el testigo más grande que Jehová ha tenido en la Tierra.

      Jesús sabía que las cuestiones universales tenían que ver directamente con él. Pudiera haber parecido que Jehová había puesto un seto protector a su alrededor. (Compárese con Job 1:9-11.) Es verdad que él había demostrado su fidelidad y devoción en los cielos, pero ¿mantendría integridad como humano en la Tierra sometido a cualquier tipo de prueba? ¿Podría resistir a Satanás en circunstancias en que parecía que su enemigo tenía ventaja?

      El Adversario viperino no perdió tiempo. Poco después del bautismo y ungimiento de Jesús, Satanás le tentó para que manifestara egoísmo, se ensalzara a sí mismo y, finalmente, rechazara la soberanía de su Padre. Pero esta inequívoca afirmación de Jesús a Satanás: “Es a Jehová tu Dios a quien tienes que adorar, y es solo a él a quien tienes que rendir servicio sagrado”, mostró su postura con relación a las cuestiones. ¡Qué diferente fue de Adán! (Mat. 4:1-10.)

      El derrotero que se designó para Jesús significaba sufrimiento y muerte, y Jesús lo sabía bien. (Luc. 12:50; Heb. 5:7-9.) No obstante, “al hallarse a manera de hombre, se humilló y se hizo obediente hasta la muerte, sí, muerte en un madero de tormento”. (Fili. 2:7, 8.) Así Jesús probó que Satanás es un grandísimo mentiroso, y dejó completamente resuelta la cuestión de la integridad de las personas a la soberanía de Dios si se le permite a Satanás someterlas a prueba. No obstante, la muerte de Jesús logró mucho más.

      Al morir en el madero de tormento, Jesús también dio “su alma en rescate en cambio por muchos”. (Mat. 20:28; Mar. 10:45.) Su vida humana perfecta tenía valor expiatorio. El que Jesús sacrificara su vida no solo hace posible que se nos perdonen los pecados, sino que también nos presenta la oportunidad de tener vida eterna en una Tierra paradisíaca, en armonía con el propósito original de Dios. (Luc. 23:43; Hech. 13:38, 39; Heb. 9:13, 14; Rev. 21:3, 4.)

      Jehová demostró que amaba a Jesús y lo aprobaba como “el Testigo Fiel” levantándolo de entre los muertos al tercer día. Esto confirmó que el testimonio de Jesús acerca del Reino era verdadero. (Hech. 2:31-36; 4:10; 10:36-43; 17:31.) Después de permanecer en la vecindad de la Tierra por cuarenta días, durante los cuales se apareció a los apóstoles en muchas ocasiones, ascendió al cielo. (Hech. 1:1-3, 9.)

      Él había indicado que el Reino Mesiánico de Dios sería establecido en un futuro muy distante. (Luc. 19:11-27.) Ese acontecimiento señalaría también el comienzo de la “presencia [de Jesús] y de la conclusión del sistema de cosas”. (Mat. 24:3.) Pero ¿cómo podrían percibir sus seguidores en la Tierra cuándo sucederían estas cosas? Jesús les dio una “señal” compuesta de muchos acontecimientos, que incluirían guerras, terremotos, escasez de alimento, pestes y aumento del desafuero. Un aspecto significativo de esa señal sería también que las buenas nuevas del Reino se predicarían por toda la Tierra habitada como testimonio a todas las naciones. Todos los rasgos de esa notable señal se pueden observar en nuestros días, lo que indica que vivimos en el tiempo de la presencia de Jesús como Rey celestial y de la conclusión del sistema de cosas.a (Mat. 24:3-14.)

      Sin embargo, ¿qué se puede decir de los seguidores de Jesús? Durante este tiempo de la presencia de Jesús, los fieles de muchas diferentes iglesias afirman que siguen a Cristo. (Mat. 7:22.) Sin embargo, la Biblia dice que hay solo “una fe”. (Efe. 4:5.) Por eso, ¿cómo puede usted identificar a la congregación cristiana verdadera, la que Dios aprueba y dirige? Lo puede hacer si examina lo que dicen las Escrituras acerca de la congregación cristiana del siglo primero y luego observa quiénes siguen hoy el mismo patrón o modelo.

      [Nota a pie de página]

      a Véase el capítulo 10, “Una profecía bíblica que usted ha visto cumplirse”, en el libro La Biblia... ¿la Palabra de Dios, o palabra del hombre?, publicado por Watchtower Bible and Tract Society of New York, Inc.

  • Jesucristo, el Testigo Fiel
    Los testigos de Jehová, proclamadores del Reino de Dios
    • [Ilustración a toda plana de la página 23]

  • Los testigos cristianos de Jehová del siglo primero
    Los testigos de Jehová, proclamadores del Reino de Dios
    • Capítulo 3

      Los testigos cristianos de Jehová del siglo primero

      “SERÁN testigos de mí [...] hasta la parte más distante de la tierra.” (Hech. 1:8.) Con estas palabras de despedida Jesús dio a sus discípulos la misión de ser testigos. Pero ¿testigos de quién? “Testigos de mí”, dijo Jesús. ¿Significan esas palabras que no habrían de ser testigos de Jehová? ¡De ninguna manera!

      En realidad los discípulos de Jesús recibieron un privilegio sin precedente: ser testigos tanto de Jehová como de Jesús. En vista de que eran judíos fieles, los primeros discípulos de Jesús ya eran testigos de Jehová. (Isa. 43:10-12.) Pero a partir de aquel momento, también darían testimonio del papel importante que desempeña Jesús en santificar el nombre de Jehová mediante Su Reino Mesiánico. Así, el que dieran testimonio de Jesús tenía en mira la glorificación de Jehová. (Rom. 16:25-27; Fili. 2:9-11.) Ellos testificaron que Jehová no había mentido, que después de más de cuatro mil años al fin había levantado al Mesías (o Cristo) prometido mucho tiempo antes.

      Los testigos cristianos de Jehová del siglo primero también recibieron una responsabilidad singular, una responsabilidad que tienen los cristianos genuinos hasta la actualidad.

      “Vayan [...] hagan discípulos”

      Después de haber sido resucitado de entre los muertos, Jesús se apareció a sus discípulos que se habían congregado en una montaña de Galilea. Allí, Jesús les dijo qué responsabilidad tenían: “Vayan, por lo tanto, y hagan discípulos de gente de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del espíritu santo, enseñándoles a observar todas las cosas que yo les he mandado. Y, ¡miren!, estoy con ustedes todos los días hasta la conclusión del sistema de cosas”. (Mat. 28:19, 20.) Considere lo que encerraba aquella comisión de peso.

      “Vayan”, dijo Jesús. Pero ¿a quiénes irían? A “gente de todas las naciones”. Este era un mandato nuevo que presentaba un desafío, sobre todo a los creyentes judíos. (Compárese con Hechos 10:9-16, 28.) Antes del tiempo de Jesús, se aceptaba a los gentiles siempre y cuando ellos acudieran a Israel por su interés en la adoración verdadera. (1 Rey. 8:41-43.) Al comienzo de su ministerio Jesús mandó a los apóstoles que ‘fueran y predicaran’, pero solo “a las ovejas perdidas de la casa de Israel”. (Mat. 10:1, 6, 7.) En aquel momento los comisionó para que fueran a gente de todas las naciones. ¿Con qué fin?

      “Hagan discípulos”, mandó Jesús. Sí, sus discípulos recibieron la comisión de hacer discípulos de otras personas. ¿Qué implica esto? Un discípulo es un aprendiz, alguien a quien se enseña, no es meramente un alumno, sino un adepto. El discípulo acepta la autoridad de Jesús, no solo internamente, al creer en él, sino externamente, al obedecerle. Según el Theological Dictionary of the New Testament, la palabra griega que se vierte “discípulo” (ma·the·tés) “da a entender la existencia de un apego personal que configura la vida entera de aquel a quien se llama [discípulo]”.

      “Enseñándoles —añadió Jesús— a observar todas las cosas que yo les he mandado.” Para cultivar en alguien apego personal a Jesús, se le debe enseñar a “observar todas las cosas” que Cristo ha mandado, entre ellas el mandato de predicar las “buenas nuevas del Reino”. (Mat. 24:14.) Solo de este modo puede hacerse discípulo en el sentido verdadero de la palabra. Además, solo los que aceptan la enseñanza y se hacen discípulos genuinos se pueden bautizar.

      “Estoy con ustedes —les aseguró Jesús— todos los días hasta la conclusión del sistema de cosas.” La enseñanza de Jesús siempre es pertinente, nunca anticuada. Por esa razón, hasta este mismo día los cristianos tienen la obligación de hacer discípulos.

      Como vemos, se confirió a los seguidores de Cristo una comisión que entraña gran responsabilidad, a saber, la obra de hacer discípulos en todas las naciones. Sin embargo, para hacer discípulos de Cristo tenían que testificar del nombre y el Reino de Jehová, pues eso había hecho su Dechado, Jesús. (Luc. 4:43; Juan 17:26.) Así, pues, los que aceptaban la enseñanza de Cristo y se hacían discípulos llegaban a ser testigos cristianos de Jehová. Ser testigo de Jehová ya no era asunto de nacimiento —de nacer en la nación judía—, sino de elección. Los que se hacían testigos daban este paso porque amaban a Jehová y deseaban sinceramente someterse a su soberanía. (1 Juan 5:3.)

      Ahora bien, ¿cumplieron con la comisión de servir de testigos de Dios y de Cristo y ‘hacer discípulos de gente de todas las naciones’ los testigos cristianos de Jehová del siglo primero?

      “Hasta la parte más distante de la tierra”

      Poco después de dar a sus discípulos su comisión, Jesús regresó a la corte celestial de su Padre. (Hech. 1:9-11.) Diez días después, el día del Pentecostés de 33 E.C., comenzó la extensa obra de hacer discípulos. Jesús derramó el espíritu santo prometido sobre sus discípulos que estaban a la espera. (Hech. 2:1-4; compárese con Lucas 24:49 y Hechos 1:4, 5.) Esto les infundió celo para predicar acerca del Cristo resucitado y su regreso futuro con el poder del Reino.

      Aquellos discípulos del siglo primero acataron las instrucciones de Jesús y emprendieron la testificación acerca de Dios y Cristo allí mismo en Jerusalén. (Hech. 1:8.) El apóstol Pedro tomó la delantera durante la fiesta del Pentecostés y “dio testimonio cabal” a miles de judíos que habían venido a la celebración procedentes de muchas naciones. (Hech. 2:5-11, 40.) Pronto la cantidad de creyentes, contando solo los varones, fue de unos cinco mil. (Hech. 4:4; 6:7.) Posteriormente, Felipe declaró a los samaritanos “las buenas nuevas del reino de Dios y del nombre de Jesucristo”. (Hech. 8:12.)

      Pero quedaba mucho trabajo por hacer. Desde el año 36 E.C., con la conversión de Cornelio, un gentil incircunciso, las buenas nuevas empezaron a difundirse entre los no judíos de todas las naciones. (Hechos, capítulo 10.) De hecho, se difundieron con tanta rapidez que alrededor del año 60 E.C. el apóstol Pablo pudo decir que se habían “predicado en toda la creación que está bajo el cielo”. (Col. 1:23.) Así, para finales del siglo primero los fieles seguidores de Jesús habían hecho discípulos por todo el Imperio romano, en Asia, Europa y África.

      Puesto que los testigos cristianos de Jehová del siglo primero lograron tanto en tan poco tiempo, surgen las preguntas: ¿Estaban organizados? Si así era, ¿cómo?

      Cómo estaba organizada la congregación cristiana

      Desde el tiempo de Moisés la nación judía se halló en una posición singular: fue la congregación de Dios. Mediante un sistema de ancianos, cabezas o jefes, jueces y funcionarios, Dios produjo una congregación eficazmente organizada. (Jos. 23:1, 2.) No obstante, la nación judía perdió su puesto privilegiado al rechazar al Hijo de Jehová. (Mat. 21:42, 43; 23:37, 38; Hech. 4:24-28.) En el Pentecostés de 33 E.C. la congregación cristiana de Dios reemplazó a la congregación de Israel.a ¿Cómo se organizó esta congregación cristiana?

      Ya en el día del Pentecostés los discípulos se “[dedicaban] a la enseñanza de los apóstoles”, lo que indica que en un principio estaban unidos gracias a esta enseñanza. Desde aquel primer día se reunieron “de común acuerdo”. (Hech. 2:42, 46.) Al irse extendiendo la obra de hacer discípulos, se fueron formando congregaciones de creyentes, primero en Jerusalén y luego fuera de allí. (Hech. 8:1; 9:31; 11:19-21; 14:21-23.) Tenían la costumbre de reunirse tanto en lugares públicos como en casas privadas. (Hech. 19:8, 9; Rom. 16:3, 5; Col. 4:15.)

      ¿Qué impidió que la congregación cristiana en crecimiento fuera un grupo de congregaciones locales independientes sin mucha cohesión? Estaban unidas bajo un solo Caudillo. Desde el principio, Jesucristo fue el Señor y Cabeza nombrado de la congregación; todas las congregaciones lo reconocían como tal. (Hech. 2:34-36; Efe. 1:22.) Cristo dirigió activamente desde los cielos los asuntos de su congregación en la Tierra. ¿Cómo? Mediante espíritu santo y los ángeles, puestos a su disposición por Jehová. (Hech. 2:33; compárese con Hechos 5:19, 20; 8:26; 1 Ped. 3:22.)

      Cristo tenía otro instrumento que podía utilizar para mantener la unidad de la congregación cristiana: un cuerpo gobernante visible. Al principio el cuerpo gobernante se componía de los apóstoles fieles de Jesús. Más tarde incluyó a otros ancianos de la congregación de Jerusalén, así como al apóstol Pablo, aunque este no residía en esa ciudad. Toda congregación reconocía la autoridad de este cuerpo central de ancianos y acudía a él en busca de dirección cuando surgían cuestiones de organización o doctrina. (Hech. 2:42; 6:1-6; 8:14-17; 11:22; 15:1-31.) ¿Con qué resultado? “Por lo tanto, en realidad, las congregaciones continuaron haciéndose firmes en la fe y aumentando en número de día en día”. (Hech. 16:4, 5.)

      El cuerpo gobernante, dirigido por espíritu santo, supervisaba el nombramiento de superintendentes y auxiliares, siervos ministeriales, que atenderían a cada congregación. Estos hombres satisfacían requisitos espirituales que aplicaban a todas las congregaciones, y no solo normas locales. (1 Tim. 3:1-13; Tito 1:5-9; 1 Ped. 5:1-3.) Se instaba a los superintendentes a seguir las Escrituras y someterse a la dirección del espíritu santo. (Hech. 20:28; Tito 1:9.) También se animaba a toda la congregación a ‘ser obediente a los que llevaban la delantera’. (Heb. 13:17.) Así se mantenía la unidad no solo dentro de cada congregación local, sino dentro de la congregación cristiana en su totalidad.

      Aunque algunos hombres ocupaban puestos de responsabilidad, los testigos cristianos de Jehová del siglo primero no hacían distinción entre clero y legos. Todos eran hermanos; había un solo Caudillo: el Cristo. (Mat. 23:8, 10.)

      Identificados por su conducta santa y amor

      El testimonio de los testigos de Jehová del siglo primero no se limitaba al “fruto de labios”. (Heb. 13:15.) Hacer discípulos conformaba toda la vida del testigo cristiano. Por lo tanto, aquellos cristianos no solo proclamaron sus creencias sino que, además, dejaron que estas transformaran su vida. Se desnudaban de la vieja personalidad con sus prácticas pecaminosas y se esforzaban por vestirse de la nueva personalidad creada según la voluntad de Dios. (Col. 3:5-10.) Eran veraces y honrados, así como industriosos y formales. (Efe. 4:25, 28.) En sentido moral eran limpios, pues la inmoralidad sexual estaba terminantemente prohibida. Como también lo estaban la borrachera y la idolatría. (Gál. 5:19-21.) Con buena razón se llegó a conocer al cristianismo como el “Camino”, un camino o modo de vida que giraba en torno a la fe en Jesús y al seguimiento cuidadoso de sus pasos. (Hech. 9:1, 2; 1 Ped. 2:21, 22.)

      Sin embargo, una cualidad dominaba sobre todas las demás: el amor. Los primeros cristianos demostraban interés amoroso en las necesidades de sus compañeros de creencia. (Rom. 15:26; Gál. 2:10.) Se amaban unos a otros, no como a sí mismos, sino más que a sí mismos. (Compárese con Filipenses 2:25-30.) Estaban dispuestos aun a morir unos por otros. Pero esto no era sorprendente. ¿No estuvo Jesús dispuesto a morir por ellos? (Juan 15:13; compárese con Lucas 6:40.) Él pudo decir a sus discípulos: “Les doy un nuevo mandamiento: que se amen unos a otros; así como yo los he amado, que ustedes también se amen los unos a los otros. En esto todos conocerán que ustedes son mis discípulos, si tienen amor entre sí”. (Juan 13:34, 35.) Cristo mandó que sus seguidores mostraran ese tipo de amor abnegado; y sus discípulos del siglo primero observaron cuidadosamente aquel mandato. (Mat. 28:20.)

      ‘No eran parte del mundo’

      Para cumplir con su responsabilidad de hacer discípulos y ser testigos de Dios y Cristo, los cristianos del siglo I no podían permitir que los asuntos mundanos los distrajeran; tenían que atender su comisión de la manera debida. Jesús ciertamente había actuado así. A Pilato le dijo: “Mi reino no es parte de este mundo”. (Juan 18:36.) A sus discípulos les dijo con claridad: “Ustedes no son parte del mundo”. (Juan 15:19.) Al igual que Jesús, pues, los cristianos primitivos se mantuvieron separados del mundo; no intervinieron ni en la política ni en las guerras. (Compárese con Juan 6:15.) Tampoco cayeron en el lazo de los caminos del mundo, con su búsqueda ávida de posesiones materiales y su entrega al placer. (Luc. 12:19-31; Rom. 12:2; 1 Ped. 4:3, 4.)

      Porque se mantenían separados del mundo, los testigos cristianos del siglo primero eran un pueblo singular. El historiador E. G. Hardy, en su libro Christianity and the Roman Government (El cristianismo y el gobierno romano), dice: “Los cristianos eran extraños y peregrinos en el mundo que los rodeaba; su ciudadanía estaba en el cielo; el reino que esperaban no era de este mundo. Por eso, desde el principio su consecuente falta de interés en los asuntos públicos fue un rasgo notable del cristianismo”.

      Perseguidos por la justicia

      “El esclavo no es mayor que su amo —advirtió Jesús—. Si ellos me han perseguido a mí, a ustedes también los perseguirán.” (Juan 15:20.) Antes de su muerte en el madero de tormento, Jesús sufrió intensa persecución. (Mat. 26:67; 27:26-31, 38-44.) Y tal como había advertido, sus discípulos no tardaron en sufrir la misma clase de trato. (Mat. 10:22, 23.) Pero ¿por qué?

      Los cristianos primitivos no pasaron desapercibidos por mucho tiempo. Tenían elevados principios morales y eran íntegros. Llevaban a cabo la obra de hacer discípulos con sinceridad y celo; como resultado, literalmente miles de personas abandonaron los sistemas religiosos falsos y se hicieron cristianos. Estos se negaban a mezclarse en los asuntos mundanos y no daban culto al emperador. Por lo tanto, no sorprende que se convirtieran rápidamente en blanco de la persecución cruel instigada por líderes religiosos falsos y gobernantes políticos mal informados. (Hech. 12:1-5; 13:45, 50; 14:1-7; 16:19-24.) Sin embargo, estos eran solo agentes humanos del verdadero perseguidor: “la serpiente original”, Satanás. (Rev. 12:9; compárese con Revelación 12:12, 17.) ¿Qué objetivo tenía Satanás? Eliminar el cristianismo y su denodada testificación.

      No obstante, la persecución intensa no logró silenciar a los testigos cristianos de Jehová del siglo primero. Dios les había dado, mediante Cristo, la comisión de predicar, y estuvieron resueltos a obedecer a Dios más bien que a los hombres. (Hech. 4:19, 20, 29; 5:27-32.) Se apoyaron en la fortaleza de Jehová, confiando en que él recompensaría a sus testigos leales por el aguante que demostraran. (Mat. 5:10; Rom. 8:35-39; 15:5.)

      La historia confirma que la persecución lanzada por las autoridades del Imperio romano no eliminó a los primeros testigos cristianos de Jehová. Josefo, historiador judío del siglo I E.C., dice: “Desde entonces hasta la actualidad [cerca de 93 E.C.] existe la agrupación de los cristianos”. (Antigüedades de los judíos, libro XVIII, capítulo III, 3.)

      Como se ve, la historia del testimonio de los testigos cristianos de Jehová del siglo primero revela con claridad varias características: Con valentía y celo cumplían con su comisión de testificar de Dios y de Cristo y trabajar en la obra de hacer discípulos; tenían una estructura de organización en la cual todos eran hermanos, sin distinguir entre clero y legos; se adherían a elevados principios de moralidad y se amaban unos a otros; se mantenían separados de los caminos y asuntos del mundo; y eran perseguidos por proceder con justicia.

      Sin embargo, para fines del siglo primero un peligro grave y amenazador acechaba a la congregación cristiana unida.

      [Nota a pie de página]

      a En las Escrituras Griegas Cristianas, a veces se emplea la palabra “congregación” en sentido colectivo, con referencia a la congregación cristiana en general (1 Cor. 12:28); también puede referirse a un grupo local reunido en alguna ciudad o casa particular. (Hech. 8:1; Rom. 16:5.)

      [Comentario en la página 26]

      Los discípulos tenían que ser seguidores obedientes y no simples creyentes pasivos

      [Comentario en la página 27]

      Ser testigo de Jehová ya no era asunto de nacimiento, sino de elección

      [Comentario en la página 28]

      Para fines del siglo primero los testigos cristianos de Jehová habían hecho discípulos en Asia, Europa y África

      [Comentario en la página 29]

      Los cristianos del siglo primero no hacían distinción entre clero y legos

      [Recuadro en la página 27]

      La predicación celosa difundió el cristianismo

      Ardiendo con un celo que no podía ser apagado, los testigos cristianos de Jehová primitivos se esforzaban al máximo por dar la más amplia proclamación posible a las buenas nuevas. Edward Gibbon, en “Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano”, señala que “el celo [...] de los cristianos los había ido difundiendo por todas las provincias y ciudades del imperio [romano]”. (Ortografía actualizada.) El profesor J. W. Thompson dice en “History of the Middle Ages” (Historia de la Edad Media): “El cristianismo se había esparcido con notable rapidez por el mundo romano. Para el año 100 probablemente todas las provincias de la costa mediterránea albergaban una comunidad cristiana”.

      [Recuadro en la página 30]

      ‘Los triunfos del cristianismo’

      Las fuentes extrabíblicas confirman la buena conducta y el amor que caracterizaban a los cristianos primitivos. El historiador John Lord dijo: “Los verdaderos triunfos del cristianismo se veían en el hecho de que hacía buenos hombres de los que profesaban sus doctrinas. [...] Tenemos testimonio de sus vidas intachables, de su moralidad irreprochable, de su buena ciudadanía y sus gracias cristianas”. (“The Old Roman World” [El viejo mundo romano].)

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