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  • g93 8/11 págs. 12-15
  • Un refugiado encuentra la justicia verdadera

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  • Un refugiado encuentra la justicia verdadera
  • ¡Despertad! 1993
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¡Despertad! 1993
g93 8/11 págs. 12-15

Un refugiado encuentra la justicia verdadera

COMO todavía hacía frío y el suelo estaba nevado, me puse un abrigo de tela gruesa. Después ingerí una mezcla de todas las sustancias venenosas que pude encontrar en el armario, entre ellas un producto de limpieza (tetracloruro de carbono), y me fui hasta el río Charles, en Cambridge (Massachusetts), para morir allí. Lo único que conseguí a cambio de mi desesperación fue pasar cinco días en la unidad de cuidados intensivos del hospital. ¿Qué me condujo a tomar una medida tan desesperada? Empezaré por hablar de mis orígenes.

Nací en Jaffa (Palestina) en 1932. Era palestino griego, y fui educado en la religión ortodoxa griega, por lo que iba a la iglesia todas las semanas y ayunaba cuando se requería. Sin embargo, aquella rutina carecía de significado para mí.

Mis padres estaban en muy buena posición económica, pues nuestra familia era dueña de una compañía muy grande de distribución de alimentos y licores. Cuando tenía 10 años, me enviaron a una escuela cuáquera en Ramallah y después a la Escuela Anglicana de San Jorge, en Jerusalén. Esta última me impresionó mucho, pues había estudiantes de origen cristiano, árabe y judío que estudiaban juntos en relativa paz. La escuela enseñaba reconciliación, buenos modales y cortesía; no obstante, la escuela y la realidad eran dos cosas diferentes.

Durante mi infancia, la lucha civil estaba a la orden del día, pues los judíos, los árabes y los británicos siempre estaban peleando entre sí. De niño presencié el asesinato de un hombre a la puerta de nuestra casa. En muchas ocasiones mis padres escaparon de los tiroteos por muy poco. Después, con el estallido de la II Guerra Mundial, Haifa —un importante puerto— se convirtió en el objetivo de los bombardeos alemanes, lo que conllevó más muerte y destrucción.

Cuando concluyó el mandato británico sobre Palestina, en mayo de 1948, la contienda civil se intensificó. En julio de 1946 fue destruido el Hotel Rey David, el más prestigioso de Jerusalén. En la lista de muertos no había discriminación: 41 árabes, 28 británicos, 17 judíos y 5 de otras nacionalidades. Nuestra familia decidió huir de la anarquía. En una noche nos trasladamos a Chipre, donde mamá tenía parientes. Papá dejó atrás su negocio y sus propiedades.

Estos sucesos configuraron mi carácter juvenil. A los 16 años de edad estaba interesado en la política y leía a diario los periódicos para mantenerme informado de la situación. El líder egipcio Gamal Abdel Nasser era mi ídolo. Él redujo la influencia extranjera en su país.

En 1950 nuestra familia se trasladó a Estados Unidos. Se libraba a la sazón la guerra de Corea, y yo quería hacer algo por el país que había salvado a mi familia de la opresión. Me presenté voluntario a las fuerzas aéreas, donde llegué al grado de cabo primero. Sin embargo, nunca se me envió a Corea; tan solo estuve en la base aérea de Omaha, en el estado de Nebraska.

Reformador en una escuela teológica

Tras licenciarme de las fuerzas aéreas, fui a la Universidad de Texas y posteriormente a la Universidad de Ohio, donde obtuve una licenciatura en Economía. Hablaba sin rodeos sobre las injusticias en el Oriente Medio y hasta se me invitó a dar una conferencia sobre el tema. Un profesor episcopal, el Dr. David Anderson, la escuchó y me sugirió que aceptara una beca de la Escuela Episcopal Teológica de Boston para un curso de posgraduado. Puesto que no aprobaba el régimen de clero asalariado, no tenía la intención de convertirme en clérigo. A pesar de todo, en 1958 fui aceptado en la escuela.

El curso incluía trabajar en instituciones mentales junto con los capellanes. El aspecto académico-teórico de la escuela era muy interesante, pero yo quería ver más hechos y más justicia en el mundo. Así que fundé un grupo de operación reformista llamado “Den a conocer Su nombre a todas las naciones”. Quería dar a la escuela una orientación práctica. Deseaba seguir a Jesús, no hacia la biblioteca, sino hacia el mundo.

Sin embargo, pronto descubrí que mis reformas no se llevarían a la práctica. Con el tiempo me pidieron que abandonara la escuela. Por aquellas fechas me enamoré de una joven a la que consideraba la culminación de mi búsqueda de una persona con la que compartir el futuro. Pensaba que estábamos hechos el uno para el otro, pero descubrí que ella no compartía mis sentimientos. El peso repentino del rechazo fue insoportable, la gota que colmó el vaso y que me condujo al intento de quitarme la vida.

La carrera de profesor

Luego de un período de rehabilitación, asistí en la Universidad de Columbia, de Nueva York, a unos cursos de licenciatura para enseñar Geografía e Historia. En aquel tiempo seguía buscando lo que llamaba el auténtico cristianismo en acción. Mi profesión me llevó hasta South Glens Falls, un pueblo de Nueva York, donde se produjo un gran cambio en mi vida. Conocí a una maestra llamada Georgia, que llegó a ser mi esposa y compañera en 1964.

Continuaba participando mucho en la política y seguía los discursos del senador James Fulbright, que se declaraba en contra de la guerra de Vietnam. Yo también estaba en contra de aquella guerra. La muerte del presidente John F. Kennedy, en noviembre de 1963, supuso un duro golpe para mí. Me afectó tanto que asistí a su funeral en Washington.

Mi búsqueda del cristianismo

En 1966 nos trasladamos a Long Island (Nueva York), donde acepté un puesto de enseñanza en la Escuela Secundaria de Northport. Me preocupaban mucho los sucesos mundiales. Era la época de la irrupción de las drogas, los hippies y el movimiento de los Jesus freaks (los chiflados de Jesús). Contacté con un grupo carismático, pero vi que ellos también se alejaban del auténtico mensaje cristiano, pues daban más importancia a la emoción que a las obras. En otra ocasión hasta escuché a un ministro episcopal abogar por la guerra de Vietnam. Comencé a pensar que algunos ateos eran más humanitarios que los miembros de las iglesias.

Perdí la fe en Dios, pero no en el valor político del Sermón del Monte de Jesús. A mi entender, con su enseñanza había roto el círculo del odio, y pensaba que esa era la solución al conflicto del Oriente Medio. Probé muchísimas religiones: la católica, el Ejército de Salvación, la bautista, la pentecostal..., pero siempre me apartaba con un gran vacío al percibir que no practicaban el cristianismo primitivo. No obstante, en 1974 conocí a un agente inmobiliario que cambió mi vida.

Su nombre era Frank Born. Mientras consultaba con él unos asuntos inmobiliarios, sacó una Biblia. Inmediatamente la rechacé, diciendo: “No hay nadie que viva de acuerdo con esos principios”, a lo que respondió: “Venga conmigo y compruébelo usted mismo en el Salón del Reino de los testigos de Jehová”. Sin embargo, yo quería que me contestara algunas preguntas básicas antes de visitar su Salón del Reino.

La primera pregunta fue: “¿Tienen ustedes sacerdotes pagados?”. Su respuesta: “No. Todos nuestros ancianos son voluntarios que se mantienen a sí mismos y mantienen a sus familias con su trabajo seglar”. La siguiente: “¿Se reúnen en hogares privados para estudiar la Biblia, como hacían los primeros cristianos?”. La respuesta: “Sí. Tenemos una reunión semanal en hogares privados en diferentes zonas de la vecindad”. Mi tercera pregunta quizás le extrañó: “¿Envía su religión algún ministro a las ceremonias de toma de posesión del presidente para orar por él?”. Frank respondió: “Somos neutrales respecto a la política y no tomamos partido. Apoyamos el Reino de Dios como la única solución a los problemas que afligen hoy en día a la humanidad”.

No podía creer lo que estaba oyendo. Casi no podía esperar para ver dónde se reunían estos cristianos. ¿Qué encontré? En lugar de emoción, hallé un enfoque racional de la Biblia. Sus reuniones eran educativas y preparaban a la gente para explicar y defender su fe cristiana. Eran un grupo de acción, compuesto de personas que anhelaban el gobierno justo de Dios. Aquella era mi respuesta al conflicto del Oriente Medio: personas de todas las razas, lenguas y culturas unidas en la adoración pacífica del Señor Soberano del Universo, Jehová Dios, en conformidad con el ejemplo y la enseñanza de Jesucristo. No había odio ni contiendas. Tan solo paz y unidad.

Llegué a ser Testigo bautizado en 1975, y cinco años más tarde Georgia llegó a serlo también. Tenemos dos hijos, Robert y John, que proclaman activamente las buenas nuevas del Reino de Dios.

Cambio de actitudes

Con los años mis posturas se han suavizado. Antes era un militante agresivo que apenas respetaba los ideales de los demás. Como en el caso de otros millones de personas, la religión falsa y la política habían manipulado mi manera de pensar. Ahora me doy cuenta de que Dios no es parcial y de que las personas de corazón sincero de todas las razas pueden servirle en paz y unidad.

En las filas de los testigos de Jehová he encontrado a gente de todos los niveles sociales imaginables, gente que antes odiaba a otros. Ahora esas personas han llegado a comprender, como yo, que Dios es amor, y esa es una de las lecciones que Jesús vino a enseñarnos. Él dijo: “Les doy un nuevo mandamiento: que se amen unos a otros; así como yo los he amado, que ustedes también se amen los unos a los otros. En esto todos conocerán que ustedes son mis discípulos, si tienen amor entre sí”. (Juan 13:34, 35.)—Relatado por Constantine Louisidis.

[Fotografía en la página 13]

Constantine Louisidis a los 10 años, cuando asistía a la escuela cuáquera para niños

[Fotografía en la página 14]

La muerte del presidente John F. Kennedy supuso un duro golpe para mí

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