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Unidos en el servicio de Dios en las buenas y en las malasLa Atalaya 1996 | 1 de marzo
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Cuatro meses después viajamos en un pequeño velero lleno de cocos secos. A los cinco días llegamos a nuestra nueva asignación: la isla de Nuku Hiva, en las islas Marquesas. Contaba con unos mil quinientos habitantes, de los cuales nosotros éramos los únicos Testigos.
Las condiciones de vida eran primitivas. Vivíamos en una casa pequeña de hormigón y bambú sin electricidad. Había un grifo que solo funcionaba a veces, y cuando funcionaba, salía agua turbia. Casi siempre utilizábamos el agua de lluvia que se acumulaba en una cisterna. No había carreteras asfaltadas, solo senderos.
Para hacer viajes largos, teníamos que alquilar caballos. Las sillas eran de madera y muy incómodas, especialmente para Babette, que nunca había montado a caballo. Llevábamos un machete para cortar el bambú que se había caído en el camino. No se vivía como en Francia.
Celebrábamos la reunión del domingo, aunque solo asistíamos nosotros dos. En lugar de programar las demás reuniones, solo leíamos la información juntos, puesto que no había nadie más presente.
Transcurridos unos meses decidimos que no era conveniente reunirnos de esa manera. Michel relata: “Dije a Babette: ‘Debemos vestirnos apropiadamente. Tú te sentarás allí y yo aquí. Empezaré con oración y luego celebraremos la Escuela del Ministerio Teocrático y la Reunión de Servicio. Yo haré las preguntas y tú responderás, aunque seas la única persona en el auditorio’. Esa medida fue provechosa, porque es fácil hacerse negligente en sentido espiritual cuando no hay una congregación”.
Tomó tiempo convencer a las personas de que asistieran a las reuniones cristianas. Nos reunimos solos durante los primeros ocho meses. Luego empezaron a asistir una, dos y a veces tres personas. Cierto año nosotros dos empezamos la Cena del Señor. Diez minutos después llegaron algunas personas, de modo que comencé el discurso de nuevo.
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Unidos en el servicio de Dios en las buenas y en las malasLa Atalaya 1996 | 1 de marzo
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En Nuku Hiva aprendimos a ser pacientes. Con excepción de las cosas indispensables, teníamos que esperar para recibir todo lo demás. Por ejemplo, si deseábamos un libro, había que pedirlo por escrito y esperar de dos a tres meses para recibirlo.
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