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    Anuario de los testigos de Jehová 1996
    • Órdenes de detención

      A medida que tomaban forma los preparativos para el día en que Mozambique obtendría la independencia oficial, el 25 de junio de 1975, la postura neutral de los testigos de Jehová se hacía cada vez más patente. Varios hermanos autorizados trataron en vano de entrevistarse con el nuevo gobierno. El presidente, que acababa de tomar posesión de su cargo, dio prácticamente una orden al gritar durante una alocución por radio: “Vamos a acabar definitivamente con esos testigos de Jehová [...]. Creemos que son agentes dejados por el colonialismo portugués, antiguos miembros de la PIDE [...]. Por eso, proponemos que el pueblo los detenga de inmediato”.

      La tormenta se había desatado. Los llamados grupos “dinamizadores” se movilizaron por las vecindades animados por un objetivo común: detener a todos los testigos de Jehová —en el trabajo, en la casa, en las calles, a cualquier hora del día o de la noche, por todo el país—. En los lugares de trabajo y las zonas públicas se llevaban a cabo reuniones de carácter obligatorio, y cualquiera que no gritara a coro con la multitud: “¡Viva FRELIMO!”, era calificado de enemigo. Tal es el espíritu reinante cuando el fervor nacionalista se apodera de un pueblo.

      Sin embargo, es un hecho conocido por todos que, aunque neutrales en política, los testigos de Jehová son observantes de la ley y el orden, respetuosos con los funcionarios del Estado, honrados y escrupulosos en el pago de los impuestos, como comprobaría el gobierno mozambiqueño a lo largo de los años. En tanto, su situación era como la de los primeros cristianos que perecieron en los circos romanos por negarse a quemar incienso en honor del emperador, o como la de sus hermanos alemanes que fueron recluidos en los campos de concentración por no gritar: “Heil Hitler!”. A los testigos de Jehová se les conoce mundialmente porque se niegan a desobedecer a Jehová y a Jesucristo, quien dijo respecto de sus seguidores: “Ellos no son parte del mundo, así como yo no soy parte del mundo”. (Juan 17:16.)

      Deportación masiva, ¿adónde?

      En poco tiempo, miles de testigos de Jehová abarrotaron las cárceles. Numerosas familias fueron separadas. La intensa propaganda realizada en contra de ellos generó tal hostilidad que, sin que los ancianos los alentaran a ello, muchos optaron por entregarse, pues se sentían más seguros junto a sus hermanos y parientes presos.

      A partir de octubre de 1975, las sucursales de Zimbabue (antigua Rhodesia) y la República Sudafricana empezaron a recibir un aluvión de informes procedentes de superintendentes de circuito, diversos comités y hermanos particulares, en los que se pintaba un cuadro desolador. Estos, a su vez, fueron remitidos al Cuerpo Gobernante de los testigos de Jehová. Tan pronto como la hermandad mundial se enteró de la situación desesperada en que estaban los hermanos de Mozambique, se elevaron al cielo incesantes plegarias en su favor desde todas partes de la Tierra, siguiendo el consejo de Hebreos 13:3. Solo Jehová podía sostenerlos, y lo hizo a su manera.

      Lo más probable es que el alto gobierno no hubiera tenido la intención de dar a los testigos de Jehová el trato tan brutal que recibieron. Sin embargo, en un ingente esfuerzo por suprimir sus convicciones sinceras y firmemente arraigadas, algunos subalternos utilizaron la violencia a fin de arrancarles un “viva”. Uno de tantos ejemplos es el de Julião Cossa, oriundo de Vilanculos, a quien golpearon durante tres horas para obligarlo a retractarse de su fe; pero todo fue inútil. Cuando los torturadores finalmente conseguían que alguien gritara: “¡viva!”, no se conformaban con ello, sino que también le ordenaban gritar: “¡Abajo Jehová!”, “¡abajo Jesucristo!”. Tantas y tan horrendas fueron las atrocidades perpetradas contra los hermanos, que son inenarrables. (Véase ¡Despertad! del 8 de febrero de 1976, páginas 16-26.) Sin embargo, como escribió el apóstol Pablo a los cristianos filipenses del siglo I, ellos sabían que su valerosa postura frente a la tribulación y la persecución era una prueba de la profundidad de su amor a Dios y les daba la seguridad de que él los galardonaría con la salvación. (Fili. 1:15-29.)

      La atmósfera asfixiante de las cárceles producida por el hacinamiento, aunada a las condiciones antihigiénicas y a la falta de alimento, causó la muerte de más de sesenta niños en un período de cuatro meses en Maputo (antes Lourenço Marques). Los hermanos que estaban libres hicieron todo lo posible por sostener a los presos. Durante los últimos meses de 1975, algunos vendieron sus posesiones para seguir alimentándolos. Identificarse con los prisioneros significaba arriesgar su propia libertad, y muchos fueron detenidos mientras ayudaban a sus hermanos. Esta es la clase de amor que Jesús había predicho que habría entre sus seguidores. (Juan 13:34, 35; 15:12, 13.)

      Paradójicamente, los Testigos de la provincia de Sofala recibieron un trato diferente durante el mismo período. Los presos fueron llevados al lujoso Grande Hotel, de la ciudad de Beira, donde los alimentaron mientras esperaban el traslado a su destino final.

      ¿A qué destino? Esto era un secreto, incluso para los conductores de los numerosos autobuses y camiones que los transportaron.

      Destino: Carico, distrito de Milange

      Entre los meses de septiembre de 1975 y febrero de 1976 se transfirió a todos los testigos de Jehová que estaban detenidos, ya fuera en las cárceles o en el campo abierto. El secreto que rodeaba su destino era un arma más de la policía y otras autoridades locales para intimidarlos. “Se los van a comer las fieras —les decían—. Es un lugar desconocido en el norte, del que jamás regresarán.” En medio del llanto y los lamentos, sus familiares no creyentes insistían en que capitularan. Muy pocos transigieron. Hasta personas recién interesadas se unieron valientemente a los testigos de Jehová. Este fue el caso de Eugênio Macitela, un ferviente apoyador de los ideales políticos. Su interés se suscitó cuando oyó que las cárceles estaban repletas de testigos de Jehová. Queriendo saber quiénes eran, solicitó un estudio bíblico; a la semana siguiente fue arrestado y deportado. Macitela estuvo entre los primeros que se bautizaron en los campos de concentración. Actualmente es superintendente de circuito.

      Los Testigos no mostraron temor ni aprensión cuando los sacaron de las cárceles y los metieron en los autobuses, camiones e incluso aviones. Una de las caravanas más impresionantes, compuesta de catorce autobuses, o machibombos, como los llaman aquí, partió de Maputo el 13 de noviembre de 1975. El gozo aparentemente inexplicable de los hermanos llevó a los soldados que estaban al mando a preguntar: “¿Cómo pueden estar tan contentos si ni siquiera saben adónde los llevan? El lugar adonde van no es nada bueno”. Pero su felicidad no disminuyó. Mientras los familiares no creyentes lloraban, temiendo por el futuro de sus seres queridos, los Testigos entonaban cánticos del Reino, como el que se titula “Adelante con valor”.

      Los conductores telefoneaban a sus superiores desde cada ciudad del camino para preguntar adónde debían dirigirse, a lo cual se les ordenaba continuar hasta la siguiente parada. Algunos se extraviaron. Por fin llegaron a Milange, ciudad y sede de distrito de la provincia de Zambezia, a 1.800 kilómetros de Maputo, donde el administrador recibió a los hermanos con un “discurso de bienvenida”, una diatriba llena de amenazas.

      Luego los llevaron 30 kilómetros al este, a un lugar en las orillas del río Munduzi, en la zona denominada Carico, perteneciente al distrito de Milange. Millares de testigos de Jehová de Malaui que habían huido de su país a consecuencia de la persecución, vivían allí como refugiados desde 1972. Para estos fue una sorpresa la llegada repentina de los hermanos mozambiqueños, como lo fue para los recién llegados el ser recibidos por hermanos de otra lengua. Con todo, fue una sorpresa muy agradable. A los conductores los impresionó muchísimo el cariño y la hospitalidad que los hermanos malauianos mostraron a los mozambiqueños. (Compárese con Hebreos 13:1, 2.)

      El administrador del distrito era el hombre que había estado con los hermanos en la cárcel de Machava años atrás. A todos los grupos que llegaban les preguntaba lo mismo: “¿Dónde están Chilaule y Zunguza? Sé que también vienen”. Cuando finalmente llegó el hermano Chilaule, le dijo: “Chilaule, en realidad no sé cómo recibirlo. Ahora estamos en campos diferentes”. Entregado enteramente a su ideología, este hombre no facilitó para nada la vida de sus antiguos compañeros de celda. Como él mismo dijo, era “una cabra gobernando en medio de ovejas”.

      Ayuda amorosa de la hermandad internacional

      La hermandad internacional de los testigos de Jehová manifestó interés amoroso en los hermanos de Mozambique. El correo se vio inundado de misivas dirigidas a las autoridades nacionales. Los compañeros de trabajo de Augusto Novela, Testigo que laboraba en una compañía de telecomunicaciones, se mofaban diciendo que los testigos de Jehová no eran más que una secta del pueblo; pero sus burlas fueron acalladas cuando los telefax comenzaron a recibir mensajes de todas partes del mundo. La acción arrolladora del pueblo de Jehová dio testimonio de que está verdaderamente unido por el amor.

      Unos diez meses después, un ministro del Estado que efectuó una visita de inspección a los campos reconoció que los hermanos habían sido aprisionados sobre la base de acusaciones falsas. Pero era muy pronto para esperar que se les pusiera en libertad.

      Las dificultades de una nueva vida

      Se abría un nuevo capítulo en la historia del pueblo de Jehová de Mozambique. Los hermanos malauianos, organizados en ocho aldeas, ya estaban bien adaptados a su nueva forma de vida en el monte y se habían hecho hábiles constructores de casas, Salones del Reino y hasta Salones de Asambleas. Así mismo, los que no sabían de agricultura habían aprendido. Muchos de los mozambiqueños, que nunca habían cultivado un campo, o machamba, estaban a punto de experimentar los rigores del trabajo en los campos. Durante los primeros meses, los recién llegados se beneficiaron de la amorosa hospitalidad de los hermanos malauianos, quienes los acogieron en sus hogares y compartieron con ellos el alimento. Pero ya era hora de que ellos construyeran sus propias aldeas.

      La empresa no era fácil. Había empezado la estación de las lluvias, y la región fue bendecida con agua del cielo como nunca antes. Cuando el río Munduzi, que atravesaba el campo, inundó una región normalmente afectada por la sequía, los hermanos lo vieron como un símbolo del cuidado que Jehová les prodigaría. En efecto, contrario a lo que antes sucedía, durante los siguientes doce años el río no se secó ni siquiera una vez. Por otra parte, “el terreno fangoso y resbaladizo, causado naturalmente por la lluvia, era otra adversidad que afrontaban los que venían de vivir en la ciudad”, como recuerda el hermano Muthemba. No les resultaba fácil a las mujeres cruzar el río manteniendo el equilibrio en puentes improvisados, que no eran más que tres troncos. “Para los hombres que estábamos acostumbrados al trabajo de oficina suponía una difícil tarea internarse en el denso bosque y cortar árboles para construir las casas”, recuerda Xavier Dengo. La situación fue una prueba para la que algunos no estaban preparados.

      Recordará que en los días de Moisés se suscitaron quejas entre “la muchedumbre mixta” que salió junto con Israel de Egipto y se internó en el desierto, y que luego los propios israelitas se contagiaron de la misma actitud. (Núm. 11:4.) De igual manera, desde el mismo principio surgió de entre los que no eran Testigos bautizados un grupo de quejumbrosos, al que se unieron algunos bautizados. Estos dijeron al administrador que estaban dispuestos a pagar cualquier precio con tal de que se los dejara regresar a casa cuanto antes. Pero su acción no trajo el resultado que esperaban. Se los retuvo en Milange, y muchos de ellos fueron como una piedra en el zapato para los fieles. Este grupo, conocido como “los rebeldes”, vivió entre los hermanos, pero siempre estaba listo para traicionarlos. Su amor a Dios no había resistido la prueba.

      Por qué se desplomaron los salones

      Los hermanos malauianos habían gozado de considerable libertad de culto en los campos, situación de la que se beneficiaron los mozambiqueños a su llegada. Todos los días concurrían a uno de los grandes Salones de Asambleas para examinar el texto diario, que por lo general presidía un superintendente de circuito malauiano. “Fue fortalecedor —recuerda Filipe Matola— escuchar exhortaciones espirituales en compañía de tantos hermanos después de meses de encarcelamiento y travesías.” No obstante, esta libertad relativa duró poco.

      El 28 de enero de 1976, las autoridades gubernamentales, acompañadas de soldados, fueron por todas las aldeas anunciando: “Se les prohíbe usar estos salones o cualquier otro lugar de la aldea para el culto y la oración. El gobierno nacionalizará los salones y los empleará según estime conveniente”. Se les ordenó sacar los libros para confiscarlos. Por supuesto, los hermanos ocultaron lo que pudieron. Acto seguido, se puso la bandera frente a cada salón y se apostaron soldados para que velaran por la observancia de dicho decreto.

      A pesar de que los salones estaban hechos de estacas y parecían rústicos, eran bastante resistentes. Aun así, todos empezaron a venirse abajo en relativamente poco tiempo. Xavier Dengo recuerda que en cierta ocasión en que acababa de llegar con el administrador a una de las aldeas, el salón comenzó a desplomarse, aunque no estaba lloviendo ni haciendo viento. El administrador exclamó: “¿Qué pasa? Ustedes son malos. Ahora que hemos nacionalizado los salones, se están cayendo”. En otra ocasión, el administrador dijo a uno de los ancianos: “Ustedes deben de haber orado pidiendo que los salones se caigan, [...] y su Dios los ha derrumbado”.

      Organización de las aldeas

      Surgieron nueve aldeas mozambiqueñas, paralelas a las ocho malauianas y mirando hacia ellas. Ambos grupos, unidos por el “lenguaje puro”, convivirían por los siguientes doce años. (Sof. 3:9.) Las aldeas estaban divididas en manzanas, cada una de las cuales abarcaba ocho solares de aproximadamente 25 por 35 metros, con calles bien cuidadas. Las congregaciones se agrupaban según las manzanas. Como la proscripción impedía la construcción de Salones del Reino visibles, se fabricaron con este fin casas especiales en forma de “L”, y para simular que se trataba de viviendas, habitaba en ellas alguna viuda o una persona soltera. Durante las reuniones, el orador se paraba en la esquina de la “L”, desde donde podía ver el auditorio a ambos lados.

      En los contornos de las aldeas estaban las machambas. También las congregaciones tenían su propia machamba, en cuyo cultivo participaban todos como contribución al mantenimiento de la congregación.

      El tamaño de las aldeas variaba según el número de pobladores. De acuerdo con el censo realizado en 1979, la villa mozambiqueña número 7 era la más pequeña, con solo 122 publicadores y 2 congregaciones; en tanto que la número 9 era la mayor y la más distante: contaba con 1.228 publicadores y 34 congregaciones. En todo el campo había once circuitos. Los hermanos dieron al entero campo, formado por las aldeas malauianas y mozambiqueñas y sus zonas dependientes, el nombre de Círculo de Carico. El último censo que tenemos en nuestros archivos data de 1981, cuando la población total era de 22.529, de los cuales 9.000 eran publicadores activos. Posteriormente hubo mayor crecimiento. (El entonces presidente, Samora Machel, anunció que la población era de 40.000, según el folleto Consolidemos Aquilo Que nos Une, páginas 38 y 39.)

      La época de Chingo, un tiempo difícil

      Era obvio que no se había llevado a los testigos de Jehová a Milange simplemente para que se convirtieran en una colonia agrícola. No era sin motivo que el gobierno había denominado al campo Centro de Reeducación de Carico, como lo evidenciaba la existencia del centro administrativo en medio del campo malauiano número 4, atendido por funcionarios oficiales y dotado de oficinas y residencias. Había asimismo un comandante de campo, una guarnición de soldados y una prisión, donde muchos de nuestros hermanos purgaron diversas penas impuestas por el comandante.

      El más famoso de todos los comandantes fue Chingo. Su mandato de dos años se conoció como la época de Chingo. Decidido a doblegar la firme postura de los testigos de Jehová y “reeducarlos”, recurrió a toda táctica psicológica conocida, así como a la violencia. Aunque prácticamente no tenía educación formal, era un orador desenvuelto y persuasivo que gustaba de usar ilustraciones, don que empleó para tratar de adoctrinar a los hermanos en su filosofía política y debilitar su amor a Dios. Una de sus tácticas fue “el cursillo de cinco días”.

      “El cursillo de cinco días”

      El comandante anunció que habría un “cursillo de cinco días”, y pidió a los Testigos que escogieran a los hombres más capaces de las aldeas, que pudieran transmitir información de interés, para enviarlos a un curso que se celebraría en un lugar distante. Los hermanos se negaron, dudando de las intenciones del comandante. Sin embargo, “los rebeldes” que había allí señalaron a los hermanos que ocupaban puestos de responsabilidad, incluidos los superintendentes de circuito. Entre estos figuraban Francisco Zunguza, Xavier Dengo y Luis Bila. Un camión partió con veintiún hombres y cinco mujeres en un viaje de cientos de kilómetros hacia el norte, a una zona al norte de Lichinga, en la provincia de Niassa, donde los hombres fueron recluidos en un “campo de reeducación”, junto a delincuentes, y las mujeres fueron llevadas a un campo para prostitutas.

      Entre las terribles torturas que allí les infligieron estaba la que los verdugos llamaban el “estilo Cristo”. Extendiendo los brazos de la víctima sobre una estaca, como si fueran a crucificarla, la ataban fuertemente con hilo de nailon desde la punta de los dedos de una mano hasta la punta de los dedos de la otra. La circulación de las manos, los brazos y los hombros se detenía por completo, y se mantenía a la víctima en esta posición por bastante tiempo en un vano esfuerzo por obligarla a gritar: “¡Viva FRELIMO!”. Luis Bila, un fiel anciano, sufrió un ataque cardíaco y murió a causa de este trato cruel e inhumano.

      A las hermanas se las sometió a un tratamiento de “ejercicios” que consistía en correr casi indefinidamente, algunas veces entrando y saliendo del agua; subir y bajar montañas dando volteretas sin descanso, y otro sinfín de vejaciones. ¡Qué cursillo! ¡Qué “reeducación”!

      Pese al tratamiento brutal, la mayoría de estos hermanos se mantuvieron íntegros; solo dos transigieron. Un hermano se las arregló para enviar una carta al ministro del Interior, en Maputo, denunciando los hechos. La carta dio resultados. El propio gobernador de Niassa fue en helicóptero e inmediatamente destituyó de su cargo al comandante y sus asesores. “Quedan detenidos por realizar actos que el FRELIMO nunca concibió”, declaró. Cuando los demás prisioneros que habían sufrido igual trato oyeron esto, gritaron de alegría y dijeron: “Gracias a ustedes hemos sido liberados”, a lo que los hermanos replicaron: “Den las gracias a Jehová”.

      Al cabo de cierto tiempo fueron transferidos a otros campos, en los que solamente se les sometía a trabajos forzados. En total, transcurrieron casi dos años antes de que los enviaran de vuelta a Carico, donde estaba Chingo para recibirlos. Este persistió en sus vanos intentos por tratar de debilitar su lealtad a Jehová mediante “cursillos” parecidos. Por último, cuando estaba a punto de abandonar Carico, pronunció un discurso lleno de ilustraciones, propio de su estilo. Admitiendo la derrota, dijo: “Un hombre golpea muchas veces un árbol, y cuando falta poco para derribarlo, lo reemplazan por otro, que con solo un golpe, finaliza el trabajo. Yo di muchos golpes, pero no pude terminar la labor. Otros vendrán después de mí, y usarán diversos métodos. No se rindan. [...] Sigan firmes en su postura. [...] De lo contrario, ellos se llevarán toda la gloria”. No obstante, los hermanos se esforzaron porque solo Jehová recibiera la gloria manteniendo fuerte su amor a él. (Rev. 4:11.)

      Aquellos que se quedaron en las ciudades

      ¿Estaban todos los Testigos mozambiqueños recluidos en la cárcel y en los campos de detención en este momento? Aun cuando sus enemigos los buscaron con lupa en sus lugares de trabajo y en prácticamente todo vecindario, algunos lograron escapar, pues no todo el mundo estaba ansioso por que los aprisionaran o les impusieran otros castigos. De todas formas, corrían el constante peligro de ser capturados. Actividades cotidianas como hacer la compra o sacar agua de un grifo público eran arriesgadas.

      Lisete Maienda, quien permaneció en Beira, recuerda: “Me negaron una tarjeta que era necesaria para comprar alimentos porque no acudía a las reuniones obligatorias. Por fortuna, había un tendero amable que me vendía algunos kilogramos de harina a escondidas”. (Compárese con Revelación 13:16, 17.) Su esposo fue despedido seis veces de su empleo en el puerto de Beira, pero los patrones volvían a contratarlo porque su preparación profesional era muy valiosa para la compañía.

      A pesar de que dar testimonio y reunirse eran actividades sumamente arriesgadas, la luz espiritual no se extinguió en ninguna de las principales ciudades del país. En Beira, un grupo de jóvenes valerosos y sedientos de la verdad bíblica del barrio de Esturro, se unió a los Maienda, y juntos mantuvieron encendida la luz de la verdad en la capital de la provincia de Sofala. Tanto era su celo, que se aventuraban a entrar en Rhodesia (ahora Zimbabue) en busca de alimento espiritual.

      La sucursal de Salisbury (actual Harare) trabajó audaz e infatigablemente en el cuidado de los hermanos que estaban dispersos por el norte. Cuando le llegó la noticia de que varias personas seguían reuniéndose en Tete, despachó a dos hermanos para que se ocuparan de ellas. Estos, como Epafrodito, un colaborador del apóstol Pablo, anhelaban ver a los hermanos. (Fili. 2:25-30.) Uno de los enviados fue Redson Zulu, muy amado y conocido en todo el norte por sus conmovedores discursos en lengua chichewa. Con gran riesgo, él y su compañero viajaron por el monte en bicicleta a fin de ministrar a sus hermanos mozambiqueños aislados.

      La luz de la verdad también siguió alumbrando en la provincia de Nampula, donde un grupo de personas que aún no estaban bautizadas celebraba las reuniones a su modo. Al comienzo solo asistían ocho, pero el número pronto ascendió a 50. Cierto hermano que fue trasladado de Carico a Nampula para ser hospitalizado, conoció allí a uno de los miembros del grupo, un empleado del hospital. De inmediato avisó por carta a la sucursal, la cual le encomendó dirigirles un estudio y preparar a quienes estuvieran en condiciones de bautizarse. Se bautizaron cinco. El grupo recibió más ayuda cuando un Testigo originario de los Países Bajos que estaba en Nampula por razones de trabajo, puso a disposición su hogar como centro de reuniones. Con el tiempo, algunos llenaron los requisitos para asumir la responsabilidad de ancianos.

      Liberados de la cárcel central

      Durante 1975 se envió al norte un contingente tras otro de prisioneros de las cárceles de Maputo, en tanto que otros llegaban para ocupar su lugar. Luego, a finales de febrero de 1976, el gobierno decidió suspender la incesante deportación de Testigos presos.

      Pocos meses después, el presidente Samora Machel realizó una visita a la cárcel central de Maputo, donde una de las reclusas, la hermana Celeste Muthemba, aprovechó la oportunidad para darle un testimonio. El mandatario escuchó amablemente, pero a su partida, las autoridades penitenciarias la reprendieron con severidad. Sin embargo, a la semana llegó una orden de excarcelación y un documento en el que se le garantizaba protección contra cualquier forma de hostigamiento por motivos políticos, así como el derecho a reincorporarse a su antiguo empleo en el hospital central. Además, se ordenó poner en libertad a todos los testigos de Jehová de aquel penal.

      Los hermanos de Maputo se agruparon en congregaciones. En poco tiempo había veinticuatro, organizadas en un circuito que se extendía desde Maputo hasta Inhambane, al noreste. Se asignó a Fidelino Dengo a visitarlas. Además, la sucursal sudafricana instituyó un comité de ancianos para que velara por las necesidades espirituales de dichos grupos, el cual ideó métodos cautelosos para predicar de manera informal y gestionó la asistencia de los hermanos a las asambleas del vecino país de Swazilandia. Y en el propio Mozambique, aprovechando que algunos regresaron de Carico, los hermanos realizaron asambleas disfrazadas de fiestas de “bienvenida a casa”.

      A propósito, ¿qué actividades espirituales se programaron en Carico?

      El comité de la O.N. supervisa los campos

      Bajo la tutela de la sucursal de Zimbabue, los hermanos malauianos habían creado un comité especial para atender las necesidades espirituales de los campos, y los hermanos del sur de Mozambique que fueron transferidos a Carico se beneficiaron de este sistema. Dos de los hermanos del sur, a saber, Fernando Muthemba y Filipe Matola, fueron incorporados a dicho comité.

      El comité de la O.N. (Ofisi ya Ntchito [Oficina de Servicio], en chichewa) mantenía correspondencia con la Sociedad, organizaba las asambleas de circuito y distrito, compilaba los informes del entero campo y se reunía periódicamente con los ancianos de las aldeas; asimismo supervisaba la obra de los once circuitos. Era una grave responsabilidad, especialmente por lo precario de las relaciones entre los hermanos y las autoridades estatales.

      Predican y hacen discípulos en los campos

      Un número considerable de personas interesadas y estudiantes de la Biblia que en 1975 acompañaron a los hermanos a Milange, se bautizaron en noviembre de 1976.

      Muchos que habían sido precursores regulares siguieron predicando durante su encarcelamiento y traslado a los campos. Pero ¿a quiénes predicaban? En un principio daban estudios a quienes todavía no estaban bautizados, incluidos los hijos de los hermanos. Una familia numerosa era vista como un “buen territorio”. Los padres daban estudio a algunos de sus hijos y el resto se repartía entre los publicadores solteros. De este modo, muchos se mantuvieron activos en la obra de hacer discípulos.

      Claro está que esto no era suficiente para los que poseían el verdadero espíritu de evangelizador. Un precursor entusiasta comenzó a “espiar” el territorio fuera de los campos. Aquello era ciertamente arriesgado por las limitaciones que habían impuesto las autoridades del campo. Era preciso buscar algún pretexto para poder salir. Pero ¿cuál? Después de pedir la guía de Jehová en oración, decidió salir a vender sal y otros artículos comestibles. Fijaba un precio alto a fin de evitar que se la compraran y, a la vez, crear oportunidades para dar testimonio. El método se puso en boga. Con el tiempo podía verse a muchos de estos “vendedores” ofreciendo sus productos fuera de los campos. Trabajar el territorio disperso implicaba recorrer largas distancias, salir al amanecer y regresar por la noche. Era poca “vegetación” para tantas “langostas”. No obstante, fue así como muchos pobladores de este territorio aprendieron la verdad.

      “Centro de producción de Zambezia”

      El trabajo diligente de estos laboriosos “estudiantes de reeducación” y las benditas lluvias que regaron la zona resultaron en gran prosperidad agrícola. Los Testigos de los campos recogían abundantes cosechas de maíz, arroz, mandioca, mijo, batata, caña de azúcar, fríjol y frutos autóctonos, como la mafurra. Los graneros del llamado Círculo de Carico estaban a rebosar. La cría de aves de corral, como gallinas, patos y palomas, y de mamíferos pequeños, como conejos y cerdos, añadía proteínas a su dieta. El hambre del comienzo era una experiencia pasada. En cambio, el resto del país atravesaba la peor hambruna de su historia. (Compárese con Amós 4:7.)

      En reconocimiento del éxito de esta operación agrícola, el gobierno comenzó a llamar a la región de los campos el “Centro de Producción de Zambezia”. Con el dinero proveniente de la venta de los excedentes agropecuarios, los hermanos adquirieron ropa y hasta radios y bicicletas. Aunque eran prisioneros, su laboriosidad les permitió estar bien equipados. Cumplían escrupulosamente las leyes fiscales del Estado; de hecho, figuraban entre los principales contribuyentes del lugar. En consonancia con las normas bíblicas, el pago concienzudo de los impuestos, incluso en aquellas circunstancias, era un requisito indispensable para tener privilegios en la congregación. (Rom. 13:7; 1 Tim. 3:1, 8, 9.)

      Intercambio cultural

      En Carico se dio un intercambio técnico cultural. Muchos aprendieron un nuevo oficio, como albañilería, carpintería y tallado de madera. También aprendieron a fabricar herramientas, trabajar el hierro fundido, hacer muebles de calidad, etc. Este hecho no solo les reportó beneficios personales, sino que constituyó otra fuente de ingresos.

      El mayor reto cultural estribó en el idioma. Los mozambiqueños aprendieron chichewa, la lengua de los malauianos; esta se convirtió en la lengua principal de los campos, y en ella estaban escritas casi la totalidad de las publicaciones disponibles. Por su parte, los malauianos aprendieron poco a poco a hablar con soltura el tsonga y sus variantes, propios del sur de Mozambique. Muchos añadieron a estos el inglés y el portugués, lo que les resultaría de gran ventaja cuando asumieran privilegios especiales de servicio en el futuro. Un anciano dice: “Podíamos encontrarnos con un hermano o una hermana que hablara nuestro idioma con fluidez y no saber si era mozambiqueño o malauiano”.

      ¿Cómo entraba el alimento espiritual en los campos?

      Llegaba procedente de Zambia a través de Malaui. ¿Cómo? Un superintendente de circuito contestó: “Solo Jehová lo sabe”. El comité de la O.N. designaba a jóvenes malauianos del campo, muchos de los cuales eran precursores, para que cruzaran la frontera en bicicleta y se encontraran en un sitio determinado con las personas encargadas de entregarles la correspondencia y las publicaciones. Así se mantenía al día a las congregaciones con el alimento espiritual.

      Además, los miembros del comité de la O.N. atravesaban la frontera y viajaban hasta Zambia o Zimbabue a fin de aprovechar las visitas anuales de los superintendentes de zona enviados por el Cuerpo Gobernante. Por estos y otros medios, los hermanos de Carico mantuvieron fuertes vínculos con la organización visible de Jehová y permanecieron unidos en la adoración.

      Celebrar las reuniones de congregación exigía adoptar medidas especiales. Debido a que los hermanos estaban sometidos a constante vigilancia, muchas se llevaban a cabo al clarear el día o de madrugada. Los concurrentes se juntaban fuera, como si estuvieran comiendo avena en el jardín, mientras el orador se situaba dentro de la casa. Algunas reuniones se realizaban en los lechos de los ríos o en el interior de cráteres naturales. La organización de las asambleas de distrito implicaba mucho más trabajo.

      Cómo se organizaban las asambleas de distrito

      Una vez recibido el entero programa de la Sociedad, el comité de la O.N. se retiraba varias semanas a la aldea número 9. En aquel lugar relativamente alejado trabajaba todas las noches a la luz de una linterna traduciendo los bosquejos de los discursos, grabando los dramas y asignando a los oradores. De particular utilidad fue un mimeógrafo manual que se había traído de Zimbabue. El trabajo no cesaba hasta que el programa de la serie de seis asambleas quedaba terminado.

      Además, se nombraba un equipo para que buscara y preparara el lugar donde se realizaría la asamblea, que bien podía ser la ladera de una montaña o el bosque, pero no a menos de 10 kilómetros de los campos. Todo tenía que hacerse a escondidas de las autoridades y de “los rebeldes”. Valiéndose de radios portátiles prestados, se montaba un sistema de sonido para auditorios de más de tres mil personas. Siempre había un arroyo cercano donde construir una presa para el bautismo. La plataforma, el auditorio, la limpieza, el mantenimiento, todo se organizaba con antelación. Por fin, el lugar de la asamblea quedaba listo, en un sitio diferente cada año.

      Se ideó un sistema para que todos los habitantes de las aldeas pudieran estar presentes, el cual funcionaba a la perfección gracias al excelente espíritu de cooperación de los hermanos. Como no todos podían asistir al mismo tiempo, pues una aldea desierta habría llamado la atención de las autoridades, los vecinos se turnaban: una familia asistía un día, y la otra al día siguiente. La familia que se quedaba entraba y salía constantemente de la casa de sus vecinos para que nadie notara su ausencia. ¿Significaba esto que algunos perdían partes de la asamblea? No, porque el programa de cada día se presentaba dos veces. Por eso, las asambleas de tres días duraban seis, y las de dos días, cuatro.

      Un equipo de vigilantes formaba una cadena de comunicación que iba desde el centro administrativo del campo hasta el lugar de la asamblea, con un hombre apostado cada medio kilómetro. Cualquier movimiento sospechoso que pudiera constituir una amenaza para la asamblea activaba la línea de comunicación, que podía transmitir un mensaje a 30 ó 40 kilómetros de distancia en tan solo media hora. Esto daba suficiente tiempo a los organizadores de la asamblea para que tomaran una decisión, tal vez suspender todo y ocultarse en el bosque.

      José Bana, anciano de Beira, relata: “En cierta ocasión, un agente nos advirtió la noche anterior que la policía tenía conocimiento de nuestra asamblea e iba a disolverla. Se puso a los hermanos a cargo al corriente de la situación. ¿Debería cancelarse el evento? Después de orar a Jehová, decidieron esperar hasta la mañana siguiente. La respuesta llegó por la noche: un torrencial aguacero desbordó el río Munduzi hasta convertirlo en un mar. Dado que la policía estaba en la orilla opuesta, todos pudieron asistir a la asamblea, sin que nadie tuviera que quedarse y sin necesidad de utilizar la cadena de comunicación humana. Cantamos todos los cánticos del Reino que quisimos”.

      La apostasía y la aldea número 10

      Cierto movimiento apóstata autodenominado “los ungidos”, nacido principalmente en las aldeas malauianas, ocasionó un sinfín de dificultades. Sostenía que el “tiempo de los ancianos” había terminado en 1975 y que ellos, “los ungidos”, debían hacerse cargo. La información del libro de la Sociedad titulado Vida eterna, en libertad de los hijos de Dios, sirvió para ayudar a algunos que tenían dudas a comprender el significado de la verdadera unción. Aun así, la influencia de los apóstatas se extendió, y muchos de los que les prestaron oídos fueron extraviados. Parte de su doctrina afirmaba que no era necesario remitir los informes a la Sociedad; sencillamente los arrojaban al viento después de hacer una oración.

      Se calcula en quinientos el número de personas expulsadas como consecuencia del influjo apóstata. Por iniciativa propia y con el consentimiento de las autoridades, decidieron construir su propia aldea, la número 10. Posteriormente, el líder del movimiento llegó a reunir un séquito de mujeres jóvenes que lo atendían, muchas de las cuales le dieron hijos.

      La aldea 10 y su grupo siguieron existiendo durante el resto de la estadía en los campos, y causaron muchísimas dificultades a los fieles. Algunos que inicialmente se habían dejado influir por ellos, con el tiempo se arrepintieron y regresaron a la organización de Jehová. Esta comunidad apóstata se disolvió cuando terminó la vida en los campos.

      “El campo es nuestra prisión, y las casas, nuestras celdas”

      La vida en los campos revistió cierta normalidad hasta comienzos de 1983; sin embargo, nuestros hermanos no olvidaban que eran prisioneros. Es verdad que algunos se las arreglaron para regresar a sus ciudades por su propia cuenta; otros iban y venían. Pero la comunidad como un todo permaneció allí. Era natural que echaran de menos sus hogares. Mantenían correspondencia por correo o mediante uno que otro hermano que se atrevía a visitar a sus parientes y viejas amistades en los campos, aunque algunos fueron detenidos y encarcelados.

      Xavier Dengo solía decir: “Ustedes los malauianos son refugiados, pero nosotros somos prisioneros. El campo es nuestra prisión, y las casas, nuestras celdas”. En realidad, la situación de nuestros hermanos malauianos era muy similar. Cualquier apariencia de normalidad estaba a punto de terminar repentinamente.

      Una incursión armada siembra el pánico y la muerte

      A principios de 1983, miembros armados del movimiento de resistencia nacional invadieron la región de Carico, lo que obligó al comandante del centro administrativo a refugiarse en la sede de distrito de Milange, a una distancia de 30 kilómetros. Por un poco de tiempo, los hermanos todavía pudieron respirar tranquilos, a pesar de que aún se hallaban bajo cierta vigilancia de las autoridades.

      No obstante, la tragedia azotó el 7 de octubre de 1984, mientras se ultimaban los preparativos para la asamblea de distrito. Un comando guerrillero procedente del este dejó a su paso por la aldea 9 una estela de pánico, destrucción y muerte. Después de matar al hermano Mutola en la aldea malauiana número 7, asesinaron a Augusto Novela en la aldea mozambiqueña número 4. El sonido de las balas alertó al hermano Muthemba, en la aldea mozambiqueña número 5, quien, al ver el cadáver de un hermano en el suelo, gritó por auxilio a Jehová. La guerrilla quemó y saqueó las casas. Hombres, mujeres y niños corrían frenéticamente en toda dirección, buscando dónde resguardarse. Este ataque violento fue solo el preludio de lo que les aguardaba. Después de haber cruzado por los campos, el grupo armado escogió la zona norte de la aldea 1 para establecer su base de operaciones.

      Todos los días, los guerrilleros incursionaban en los campos para robar, quemar las casas y matar. En una de tales ocasiones asesinaron a seis Testigos malauianos, entre ellos a la esposa del superintendente de circuito Fideli Ndalama.

      Algunos fueron llevados presos a la base de operaciones. En particular, trató de obligarse a los hombres jóvenes a unirse al movimiento militarizado. Muchos de ellos huyeron de las aldeas y se ocultaron en las machambas (los campos sembrados), adonde sus familiares les llevaban comida. Reclutaron a las muchachas como cocineras, y luego quisieron forzarlas a ser sus “amantes”. Hilda Banze fue una de las que se resistieron a tales requerimientos, por lo que la golpearon con tanta crueldad que la dejaron por muerta. Felizmente, se recuperó.

      Los guerrilleros exigieron que la población los sustentara y transportara sus pertrechos. Los hermanos juzgaron dicha exigencia incompatible con su neutralidad cristiana y rehusaron hacerlo. Su negativa les valió la furia del movimiento armado. En aquel remoto lugar, donde la única ley eran las palizas y las armas, no había cabida para la neutralidad ni los derechos humanos. Aproximadamente treinta hermanos perdieron la vida durante este período turbulento. Uno de ellos fue Alberto Chissano, quien explicó así la razón de su renuencia a apoyarlos: “No intervengo en política, y por este motivo me trajeron aquí desde Maputo. No quise hacerlo en el pasado, y no será diferente ahora”. (Compárese con Juan 18:36.) Aquello era demasiado para los opresores, que se lo llevaron a rastras. Seguro de lo que le esperaba, Chissano se despidió de los hermanos con fe inquebrantable. “Hasta el nuevo mundo”, fueron sus últimas palabras antes de que lo golpearan brutalmente y lo hirieran de muerte. Los hermanos del equipo médico intentaron salvarle la vida, pero fue inútil. En efecto, sería “hasta el nuevo mundo”, porque ni siquiera las amenazas de muerte doblegaron su fe. (Hech. 24:15.)

      Librados del horno ardiente

      La tensión era irresistible, y se precisaba hacer algo para aliviarla. El comité de la O.N. convocó a los ancianos y siervos ministeriales a una reunión a fin de buscar la manera de dialogar con el movimiento de resistencia. Como este había invitado a los pobladores a que fueran a la base de operaciones, los ancianos decidieron ir, junto con un nutrido grupo de hermanos que se ofreció a acompañarlos. Se designó a dos portavoces para que hablaran en nombre de todas las aldeas. Uno de ellos, Isaque Maruli, pasó por su casa para informar a su joven esposa y despedirse de ella. Alarmada por lo que pudiera suceder, trató de disuadirlo, pero él, hablándole confortadoramente, le preguntó: “¿Crees que hemos sobrevivido hasta ahora gracias a nuestro ingenio? ¿O piensas que somos más importantes que los demás hermanos?”. Ella convino en silencio, y tras orar juntos, se despidieron.

      Acudieron también a la reunión individuos que deseaban apoyar el movimiento armado, si bien los Testigos, que ascendían a unos trescientos, los superaban en número. Los ánimos estaban exaltados. La gente gritó lemas políticos y cantó himnos militares. Luego se anunció: “Hoy vamos a gritar: ‘¡Viva RENAMO!’ [Resistencia Nacional de Mozambique, grupo guerrillero que encabezaba la lucha contra el gobierno del FRELIMO] hasta que caigan las hojas de estos árboles”. El comandante, sus hombres y los concurrentes no Testigos comenzaron a impacientarse ante el mutismo de los hermanos. Un comisionado político que presidía la reunión explicó la ideología del movimiento y habló de la determinación del alto mando de desmantelar las aldeas y hacer que todo el mundo se dispersara por las machambas. Acto seguido cedió la palabra a los presentes. Nuestros hermanos explicaron su posición neutral con la esperanza de que se entendieran las razones por las que no podían proveerles de alimentos ni transportar pertrechos, etc. En lo referente al desalojo de las aldeas, a ellos ya los habían obligado a abandonarlas.

      No agradó en absoluto al comandante la valiente respuesta de los hermanos. Providencialmente, el comisionado se mostró más comprensivo, y tras calmar a aquel, despachó a los hermanos en paz. Así pues, salieron con vida de lo que ellos denominaron el “horno ardiente”. (Compárese con Daniel 3:26, 27.) Con todo, la paz no estaba garantizada. El acontecimiento más estremecedor habría de sobrevenir unos días después.

      La masacre de la aldea número 7

      Aunque el domingo 14 de octubre de 1984 alumbró el sol, resultó ser un día negro para la región de Carico. Una vez que terminó la reunión de congregación, la cual se celebró temprano aquel día, algunos hermanos fueron a las aldeas a buscar las provisiones que quedaban antes de volver rápidamente a sus nuevos hogares en los sembrados. Un contingente armado salió de la base sin avisar y marchó hacia la aldea mozambiqueña número 7. En las afueras de la aldea 5 capturaron a un hermano, a quien dijeron: “Llévanos a la aldea siete. Vas a ver lo que es la guerra”. Al llegar allí, reunieron a todos los que se encontraban por casualidad y les ordenaron sentarse en círculo, siguiendo la numeración de sus aldeas; entonces procedieron al interrogatorio.

      “¿Quién fue el que golpeó y robó a nuestro mudjiba [vigía o informante desarmado]?”, preguntaron. Los hermanos, ignorantes de lo que había pasado, contestaron que no sabían. “Bien, si no quieren hablar, haremos que escarmienten con este hombre que está sentado aquí al frente.” Y mataron a un hermano de un tiro en la frente a quemarropa. Todos temblaban. Cada vez que repetían la pregunta, disparaban a una nueva víctima. Algunas mujeres, abrazadas a sus bebés, se vieron obligadas a presenciar la cruel ejecución de sus esposos, como la hermana Salomina, que vio morir a su marido, Bernardino. También se asesinó a mujeres. Una de ellas fue Leia Bila, esposa de Luis Bila, que había fallecido de un infarto en el campo cercano a Lichinga; de modo que sus pequeños hijos quedaron huérfanos. Ni siquiera se perdonó a los jóvenes, como fue el caso de Fernando Timbane, quien oró a Jehová y trató de animar a los demás aun después de que le habían disparado.

      Cuando el número de víctimas brutalmente asesinadas llegó a diez, surgió un desacuerdo entre los verdugos, lo que puso fin a la terrible pesadilla. Obedeciendo sus órdenes, el hermano Nguenha, que hubiera sido la víctima número 11, se levantó de la “silla de la muerte”. Él cuenta: “Oré a Jehová pidiéndole que velara por mi familia, pues mis días habían llegado a su fin. Entonces me puse de pie y sentí un valor singular. Fue solo después cuando experimenté el choque emocional”.

      A continuación los guerrilleros obligaron a los sobrevivientes a quemar las casas que quedaban en las aldeas, y antes de marcharse, les advirtieron: “Teníamos orden de matar a cincuenta de ustedes, pero con estos basta. No deben enterrarlos. Estaremos vigilando, y por cada cuerpo que desaparezca, morirán diez más”. ¡Qué orden más extraña y horrible!

      El eco de los disparos y la noticia que circularon aquellos que habían logrado escapar sembraron de nuevo el pánico en las aldeas. Desesperados, los hermanos huyeron al bosque y a las montañas. Al cabo del tiempo se supo que el instigador de las preguntas acusadoras que dieron origen a la masacre había sido un expulsado que aspiraba a alistarse en el movimiento de resistencia y que se había hecho ladrón. Procurando ganarse el favor y la confianza del grupo, acusó falsamente a los hermanos de su propia aldea. Una vez descubierto el engaño, los guerrilleros capturaron al autor de las mentiras y lo mataron salvajemente.

      Comienza la dispersión

      El duelo y la confusión reinaban por doquier en el Círculo de Carico. Los ancianos, también con lágrimas en los ojos, procuraban consolar a las familias que lloraban a sus seres queridos asesinados. Era inconcebible pensar en quedarse, de modo que se originó una dispersión natural. Congregaciones enteras buscaron lugares lejanos, hasta a 30 kilómetros de distancia, donde pudieran sentirse más seguras. Otras, en cambio, resolvieron quedarse a vivir cerca de las machambas. Esta circunstancia duplicó el trabajo de los ancianos que integraban el comité de la O.N., ya que tenían que caminar muchos kilómetros para garantizar la unidad y la seguridad física y espiritual del rebaño en las congregaciones dispersas.

      Cuando la noticia de la tragedia llegó a oídos de la sucursal de Zimbabue, esta convino en mandar a varios de sus miembros para que edificaran a los hermanos y consultó al Cuerpo Gobernante, de Brooklyn, sobre el envío de alimentos, ropa y medicinas a los campos de Milange. El Cuerpo Gobernante, profundamente preocupado por el bienestar de los hermanos, ordenó utilizar los recursos económicos existentes para atender sus necesidades e incluso, si era conveniente, facilitarles los medios para que abandonaran Milange y retornaran a sus hogares. Esta opción parecía, en efecto, aconsejable.

      A finales de 1984, los miembros del comité de la O.N. salieron de Milange, como solían hacer todos los años, para encontrarse con el superintendente de zona enviado por el Cuerpo Gobernante, en esta ocasión Don Adams, de Brooklyn. En una reunión conjunta con los comités de las sucursales de Zambia y Zimbabue, el comité de la O.N. expuso su inquietud con relación al Círculo de Carico. Se le aconsejó examinar la conveniencia de permanecer en aquel lugar, en vista del principio bíblico contenido en Proverbios 22:3: “Sagaz es el que ha visto la calamidad y procede a ocultarse”. Con esta idea presente, regresaron a los campos.

      ¿Irse? ¿Cómo? ¿Y adónde?

      Enseguida se transmitió el consejo a las congregaciones. Algunos no vacilaron en acatarlo, como João José, un hermano soltero que más tarde intervino en la construcción de las sucursales de Zambia y Mozambique. Junto con un grupo, cruzó la frontera malauiana y entró en Zambia sin mayores dificultades.

      Sin embargo, la situación no fue tan fácil en el caso de otros. Muchas familias tenían niños pequeños en los que pensar. Los miembros del movimiento de resistencia vigilaban constantemente las carreteras, y cualquiera que viajara por ellas se exponía a ser atacado. La frontera de Malaui suponía otro peligro, en especial para los hermanos de dicho país, pues todavía se odiaba y perseguía allí a los testigos de Jehová. Por lo tanto, las preguntas desconcertantes fueron: ¿Cómo se irían? ¿Adónde? Después de haber vivido todos esos años en el monte sin documentos, ¿cómo pasarían las fronteras? “Tampoco nosotros lo sabemos”, fue la respuesta del comité de la O.N. en una reunión plenaria con los ancianos que resultó extremadamente tensa. “Una cosa sí es segura, y es que debemos dispersarnos”, recalcó el comité. Y concluyó diciendo: “Que cada quien haga una oración, planee su salida y actúe”. (Compárese con 2 Crónicas 20:12.)

      Este fue el tema principal de las reuniones en los meses que siguieron. Los ancianos en su mayoría apoyaron la idea de emigrar y alentaron a los hermanos a obrar a ese efecto. Otros optaron por quedarse. Con el tiempo se inició un éxodo a distintos lugares. Los hermanos malauianos que quisieron volver a su patria fueron detenidos en la frontera por las mismas razones de siempre, viéndose obligados a regresar, lo que apagó el entusiasmo de los que habían resuelto marcharse y reforzó los argumentos de los que estaban a favor de quedarse. La “invitación” a otra “reunión importante” en la base militar constituyó el factor determinante para la mayoría.

      Éxodo masivo

      El 13 de septiembre de 1985, dos días antes de la anunciada reunión, los miembros del comité de la O.N. que quedaban, a saber, los hermanos Muthemba, Matola y Chicomo, volvieron a reunirse. ¿Qué recomendarían a los hermanos con respecto a la “invitación”? La reunión se prolongó toda la noche. Después de orar y meditar mucho, su decisión fue: “Huiremos mañana por la noche”. Inmediatamente dieron a conocer, en la medida de lo posible, la determinación que habían tomado, así como la hora y el lugar donde se darían cita las congregaciones que estuvieran de acuerdo en marcharse. Esta fue la última intervención del comité de la O.N. en los campos.

      A las ocho y media de la noche, después de orar, comenzó un éxodo cronometrado. La salida se mantuvo oculta de los soldados y “los rebeldes”; de lo contrario, el resultado habría sido catastrófico. Amparadas por la oscuridad, las congregaciones salieron a intervalos de quince minutos, dejando dos minutos entre una familia y otra. Una larga fila india serpenteó en silencio por el monte, sin que nadie supiera qué les traería el alba cuando llegaran a la frontera de Malaui, si era que llegaban. Los pastores espirituales del comité de la O.N. fueron los últimos en partir, a la una de la mañana. (Hech. 20:28.)

      Después de caminar unos 40 kilómetros, el hermano Filipe Matola, que llevaba dos días sin dormir, cayó rendido de cansancio. Se quedó dormitando a un lado del camino, a la espera de que pasara la última de las personas mayores. Imagínese la alegría que debió sentir cuando su “sobrino”, Ernesto Muchanga, llegó corriendo desde el frente de la fila con la buena noticia: “‘Tío’, ¡están recibiendo a los hermanos en Malaui!”. “Este es un ejemplo de cómo Jehová abre el camino cuando parece que ya no hay salida, como en el mar Rojo”, exclamó Matola. (Éxo. 14:21, 22; véase Salmo 31:21-24.)

      Durante los siguientes meses, antes de que pudieran regresar a Mozambique y a sus ciudades de origen, los hermanos experimentaron la vida en los campos de refugiados de Malaui y Zambia. Ahora bien, ¿qué les sucedió a los que se quedaron en Carico?

      Los que se quedaron

      No todas las congregaciones se enteraron de la decisión del comité de la O.N. antes de que principiara el éxodo. Algunos hermanos que sí lo oyeron optaron por quedarse y asistir a la reunión en la base militar. A pesar de que la congregación de Maxaquene y varias más no habían oído el anuncio, ya habían resuelto huir. Antes de acudir a la base, los hermanos dejaron a sus familias preparadas para la huida. La reunión, a la que asistieron cerca de quinientos hermanos, fue breve y directa. El comandante dijo: “Nuestros superiores han decidido que todos los aquí presentes vayan a la base regional principal, donde pasarán tres meses. Será una larga travesía”. El viaje comenzó en ese preciso momento.

      Aprovechando un descuido de los guerrilleros, los hermanos que habían decidido fugarse se escabulleron, buscaron a sus familias y escaparon como pudieron hacia la frontera de Malaui. Otros, ya fuera por obedecer las órdenes del movimiento armado o por falta de oportunidad, emprendieron la marcha hacia el sudoeste, a la base de Morrumbala, adonde llegaron unos días después. Allí se les volvió a presionar para que apoyaran el movimiento. Su negativa les valió severas torturas y un sinfín de golpizas, que resultaron en la muerte de por lo menos un hermano. Tres meses más tarde se les permitió por fin regresar a sus hogares.

      Muchos continuaron viviendo en la región de Carico bajo el control total del movimiento de resistencia. Allí quedarían aislados del resto de la organización de Jehová por los siguientes siete años. Era un grupo considerable, que abarcaba cerca de cuarenta congregaciones. ¿Sobrevivirían espiritualmente? ¿Sería su amor a Dios lo bastante fuerte para no sucumbir a la desesperación? Volveremos a hablar de ellos más adelante.

      Campos de refugiados en Malaui y Zambia

      No todos los que huyeron de Carico fueron acogidos enseguida en Malaui. Estando ya en territorio malauiano, la policía sorprendió a los hermanos de la congregación de Maxaquene mientras descansaban y les ordenó regresar. Los hermanos imploraron clemencia, explicando que habían emigrado a causa de la guerra que se libraba en el lugar donde vivían, pero la policía no atendió a sus ruegos. Sin más alternativa y en medio de la desesperación, alguien gritó: “¡Lloremos, hermanos!”. Y eso fue precisamente lo que hicieron: se pusieron a llorar tan alto que atrajeron la atención de los vecinos. La policía, avergonzada, les rogó que se callaran. Una hermana pidió que por lo menos les dejaran preparar algo de comer a los niños. Los agentes accedieron y prometieron regresar más tarde. Afortunadamente no volvieron. Luego, cierta persona que tenía autoridad acudió en socorro de los Testigos, les proporcionó alimentos y los condujo a un campo de refugiados donde estaban los demás hermanos.

      Los campos de refugiados de Malaui se abarrotaron de testigos de Jehová mozambiqueños, a quienes el gobierno aceptó como refugiados de guerra. La Cruz Roja Internacional les prestó ayuda y les llevó provisiones para aliviar la incomodidad y el rigor de la vida en los campos al aire libre. Algunos continuaron el viaje hasta Zambia, donde también se los acogió en campos de refugiados. Filipe Matola y Fernando Muthemba, en colaboración con el Comité del País de Malaui, buscaron a los hermanos mozambiqueños que estaban en estos campos para consolarlos espiritualmente y darles la ayuda económica autorizada por el Cuerpo Gobernante.

      El 12 de enero de 1986, A. D. Schroeder, del Cuerpo Gobernante, dio ánimo espiritual a estos hermanos y les transmitió el gran cariño que les tenía el Cuerpo Gobernante. Aunque no pudo entrar en los campos, pronunció en Zambia un discurso que se tradujo al chichewa y cuya grabación fue enviada a los campos donde estaban los hermanos mozambiqueños.

      De manera gradual se facilitó a los refugiados los medios para llegar a su próxima parada en Mozambique, que para muchos fue el pueblo de Moatize, en la provincia de Tete. En efecto, se estaba operando un cambio en la actitud del gobierno mozambiqueño hacia los testigos de Jehová, si bien no todos los funcionarios locales lo evidenciaban.

      De vuelta a Mozambique

      Lentamente, los Testigos fueron inundando los pueblos al este de la ciudad de Tete. Se los alojó en vagones abandonados que antiguamente habían servido de baños públicos. Estos se limpiaron, y muchos se utilizaron como lugares de reunión para la Conmemoración de la muerte de Cristo del 24 de marzo de 1986.

      Hermanos de todas partes de Mozambique esperaron allí durante varios meses sin saber cómo se los devolvería a sus lugares de origen. La espera no estuvo libre de padecimientos. Trataron de crear alguna forma de empleo para su sostén o para ahorrar algún dinero y comprar un boleto de avión, sin mucho éxito. Era imposible desplazarse por tierra debido a la guerra. Las autoridades locales, que continuaban empeñadas en hacerlos repetir consignas políticas, no siempre los trataron con bondad. Frente a esta situación, los hermanos replicaron intrépidamente: “Nos llevaron a Carico por este motivo. Allí cumplimos nuestra condena y nos abandonaron en manos de agresores armados. Escapamos por nuestros propios medios. ¿Qué más quieren de nosotros?”. Ante esta respuesta, las autoridades los dejaron en paz. Sin embargo, siguieron hostigando y encarcelando a los jóvenes en un intento de reclutarlos en el ejército para contrarrestar los continuos ataques guerrilleros en la zona. Un buen número de hermanos jóvenes se las arreglaron hábilmente para huir y ocultarse.

      El comité de Malaui decidió que Fernando Muthemba fuera a Tete a ayudar a los hermanos. A su llegada a Moatize, las autoridades resolvieron inspeccionar su equipaje. Los hermanos rescataron justo a tiempo las publicaciones que tenía en su poder. Así pues, cuando la policía registró las maletas, ¿qué encontró? “Solo harapos”, dice él. Desilusionados, le preguntaron: “¿Eso es todo?”. Sí, eso era todo. Ese era todo el equipaje de un hombre que había llevado responsabilidades tan pesadas en los campos. Igual que los demás, regresaba sin nada. De hecho, en ese momento el aspecto de los hermanos no era nada agradable: estaban sucios, andrajosos, hambrientos y obviamente acusaban los malos tratos recibidos. Qué bien encajaban con la descripción inspirada que se dio de muchos de los siervos de Dios del pasado: “Anduvieron de acá para allá en pieles de oveja, en pieles de cabra, hallándose en necesidad, [...] bajo maltratamiento; y el mundo no era digno de ellos. Anduvieron vagando por los desiertos áridos y [...] las cuevas y cavernas de la tierra”. (Heb. 11:37, 38.)

  • Mozambique
    Anuario de los testigos de Jehová 1996
    • [Fotografías en las páginas 140, 141]

      En el campo de refugiados de Carico, nuestros hermanos 1) cortaban madera y 2) amasaban barro con los pies para fabricar ladrillos, mientras que 3) las hermanas acarreaban agua. 4) Encontraron la manera de celebrar asambleas. 5) Xavier Dengo, 6) Filipe Matola y 7) Francisco Zunguza ayudaron a suministrar supervisión espiritual en calidad de superintendentes de circuito. 8) Este Salón del Reino construido por los Testigos malauianos todavía se usa

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