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  • Los nazis no lograron cambiarme
    ¡Despertad! 2011 | agosto
    • Mis hermanos y yo nos negamos de plano a hacer el saludo hitleriano, por lo que mi padre tuvo que comparecer ante un tribunal. Allí le pidieron que firmara un documento en el que renunciaba a su fe y se comprometía a inculcarnos la ideología nazi, pero como no aceptó, le quitaron a él y a mamá la custodia de nosotros. A mí me enviaron a un centro de reeducación que quedaba a unos 40 kilómetros (25 millas) de casa.

      Extrañaba muchísimo a mi familia y me la pasaba llorando. Mientras tanto, la institutriz trataba en vano de obligarme a formar parte de las Juventudes Hitlerianas. Las otras niñas intentaban levantarme el brazo derecho durante el saludo a la bandera nazi, pero yo no me dejaba. Me sentía como los siervos de Dios del pasado que dijeron: “Es inconcebible, por nuestra parte, dejar a Jehová para servir a otros dioses” (Josué 24:16).

      Mis padres tenían prohibido visitarme; no obstante, se las ingeniaban para verme en secreto cuando me dirigía a la escuela y en la misma escuela. Esos breves encuentros me dieron las fuerzas necesarias para permanecer fiel a Jehová. En una ocasión, mi padre me dio una Biblia pequeña que oculté cuidadosamente debajo de la cama. Me encantaba leerla, aunque tenía que hacerlo a escondidas. Cierto día, por poco me la descubren, pero logré taparla rápidamente con la sábana.

      Me envían a un convento

      Al ver que sus esfuerzos por reeducarme no estaban surtiendo efecto, las autoridades empezaron a sospechar que de algún modo mis padres seguían influyendo en mí, así que en septiembre de 1942 me montaron en un tren y me mandaron a Múnich (Alemania). Allí me llevaron a una escuela-convento llamada Adelgunden. Durante la transferencia, las monjas encontraron mi Biblia y me la quitaron.

  • Los nazis no lograron cambiarme
    ¡Despertad! 2011 | agosto
    • Mis hermanos y yo nos negamos de plano a hacer el saludo hitleriano, por lo que mi padre tuvo que comparecer ante un tribunal. Allí le pidieron que firmara un documento en el que renunciaba a su fe y se comprometía a inculcarnos la ideología nazi, pero como no aceptó, le quitaron a él y a mamá la custodia de nosotros. A mí me enviaron a un centro de reeducación que quedaba a unos 40 kilómetros (25 millas) de casa.

      Extrañaba muchísimo a mi familia y me la pasaba llorando. Mientras tanto, la institutriz trataba en vano de obligarme a formar parte de las Juventudes Hitlerianas. Las otras niñas intentaban levantarme el brazo derecho durante el saludo a la bandera nazi, pero yo no me dejaba. Me sentía como los siervos de Dios del pasado que dijeron: “Es inconcebible, por nuestra parte, dejar a Jehová para servir a otros dioses” (Josué 24:16).

      Mis padres tenían prohibido visitarme; no obstante, se las ingeniaban para verme en secreto cuando me dirigía a la escuela y en la misma escuela. Esos breves encuentros me dieron las fuerzas necesarias para permanecer fiel a Jehová. En una ocasión, mi padre me dio una Biblia pequeña que oculté cuidadosamente debajo de la cama. Me encantaba leerla, aunque tenía que hacerlo a escondidas. Cierto día, por poco me la descubren, pero logré taparla rápidamente con la sábana.

      Me envían a un convento

      Al ver que sus esfuerzos por reeducarme no estaban surtiendo efecto, las autoridades empezaron a sospechar que de algún modo mis padres seguían influyendo en mí, así que en septiembre de 1942 me montaron en un tren y me mandaron a Múnich (Alemania). Allí me llevaron a una escuela-convento llamada Adelgunden. Durante la transferencia, las monjas encontraron mi Biblia y me la quitaron.

      Yo continuaba decidida a respetar mis principios y me negué a ir a misa. Le comenté a una de las monjas que mis padres acostumbraban leerme la Biblia todos los domingos, y su reacción me dejó asombrada: ¡me devolvió mi Biblia! De seguro la conmovió lo que le dije. Hasta me dejó leerle de ella.

      En cierta ocasión, un maestro me dijo:

      —Hermine, tú eres rubia y tienes ojos azules. Eres alemana, no judía, y Jehová es el Dios de los judíos.

      —Pero Jehová hizo todo lo que hay. Él es el Creador de todos nosotros —le contesté.

      El director también me presionaba.

      —Hermine, ¿sabías que uno de tus hermanos se metió al ejército? ¡Ese es el ejemplo que deberías seguir! —me dijo una vez. Era cierto que uno de mis hermanos había hecho eso, pero yo no tenía ninguna intención de imitarlo.

      —Yo no sigo los pasos de mi hermano. Sigo los pasos de Jesucristo —contesté. Entonces amenazó con recluirme en un hospital psiquiátrico. De hecho, le dijo a una monja que se preparara para llevarme. Sin embargo, no cumplió sus amenazas.

      A mediados de 1943, Múnich fue bombardeada, así que a todos los niños que estábamos en Adelgunden nos llevaron al campo. En aquel entonces pensaba constantemente en lo que me había dicho mi madre: “Si algún día nos separan y no puedes recibir mis cartas, recuerda que Jehová y Jesús siempre estarán a tu lado. Nunca te dejarán, así que no dejes de orar”.

      De vuelta a casa

      En marzo de 1944 nos llevaron de vuelta a Adelgunden, pero no podíamos salir del refugio antiaéreo debido a los intensos bombardeos en la ciudad. Entretanto, mis padres seguían pidiendo que me permitieran regresar con ellos. Finalmente, se les concedió la petición y volví a casa a finales de abril de 1944.

      Cuando me despedí del director, me dijo: “Escríbenos cuando llegues a casa, Hermine, y no cambies”. ¡Qué actitud tan distinta!

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