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La fe en Dios me protegió¡Despertad! 1994 | 22 de febrero
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Allí estaban Wilhelm Scheider y Alfons Licznerski, dos compañeros cristianos que pensaba que habían muerto poco después de la última vez que los vi.
Después de mirarlos un rato boquiabierto, el hermano Scheider me preguntó si pensaba invitarlos a entrar. Pasamos el resto del día y parte de la noche charlando y recordando cómo nos había protegido Jehová durante nuestro encarcelamiento.
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La fe en Dios me protegió¡Despertad! 1994 | 22 de febrero
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Otros prisioneros me ayudaron a volver al barracón, y allí vi por primera vez al hermano Scheider. Después me enteré de que antes de la guerra había sido el superintendente de la sucursal de Polonia. Habló conmigo durante mucho rato, y me explicó que moriría si perdía la fe en Jehová. Sentí que Jehová lo había enviado para fortalecerme. De hecho, resultó muy cierto el proverbio que dice que un buen compañero “es un hermano nacido para cuando hay angustia”. (Proverbios 17:17.)
Mi fe se había debilitado en aquel entonces, y el hermano Scheider me dirigió a Hebreos 12:1. Allí se les dice a los cristianos que se guarden del pecado que fácilmente los enreda, a saber, la falta de fe. Me ayudó a recordar a los fieles que se mencionan en el capítulo 11 de Hebreos y a analizar mi fe en comparación con la suya. Me mantuve lo más cerca que pude del hermano Scheider desde aquel momento, y aunque tenía veinte años más que yo, nos hicimos muy buenos amigos.
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La fe en Dios me protegió¡Despertad! 1994 | 22 de febrero
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Se prueba la fe al límite
En el invierno de 1944, los rusos se aproximaban a Stutthof. Los oficiales de campo alemanes decidieron trasladar a los prisioneros antes de que estos llegaran. Los alemanes pusieron en marcha a unos mil novecientos prisioneros hacia Słupsk. A mitad de camino solo quedábamos 800. Habíamos escuchado muchos disparos durante toda la marcha, lo que nos hizo pensar que el resto de los prisioneros habían muerto o habían escapado.
Al principio del viaje, nos habían dado a cada uno 450 gramos de pan y 220 gramos de margarina. Muchos comieron de inmediato todo lo que se les entregó. Yo, en cambio, racioné mi parte lo mejor que pude, pues sabía que el viaje podría durar por lo menos dos semanas. Solo diez de los prisioneros eran Testigos, y el hermano Scheider y yo nos mantuvimos juntos.
Al segundo día de viaje, el hermano Scheider enfermó. Desde entonces en adelante prácticamente tuve que llevarlo, porque de habernos parado, nos hubieran disparado. El hermano Scheider me dijo que Jehová había contestado sus oraciones haciendo que yo estuviera allí para ayudarle. Al quinto día estaba tan cansado y hambriento, que no podía dar ni un solo paso más, mucho menos llevar al hermano Scheider. Él estaba cada vez más débil por la falta de alimento.
A primera hora de aquella tarde, el hermano Scheider me dijo que tenía que hacer sus necesidades, así que lo llevé hasta un árbol. Yo vigilaba para asegurarme de que los guardas alemanes no nos vieran. Al cabo de un minuto el hermano Scheider se dio la vuelta con un trozo de pan en las manos. “¿Dónde lo consiguió? —le pregunté—. ¿Estaba colgado de un árbol?”
Me dijo que un hombre se había acercado y le había dado el pan mientras yo estaba de espaldas. Me pareció muy extraño, porque no había visto a nadie, pero estábamos tan hambrientos entonces que no nos preocupamos mucho de cómo nos había llegado aquello. No obstante, tengo que admitir que la enseñanza de Jesús sobre pedir por el pan de cada día fue mucho más significativa para mí desde entonces. (Mateo 6:11.) No hubiéramos sobrevivido ni un día más sin aquel pan. Pensé también en las palabras del salmista: “Un joven era yo, también he envejecido, y sin embargo no he visto a nadie justo dejado enteramente, ni a su prole buscando pan”. (Salmo 37:25.)
Después de casi una semana, cuando estábamos a mitad de camino de Słupsk, nos detuvimos en un campo de las Juventudes Hitlerianas. Allí teníamos que reunirnos con prisioneros procedentes de otros campos. El hermano Licznerski había contraído fiebre tifoidea, por lo que fue llevado a un barracón especial junto con otros prisioneros enfermos. Todas las noches me escapaba del barracón e iba a visitar al hermano Licznerski. Si me hubieran visto, me habrían disparado, pero sabía que era importante hacer que le bajara la fiebre. Mojaba un trapo, me sentaba a su lado y le enjugaba la frente. Luego me escabullía de nuevo hacia mi barracón. El hermano Scheider también contrajo las fiebres, y lo pusieron en el mismo barracón que al hermano Licznerski.
Nos dijeron que los alemanes planeaban llevarnos hasta el mar Báltico, meternos en un barco y trasladarnos a Dinamarca. Sin embargo, los rusos siguieron acercándose. Como los alemanes se asustaban y comenzaban a huir, los prisioneros aprovechaban la oportunidad para escapar. Los alemanes me ordenaron marcharme, pero como los hermanos Scheider y Licznerski estaban muy enfermos para viajar y yo no podía llevarlos, no sabía qué hacer. Finalmente me marché, orándole a Jehová que cuidara a mis queridos compañeros.
Una hora después de mi partida, los rusos entraron en el campo. Un soldado encontró a los hermanos Scheider y Licznerski, y ordenó a una alemana que vivía en una granja cercana que les diera sopa de pollo todos los días hasta que se recuperaran. La mujer le dijo al soldado que los alemanes se habían llevado todos sus pollos, a lo que el soldado replicó que la mataría si no alimentaba a aquellos hombres. Ni qué decir tiene que encontró pollos enseguida, y mis queridos hermanos comenzaron a recuperarse.
Refinamiento continuo de la fe
Hablamos de estas y otras experiencias en la sala de estar de la casa de mi madre hasta altas horas de la madrugada. Los hermanos se quedaron con nosotros un par de días y luego volvieron a sus respectivos hogares. Jehová usó de forma extraordinaria al hermano Scheider para reorganizar la predicación en Polonia, reasumiendo así muchas de sus responsabilidades anteriores. Sin embargo, la actividad de predicar se complicó mucho a consecuencia del ascenso al poder de los comunistas.
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