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  • La cara de la pobreza extrema
    La Atalaya 2011 | 1 de junio
    • La cara de la pobreza extrema

      LA POBREZA extrema pone en peligro la vida. Implica no tener suficiente comida ni agua ni combustible, y tampoco vivienda, atención médica o educación adecuadas. La sufren mil millones de personas, más o menos el equivalente a la población de todo el continente americano. Aun así, la mayoría de quienes viven en Europa occidental y América del Norte nunca han conocido a nadie que esté sumido en una pobreza tan terrible. Conozcamos algunos de estos rostros afligidos.

      Mbarushimana vive con su esposa y sus cinco hijos en el país africano de Ruanda. Perdió a un sexto hijo víctima del paludismo. Este hombre comenta: “Mi padre tuvo que dividir sus tierras en seis partes, y me tocó una tan pequeña que me vi obligado a mudarme con mi familia al pueblo. Mi esposa y yo trabajamos acarreando sacos de piedras y arena. Nuestra casa no tiene ventanas. Sacamos el agua de un pozo situado en el cuartel de la policía. Comemos una sola vez al día, pero si no hay trabajo, no tenemos nada que llevarnos a la boca. Cuando eso ocurre, salgo de casa porque me rompe el corazón oír a los niños llorar de hambre”.

      Víctor y Carmen se ganan la vida reparando zapatos en un pueblo remoto de Bolivia. Viven con sus cinco hijos en un cuarto alquilado en una ruinosa casa de adobe, con goteras en el techo de hojalata y sin luz eléctrica. La escuela tiene tantos alumnos que Víctor tuvo que hacer el pupitre de su hija para que pudiera ir a clases. Carmen y él caminan 10 kilómetros (6 millas) a fin de cortar leña para poder cocinar y hervir el agua que beben. “No tenemos inodoro —dice ella—, así que hay que bajar al río, que también se usa para bañarse y tirar la basura. Los niños se enferman a cada rato.”

      Francisco e Ilídia viven en una aldea de Mozambique. Cuatro de sus hijos siguen vivos, pero otro murió de paludismo porque un hospital no quiso atenderlo. El arroz y las batatas que cultivan en su pequeña parcela apenas les alcanzan para tres meses. “A veces no llega la lluvia o nos roban la cosecha —cuenta Francisco—, así que me gano unos centavos cortando y vendiendo cañas de bambú para la construcción. También vamos a buscar leña al bosque, que está a dos horas caminando. Mi esposa lleva una carga y yo otra, una para cocinar en la semana y otra para venderla.”

      Muchos consideran sumamente inmoral que 1 de cada 7 personas en este mundo viva como Mbarushimana, Víctor y Francisco, mientras que otros miles de millones disfrutan de una prosperidad sin precedentes. Por eso hay quienes han intentado hacer algo para paliar la pobreza. En el siguiente artículo veremos algunas iniciativas y sus objetivos.

      [Ilustración de las páginas 2 y 3]

      Carmen con dos de sus hijos recogiendo agua del río

  • La batalla contra la pobreza
    La Atalaya 2011 | 1 de junio
    • La batalla contra la pobreza

      LOS ricos ya han puesto fin a la pobreza: a la de ellos mismos, claro está. Pero los esfuerzos por liberar a la humanidad de esa plaga siempre se han perdido. En general, el que tiene dinero no quiere que nada ni nadie le quite su riqueza y posición. El rey Salomón observó: “¡Mira!, las lágrimas de aquellos a quienes se oprimía, pero no tenían consolador; y de parte de sus opresores había poder” (Eclesiastés 4:1).

      ¿Podrán los poderosos de este mundo cambiar la sociedad y erradicar la pobreza? Salomón escribió por inspiración divina: “¡Mira!, todo era vanidad y un esforzarse tras viento. Lo que se hace torcido no se puede enderezar” (Eclesiastés 1:14, 15). Un simple vistazo a las iniciativas modernas para acabar con la pobreza demuestra la veracidad de estas palabras.

      Teorías de prosperidad para todos

      En el siglo XIX, mientras unas cuantas naciones amasaban riquezas sin precedentes gracias al comercio y la industria, algunas personas influyentes mostraron vivo interés en poner fin a la pobreza. ¿Podrían distribuirse los recursos de este planeta más equitativamente?

      Hubo quienes pensaron que el socialismo o el comunismo podrían producir una sociedad sin clases en la que hubiera un justo reparto de la riqueza. Por supuesto, los ricos no se entusiasmaron para nada con estos ideales, pero mucha gente se sintió atraída por el lema que decía: “De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”. Muchos se ilusionaron con la idea de que todos los países abrazarían el socialismo y se viviría en un mundo ideal, casi utópico. Unas cuantas naciones acaudaladas adoptaron algunos aspectos del socialismo y fundaron estados de bienestar que prometían cuidar de todos los ciudadanos “desde la cuna hasta la tumba”. De hecho, aun hoy siguen afirmando que la pobreza ya no amenaza la vida de sus súbditos.

      Pero lo cierto es que el socialismo nunca consiguió su objetivo de producir una sociedad altruista. La teoría de que los ciudadanos trabajarían por el bien de la comunidad en vez de por ellos mismos resultó ilusoria. Algunos se quejaron al observar que, en ciertos casos, compartir sus bienes con los pobres hacía que estos no quisieran trabajar. Se cumplieron estas palabras bíblicas: “No hay en la tierra hombre justo que siga haciendo el bien y no peque. [...] El Dios verdadero hizo a la humanidad recta, pero ellos mismos han buscado muchos planes” (Eclesiastés 7:20, 29).

      Otro ideal fue el denominado sueño americano: una tierra de oportunidades donde toda persona industriosa pudiera prosperar. Muchas naciones adoptaron las políticas que parecían haber enriquecido a Estados Unidos, es decir, la democracia, la libre empresa y el libre comercio. Pero no todas lograron duplicar el sueño americano, pues la riqueza de Estados Unidos no se debió únicamente a su sistema político. Sus inmensos recursos naturales y el fácil acceso a las rutas de comercio internacionales tuvieron mucho que ver con el progreso. Por otra parte, el competitivo sistema económico mundial no solo produce ganadores que prosperan, sino perdedores que sufren. ¿Podrían las potencias económicas ayudar a los países pobres?

      El Plan Marshall: ¿un modelo para ganar la batalla?

      La segunda guerra mundial dejó arrasada Europa, y sobre millones de sus habitantes se cernió el fantasma del hambre. Por su parte, el gobierno estadounidense veía con preocupación el auge del comunismo en el Viejo Continente, así que durante cuatro años donó grandes sumas de dinero para reactivar la industria y la agricultura en las naciones que aceptaron sus políticas. Este programa de reconstrucción europeo, también llamado Plan Marshall, se consideró todo un éxito. Estados Unidos aumentó su influencia en Europa occidental, y la pobreza extrema desapareció casi por completo. ¿Funcionaría este modelo en el resto del mundo?

      Alentado por el éxito del Plan Marshall, Estados Unidos prestó ayuda a países pobres para fomentar la agricultura, la atención médica, la educación y el transporte. Sin embargo, sus motivos fueron del todo egoístas, como Estados Unidos ha reconocido abiertamente. Otros países ricos también ofrecieron su apoyo con el objetivo de incrementar su influencia. Pero sesenta años después, tras gastar muchas veces la cantidad que se invirtió en el Plan Marshall, los resultados han sido decepcionantes. Es cierto que algunas naciones pobres alcanzaron una prosperidad espectacular, sobre todo en Asia oriental. Pero muchas otras siguieron sumidas en la pobreza más absoluta, a pesar de que la ayuda exterior logró rebajar la mortalidad infantil y elevar la escolarización.

      Los decepcionantes resultados de la ayuda exterior

      Ayudar a naciones pobres a salir de su estado fue más difícil que ayudar a naciones ricas a recuperarse de la guerra. Europa ya contaba con una infraestructura industrial y comercial, así como con un sistema de transportes. Solo había que sanear su economía. Sin embargo, la situación era muy distinta en los países pobres. Es verdad que la ayuda exterior financió la construcción de carreteras, escuelas y hospitales, pero la falta de empresas, recursos naturales y acceso a las rutas comerciales impidió que la gente saliera de la miseria.

      Los círculos viciosos de la pobreza son complejos y difíciles de romper. Por ejemplo, las enfermedades engendran miseria, y la miseria engendra enfermedades. Los niños desnutridos quizás se críen tan débiles física y mentalmente que, ya de adultos, no puedan cuidar de sus propios hijos. Además, cuando las naciones acaudaladas “ayudan” a las más pobres enviándoles sus excedentes de alimento, los agricultores y comerciantes locales se quedan sin trabajo, lo que genera más pobreza. Las ayudas monetarias a gobiernos del Tercer Mundo pueden dar inicio a otro círculo vicioso: como son fáciles de robar, alientan la corrupción, y la corrupción solo agrava las carencias del pueblo. En pocas palabras, la ayuda exterior fracasa porque no ataca la causa fundamental de la pobreza.

      La causa de la pobreza

      La pobreza extrema obedece a que naciones, gobiernos e individuos solo buscan fomentar y proteger sus intereses. Por ejemplo, para los gobiernos democráticos de los países desarrollados, acabar con la pobreza mundial no es un objetivo prioritario, pues lo que más les importa es tener contentos a sus votantes. Así, prohíben la importación de productos agrícolas de naciones de escasos recursos a fin de proteger la agricultura de su propio país. Y, además, conceden jugosos subsidios a los productores locales para frenar la competencia extranjera.

      Como vemos, la causa fundamental de la pobreza es la tendencia de la gente y los gobiernos a proteger sus propios intereses. En otras palabras, se origina en el ser humano. El rey Salomón lo expresó así: “El hombre ha dominado al hombre para perjuicio suyo” (Eclesiastés 8:9).

      Entonces, ¿hay esperanzas de que acabe la pobreza? ¿Existe algún gobierno capaz de cambiar la naturaleza humana?

      [Recuadro de la página 6]

      Una ley contra la pobreza

      Jehová Dios le dio a los israelitas una ley que, si la obedecían, los protegería de la pobreza extrema. La Ley mosaica estipulaba que todas las familias heredaran una parcela de tierra, a excepción de la tribu sacerdotal de Leví. Dicho legado familiar estaba garantizado, pues la tierra no podía venderse a perpetuidad. Cada cincuenta años, todo terreno debía devolverse a su dueño original o a su familia (Levítico 25:10, 23). Si alguien vendía el suyo por motivo de enfermedad, desastre o pereza, lo recuperaba sin costo alguno en el año del Jubileo. De ese modo, ninguna familia quedaría sumida en la miseria durante generaciones.

      Otra disposición misericordiosa de la Ley de Dios permitía que alguien que hubiera sufrido alguna adversidad se vendiera a sí mismo como esclavo y recibiera el dinero por adelantado para pagar sus deudas. Pero si no podía comprar su libertad antes del séptimo año, había que liberarlo y darle semillas y ganado para que no tuviera que empezar de cero. Además, si un israelita pobre tenía que pedir un préstamo, la Ley prohibía a sus compatriotas cobrarle intereses. También se estipuló que se dejaran las orillas de los campos sin cosechar, de forma que quedaran para los pobres. Así, ningún israelita tendría que mendigar (Deuteronomio 15:1-14; Levítico 23:22).

      Con todo, la historia muestra que algunos israelitas cayeron en la miseria, pero fue porque la nación en conjunto no obedeció la Ley de Jehová. Como consecuencia, hubo quienes se convirtieron en ricos terratenientes y otros en pobres desheredados, como sucede en la mayoría de los países. En resumen, la pobreza afligió a los israelitas porque algunos pasaron por alto la Ley de Dios y pusieron sus intereses por delante de los ajenos (Mateo 22:37-40).

  • Buenas noticias para los pobres
    La Atalaya 2011 | 1 de junio
    • Buenas noticias para los pobres

      LA Palabra de Dios nos asegura: “No siempre será olvidado el pobre” (Salmo 9:18). También dice de nuestro Creador: “Estás abriendo tu mano y satisfaciendo el deseo de toda cosa viviente” (Salmo 145:16). Estas promesas no son vanas. El Dios todopoderoso puede hacer lo necesario para acabar con la pobreza. ¿Y qué es lo necesario?

      Cierta economista africana afirmó que lo idóneo para los países pobres sería tener “un dictador benévolo”. Su comentario denota que, para acabar con la pobreza, se requiere alguien que tenga poder para actuar y buena voluntad. Podría añadirse que ese alguien tendría que ser un gobernante mundial, pues la pobreza extrema suele ser consecuencia de las desigualdades internacionales. Además, debería ser capaz de hacer algo respecto al egoísmo humano, que es la verdadera causa de la pobreza. ¿Dónde puede encontrarse ese gobernante ideal?

      Dios envió a su Hijo con buenas noticias para los pobres. Jesús proclamó su comisión cuando leyó en las Escrituras: “El espíritu de Jehová está sobre mí, porque él me ungió para declarar buenas nuevas a los pobres” (Lucas 4:16-18).

      ¿Cuáles son esas buenas noticias?

      Dios ha nombrado Rey a su Hijo, y eso ya es una buena noticia. Jesús es el gobernante ideal por varias razones: 1) tiene la potestad de gobernar a toda la humanidad, 2) se compadece de los pobres y enseña a sus discípulos a cuidar de ellos, y 3) puede eliminar la tendencia innata al egoísmo. Examinemos estos tres aspectos.

      1. La autoridad de Jesús sobre todas las naciones La Palabra de Dios dice que a Jesús se le concedió “gobernación [...] para que los pueblos, grupos nacionales y lenguajes todos le sirvieran” (Daniel 7:14). ¿Se imagina las ventajas de que toda la humanidad tenga un solo gobierno? Se acabará la pugna por el control de los recursos del planeta, de los cuales se beneficiarán todos por igual. Jesús mismo garantizó que él será un gobernante mundial con la potestad de actuar, pues declaró: “Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y sobre la tierra” (Mateo 28:18).

      2. Su compasión por los pobres A lo largo de su ministerio en la Tierra, Jesús se compadeció de los pobres. Por ejemplo, una mujer que había gastado todos sus recursos en médicos tocó la prenda exterior de Jesús esperando curarse. Hacía doce años que padecía hemorragias, y sin duda estaba gravemente anémica. Según la Ley, cualquiera a quien tocara se volvería inmundo en sentido ceremonial. Pero Jesús fue bondadoso con ella. Le dijo: “Hija, tu fe te ha devuelto la salud. Ve en paz, y queda sana de tu penosa enfermedad” (Marcos 5:25-34).

      Las enseñanzas de Jesús tienen el poder de cambiar el corazón de las personas y hacer que actúen con compasión. Piense en la respuesta que Jesús le dio a un hombre que le preguntó cómo se complace a Dios. Sabiendo que tenía que amar al prójimo, el hombre le hizo esta pregunta: “¿Quién, verdaderamente, es mi prójimo?”.

      En respuesta, Jesús relató su famosa parábola del buen samaritano que socorrió a un hombre al que asaltaron y dejaron “medio muerto” mientras viajaba de Jerusalén a Jericó. Un sacerdote que bajaba por ese camino lo vio y se fue por el otro lado, y un levita hizo lo mismo. “Pero cierto samaritano que viajaba por el camino llegó a donde estaba y, al verlo, se enterneció.” Le limpió las heridas, lo llevó a una posada y pagó al posadero para que lo cuidara. “¿Quién de estos tres te parece haberse hecho prójimo del que cayó entre los salteadores?”, preguntó Jesús al hombre. Él respondió: “El que actuó misericordiosamente para con él”. Entonces le dijo Jesús: “Ve y haz tú lo mismo” (Lucas 10:25-37).

      Quienes se hacen testigos de Jehová estudian lo que enseñó Jesús y cambian de actitud en cuanto a ayudar a los necesitados. Por ejemplo, en su libro Women in Soviet Prisons (Las mujeres en las prisiones soviéticas), una escritora de Letonia, refiriéndose a la enfermedad que padeció mientras trabajaba en el campo penitenciario de Potma en los años sesenta, comentó lo siguiente: “Durante mi enfermedad, [las Testigos] fueron enfermeras diligentes. Mejores cuidados no pudieron haberme prodigado”. Y agregó: “Los testigos de Jehová consideran un deber ayudar a todo el mundo, sin distinción de religión o de nacionalidad”.

      Cuando una crisis económica dejó sin ingresos a algunos testigos de Jehová de Ancón (Ecuador), otros Testigos idearon un modo de reunir fondos para ellos: prepararon comidas para vendérselas a los pescadores que regresaban de faenar durante la noche (foto de la derecha). Toda la congregación participó, hasta los niños. Empezaban a la una de la mañana, de modo que la comida estaba lista cuando llegaban los botes a las cuatro. Y lo recaudado se repartió según la necesidad de cada uno.

      Estos ejemplos demuestran que el modelo y las enseñanzas de Jesús tienen el poder de cambiar la actitud de la gente hacia los desfavorecidos.

      3. El poder de Jesús para cambiar la naturaleza humana La inclinación innata al egoísmo es algo que todo el mundo reconoce. La Biblia la llama pecado. Hasta el apóstol Pablo escribió: “Hallo, pues, esta ley en el caso mío: que cuando deseo hacer lo que es correcto, lo que es malo está presente conmigo”. Entonces añadió: “¿Quién me librará del cuerpo que está padeciendo esta muerte? ¡Gracias a Dios mediante Jesucristo[!]” (Romanos 7:21-25). Aquí Pablo se refirió al hecho de que Dios, mediante Jesús, rescataría a los cristianos verdaderos de sus tendencias innatas al pecado, entre ellas el egoísmo. ¿Cómo ocurriría eso?

      Poco después de bautizar a Jesús, Juan el Bautista lo presentó con estas palabras: “¡Mira, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo!” (Juan 1:29). Muy pronto, toda la Tierra estará llena de personas que habrán sido liberadas del pecado heredado, incluida la predisposición a anteponer sus propios intereses (Isaías 11:9). Jesús habrá eliminado así la causa de la pobreza.

      ¡Cuánto nos alegra saber que llegará el día en que las necesidades de todos serán cubiertas! La Palabra de Dios promete: “Se sentarán, cada uno debajo de su vid y debajo de su higuera, y no habrá nadie que los haga temblar” (Miqueas 4:4). Estas poéticas palabras describen el día en que todos tendremos un trabajo gratificante, seguridad y la oportunidad de disfrutar de un mundo donde no exista la pobreza, y todo para la alabanza de Jehová.

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