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He esperado en Jehová pacientemente desde mi juventudLa Atalaya 1997 | 1 de agosto
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Y, en efecto, vinieron más pruebas. El 15 de diciembre de 1942, cuando solo contaba 17 años, la Gestapo me arrestó y me recluyó en un correccional de la ciudad de Gera. Como una semana después arrestaron a mi madre y la enviaron a la misma prisión donde yo estaba. En vista de que todavía era menor de edad, los tribunales no podían procesarme; así que mi madre y yo pasamos seis meses allí mientras los tribunales aguardaban a que yo cumpliera los 18 años. El mismo día de mi cumpleaños, mi madre y yo fuimos a juicio.
Antes de que comprendiera lo que estaba pasando, todo había terminado. Lo que menos me imaginaba era que no volvería a ver a mi madre. El último recuerdo que tengo de ella es en la sala del tribunal sentada junto a mí en un banco de madera oscuro. A ambos nos declararon culpables. A mí me sentenciaron a cuatro años de cárcel, y a ella, a un año y medio.
Aunque por aquella época había millares de testigos de Jehová en las cárceles y en los campos de concentración, me enviaron a la prisión de Stollberg, donde yo era el único Testigo. Pasé más de un año incomunicado, pero Jehová estuvo conmigo. El amor a él que había cultivado desde la juventud fue la clave de mi supervivencia espiritual.
El 9 de mayo de 1945, cuando llevaba dos años y medio de encarcelamiento, recibimos buenas noticias: ¡la guerra había terminado! Ese día recobré la libertad. Tras recorrer a pie 110 kilómetros, llegué a casa muerto de agotamiento y de hambre. Me llevó varios meses recobrar la salud.
En cuanto llegué me topé con noticias muy angustiosas. Primero supe lo que le había pasado a mi madre. Cuando llevaba año y medio en prisión, los nazis le ordenaron firmar un documento en el que abdicara de su fe en Jehová. Ante su negativa, la Gestapo la envió al campo de concentración de mujeres de Ravensbrück, donde murió de fiebre tifoidea poco antes de que acabara la guerra. Fue una cristiana muy valiente, una guerrera tenaz que nunca se rindió. ¡Que Jehová la recuerde con amor!
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He esperado en Jehová pacientemente desde mi juventudLa Atalaya 1997 | 1 de agosto
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Lamentablemente, aquella libertad duró poco. Alemania se dividió al final de la guerra, y la región donde yo vivía quedó sujeta al dominio comunista. En septiembre de 1950, la policía secreta de Alemania oriental, conocida como la Stasi, comenzó a arrestar sistemáticamente a los hermanos. A mí me levantaron cargos absurdos. Acusado de ser un espía al servicio del gobierno norteamericano, me enviaron a la prisión de la Stasi en Brandeburgo, la peor del país.
Recibo apoyo de mis hermanos espirituales
Los de la Stasi no me permitían dormir de día y me sometían a interrogatorios durante toda la noche. Al cabo de varios días de sufrir esta tortura, las cosas empeoraron. Una mañana, en vez de devolverme a mi celda, me llevaron a una de sus infames U-Boot Zellen (llamadas celdas submarinas por estar situadas en lo profundo de un sótano). Abrieron una puerta de hierro vieja y oxidada, y me ordenaron entrar. Tuve que atravesar un umbral alto, y al bajar el pie, me di cuenta de que el piso estaba totalmente cubierto de agua. La puerta se cerró de un golpe, con un chirrido espantoso. No había luz ni ventanas; estaba oscuro como boca de lobo.
Puesto que el agua subía varios centímetros, no podía sentarme, acostarme ni dormir. Después de una espera que me pareció eterna, me sacaron para someterme a nuevos interrogatorios bajo la luz de potentes reflectores. No sé qué era peor: si estar de pie en el agua todo el día prácticamente en oscuridad total, o soportar el brillo torturador de los reflectores dirigidos hacia mí toda la noche.
Varias veces amenazaron con dispararme. Una mañana, tras varias noches de interrogatorios, vino a visitarme un oficial ruso de alto rango. Tuve la oportunidad de contarle que el trato que me estaba dando la Stasi alemana era peor que el que me había dado la Gestapo nazi. Le dije que los testigos de Jehová habíamos sido neutrales bajo el régimen nazi y seguíamos siendo neutrales bajo el régimen comunista, y que no nos involucrábamos en política en ninguna parte del mundo. En cambio, le dije, muchos de los que entonces eran oficiales de la Stasi habían pertenecido a las Juventudes Hitlerianas, donde probablemente habían aprendido a perseguir con brutalidad a los inocentes. Mientras hablaba, todo el cuerpo me temblaba a causa del frío, el hambre y el cansancio.
Sorprendentemente, el oficial ruso no se enfadó conmigo. Al contrario: me cubrió con una manta y me trató con bondad. Poco después de su visita me trasladaron a una celda más cómoda, y a los pocos días me entregaron a los tribunales alemanes. Mientras trataban mi caso, tuve el privilegio de compartir una celda con otros cinco Testigos. Después de haber recibido un trato tan cruel, me reconfortó mucho estar en la compañía de mis hermanos espirituales. (Salmo 133:1.)
En el juicio me declararon culpable de espionaje y me sentenciaron a cuatro años de cárcel. Aquella sentencia se consideró leve, pues algunos hermanos fueron condenados a más de diez años. Me enviaron a una penitenciaría de máxima seguridad. Creo que ni un ratón hubiera sido capaz de entrar o salir de aquella prisión: así de estricta era la seguridad. Pese a ello, con la ayuda de Jehová algunos hermanos valientes introdujeron subrepticiamente una Biblia entera, la cual dividieron en libros para circularlos entre los hermanos prisioneros.
¿Cómo los distribuimos? Fue muy difícil. El único momento en que nos poníamos en contacto era cuando nos llevaban a las duchas cada dos semanas. En cierta ocasión, mientras me duchaba, un hermano me susurró al oído que había escondido algunas páginas de la Biblia en su toalla; cuando terminara de ducharme, debía tomar la toalla suya en lugar de la mía.
Uno de los guardias vio al hermano susurrarme y lo golpeó brutalmente con una cachiporra. Tuve que agarrar la toalla rápidamente y mezclarme con los demás prisioneros. Gracias a Dios no me sorprendieron con las páginas de la Biblia; de lo contrario, hubiera peligrado nuestro programa de alimentación espiritual. Pasamos por muchas experiencias similares. Siempre leíamos la Biblia a escondidas y con gran riesgo. Las palabras del apóstol Pedro: “Mantengan su juicio, sean vigilantes”, realmente fueron muy apropiadas. (1 Pedro 5:8.)
Por alguna razón, las autoridades decidieron transferirnos de prisión a algunos de nosotros repetidas veces. A mí me mudaron a unas diez cárceles diferentes en un lapso de cuatro años; sin embargo, siempre encontré hermanos. Me encariñé profundamente con todos ellos, y cada vez que me trasladaban me iba con el corazón abatido.
Finalmente me enviaron a Leipzig, donde me devolvieron la libertad. El guardia que me liberó no me dijo adiós, sino: “Te veremos pronto”. Su malvada mente quería verme otra vez tras las rejas. Muchas veces medito sobre el Salmo 124:2, 3, que dice: “De no haber sido porque Jehová resultó estar por nosotros cuando hombres se levantaron contra nosotros, entonces nos habrían tragado aun vivos, cuando la cólera de ellos ardía contra nosotros”.
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