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RusiaAnuario de los testigos de Jehová 2008
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Regina Krivokulskaya explica: “Me daba la sensación de que el país entero se hallaba cercado por una alambrada y que nosotros nos encontrábamos presos, aunque no estuviéramos en prisión. Los hombres pasaban la mayor parte de su vida en cárceles y campos por su servicio celoso a Dios. Las mujeres tuvimos que aguantar mucho: todas pasábamos noches sin dormir; el Comité de Seguridad del Estado (KGB) nos tenía bajo vigilancia y nos sometía a presión psicológica; perdimos el empleo y pasamos otras muchas tribulaciones. Las autoridades probaron diversos medios para desviarnos del camino de la verdad (Isa. 30:21). No había duda de que Satanás se valía de la situación para tratar de detener la predicación del Reino. Pero Jehová no abandonó a su pueblo; su ayuda era muy evidente.
”Las publicaciones bíblicas, introducidas en el país con mucha dificultad, nos daban ‘el poder que es más allá de lo normal’ (2 Cor. 4:7). Jehová dirigía a su pueblo, y aun bajo la fuerte oposición del Estado, seguían entrando personas nuevas en la organización de Dios. Era asombroso ver como desde el mismo principio estaban dispuestas a aguantar penalidades junto con el pueblo de Jehová. Aquello solo se pudo lograr gracias al espíritu de Jehová.”
CARTAS LANZADAS POR ENCIMA DE LA ALAMBRADA
En 1944, Pyotr —que después se casó con Regina— fue encerrado en un campo de prisioneros del oblast de Gorki debido a su neutralidad. Pero no por ello disminuyó su celo por la predicación. Pyotr escribía cartas en las que incluía una breve explicación de una enseñanza bíblica. Luego ponía cada carta en un sobre, la ataba a una piedra con un cordel y la lanzaba por encima de la alta alambrada. Lo hacía con la esperanza de que alguien encontrara una carta y la leyera. Un día pasó por allí cierta muchacha llamada Lidia Bulatova y recogió una. Cuando Pyotr la vio, le pidió en voz baja que se acercara y le preguntó si le gustaría aprender más de la Biblia. A Lidia le gustó la idea y quedaron en volver a verse. A partir de entonces, la joven pasaba regularmente a recoger más de aquellas preciadas cartas.
Lidia llegó a ser una fervorosa hermana y predicadora de las buenas nuevas. Poco después empezó a dar clases bíblicas a Maria Smirnova y Olga Sevryugina, quienes también comenzaron a servir a Jehová. A fin de apoyar a estas tres hermanas, los hermanos del campo de prisioneros empezaron a suministrarles alimento espiritual. Para ello, Pyotr fabricó una maletita con doble fondo, y la llenaba de revistas. Pedía a algunas personas no Testigos que no estaban presas que la sacaran del campo, la llevaran a la dirección de una de las hermanas y luego la volvieran a traer.
Las hermanas pronto organizaron la predicación en aquella zona. La policía se dio cuenta y envió a una agente para que las espiara, como solía hacerse entonces. La agente —una maestra de escuela— fingió interés en la verdad y se ganó la confianza de las hermanas. Como estas no tenían mucha experiencia, gustosamente le fueron enseñando verdades bíblicas a su nueva “hermana” y con el tiempo le contaron de dónde les llegaban las publicaciones. La siguiente vez que la maleta estaba saliendo del campo, detuvieron a Pyotr y lo sentenciaron a veinticinco años más de prisión.
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“TU JEHOVÁ NO TE VA A SACAR DE AQUÍ”
Pyotr Krivokulsky recuerda lo que sucedió en el verano de 1945: “A los hermanos se les juzgó y se les envió a diversos campos de trabajos forzados. En el campo donde yo estaba, muchos prisioneros mostraron verdadero interés por la verdad. Uno de ellos, un ministro religioso, entendió enseguida que lo que estaba oyendo era la verdad y se puso de parte de Jehová.
”Pero las condiciones eran muy duras. Una vez me encerraron en una celda tan pequeña que apenas podía estar de pie. La llamaban la chinchera porque estaba llena de chinches. Había tantas que probablemente se podrían haber chupado toda la sangre de un ser humano. De pie frente a la celda, el inspector me dijo: ‘Tu Jehová no te va a sacar de aquí’. Mi ración diaria de comida consistía en 300 gramos [10 onzas] de pan y una taza de agua. Como no había aire, me apoyaba contra la pequeña puerta de entrada y aspiraba con ansia a través de una rendija. Sentía cómo las chinches me chupaban la sangre. Durante los diez días que pasé en aquella celda, le pedía continuamente a Jehová que me diera fuerzas para aguantar (Jer. 15:15). Cuando me dejaron salir, caí desmayado y desperté en otra celda.
”Después de aquello, el tribunal del campo de trabajos forzados me sentenció a diez años de reclusión en un campo penitenciario de máxima seguridad por ‘agitación y propaganda contra las autoridades soviéticas’. En aquel campo no se podía enviar ni recibir cartas. La mayoría de los reclusos habían sido condenados por delitos violentos, como el asesinato. Me dijeron que si no renunciaba a mi fe, aquellos presos me harían cualquier cosa que se les mandara. Yo solo pesaba 36 kilos [80 libras] y apenas podía caminar. Pero incluso allí pude encontrar personas sinceras con una buena disposición hacia la verdad.
”En cierta ocasión, mientras estaba recostado entre unos arbustos y orando, se me acercó un hombre mayor y me preguntó: ‘¿Qué hiciste para terminar en este infierno?’. Al oír que era testigo de Jehová, se sentó, me abrazó, me besó y me dijo: ‘Hijo mío, ¡llevo tanto tiempo deseando conocer la Biblia! ¿Podrías enseñarme?’. Me sentí rebosante de felicidad. Enseguida le mostré los pedazos de los Evangelios que había cosido en mi harapienta ropa. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Aquella noche pasamos mucho tiempo hablando. Me dijo que trabajaba en el comedor del campo y que me conseguiría comida. Nos hicimos amigos; él progresó espiritualmente, y yo cobré fuerzas. Vi la mano de Jehová en todo aquello. Al cabo de unos meses lo pusieron en libertad, y a mí me llevaron a otro campo en el oblast de Gorki.
”Allí las condiciones eran mucho mejores. Pero, sobre todo, me sentía feliz de que cuatro prisioneros estudiaran la Biblia conmigo. En 1952, los capataces del campo nos encontraron con publicaciones. Durante el interrogatorio previo al juicio me encerraron en una caja herméticamente cerrada, y cuando empezaba a asfixiarme, la abrían para que aspirara unas bocanadas de aire y entonces la volvían a cerrar. Querían que renunciara a mi fe. Nos condenaron a todos. No obstante, a ninguno de mis estudiantes de la Biblia le entró pánico al escuchar la sentencia. ¡Qué satisfecho me sentí! Los cuatro fueron sentenciados a veinticinco años en campos de trabajos forzados. Yo recibí una sentencia más severa, pero me la conmutaron por otros veinticinco años en un campo penitenciario de máxima seguridad y diez años en el exilio. Al abandonar la sala, nos detuvimos para dar gracias a Jehová por habernos sostenido. Los guardias estaban atónitos, no podían entender por qué nos sentíamos felices. Nos separaron y nos enviaron a distintos campos. A mí me enviaron al campo penitenciario de máxima seguridad de Vorkutá.”
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[Ilustración y recuadro de las páginas 96 y 97]
Fui sentenciado a muerte dos veces
PYOTR KRIVOKULSKY
AÑO DE NACIMIENTO 1922
AÑO DE BAUTISMO 1956
OTROS DATOS Antes de aprender la verdad, había estudiado en un seminario. Pasó veintidós años en diversas prisiones y campos de trabajos forzados. Falleció en 1998.
EN 1940, los Testigos polacos empezaron a predicar en la región de Ucrania donde yo vivía. A mí me visitó un hermano ungido llamado Korney. Estuvimos hablando toda la noche, y quedé convencido de que lo que me había dicho acerca de Dios era la verdad.
En 1942, las fuerzas soviéticas se retiraron de mi región debido al avance de las tropas alemanas. Reinaba la anarquía. Los nacionalistas ucranianos me presionaron para que luchara a su lado en contra de los alemanes y de los soviéticos. Cuando les dije que no iba a hacerlo, me golpearon hasta dejarme inconsciente y me arrojaron a la calle. Aquella misma noche regresaron por mí y me llevaron a un lugar de ejecución en masa. Una vez allí, volvieron a preguntarme si serviría al pueblo ucraniano. Al oírme decir con voz fuerte y firme: “¡Solo serviré a Jehová Dios!”, me sentenciaron a muerte. En el momento en que uno de los soldados dio la orden de disparar contra mí, otro intervino y, agarrando el arma, gritó: “¡No dispares! Todavía puede sernos útil”. Otro hombre, lleno de ira, se puso a golpearme y juró matarme él mismo en menos de una semana, pero a los pocos días lo mataron a él.
En marzo de 1944, las tropas soviéticas regresaron a nuestra región y se llevaron a todos los hombres, incluido yo. Esta vez era el ejército soviético el que necesitaba combatientes. En el lugar donde nos reunieron había setenta Testigos, entre ellos Korney, el hermano que me había dado a conocer la verdad. Nos manteníamos separados de los otros hombres y nos animábamos unos a otros. En cierto momento se nos acercó un oficial y nos preguntó por qué no estábamos junto a los demás. Korney le explicó que éramos cristianos y que no podíamos tomar las armas. Inmediatamente se lo llevaron y nos dijeron que lo iban a fusilar. No lo volvimos a ver más. A continuación se pusieron a amenazarnos con fusilarnos a todos, como habían hecho con él, y nos fueron preguntando uno por uno si nos alistaríamos en su ejército. Cuando me tocó el turno y dije que no lo haría, tres soldados y un oficial me llevaron al bosque. El comandante leyó la sentencia del tribunal militar: “Por negarse a llevar el uniforme y tomar las armas, será ejecutado por un pelotón de fusilamiento”. Oré fervientemente a Jehová, y luego empecé a preguntarme si me aceptaría como siervo suyo, pues aún no había tenido la oportunidad de bautizarme. De pronto oí al comandante gritar: “¡Disparen contra el enemigo!”. Pero los soldados dispararon al aire. Entonces el oficial se puso a golpearme. Me sentenciaron a diez años de prisión y terminé en uno de los campos de trabajos forzados del oblast de Gorki, en el interior de Rusia.
En 1956 me pusieron en libertad, y posteriormente me casé con Regina, una Testigo muy fiel. Solo llevábamos casados seis meses cuando me detuvieron inesperadamente y me sentenciaron a otros diez años de prisión.
Cuando por fin salí en libertad, un oficial me dijo: “En tierras soviéticas no hay lugar para ti”. Estaba equivocado. ¡Qué reconfortante es saber que la Tierra pertenece a Jehová y que es él quien determina quién vivirá para siempre en ella! (Sal. 37:18.)
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[Ilustración de la página 90]
Pyotr Krivokulsky y su esposa, Regina (1997)
[Ilustraciones de la página 95]
Olga Sevryugina llegó a ser sierva de Jehová gracias a las cartas que Pyotr lanzaba atadas a una piedra
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