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    Anuario de los testigos de Jehová 2012
    • COMIENZA EL GENOCIDIO

      En la noche del miércoles 6 de abril, un avión fue derribado y estalló en llamas cerca de Kigali. A bordo iban los presidentes de Ruanda y Burundi. No hubo sobrevivientes. Muy pocas personas se enteraron de la noticia aquella noche; en la estación de radio oficial no se hizo anuncio alguno.

      Henk van Bussel y Godfrey y Jennie Bint jamás olvidarán lo que pasó después. “La mañana del 7 de abril —explica el hermano Bint⁠— nos despertó el sonido de disparos y explosiones de granadas. Al principio, no nos pareció extraño, pues hacía meses que la situación del país era muy inestable. Sin embargo, mientras preparábamos el desayuno, recibimos una llamada. Era Emmanuel Ngirente, que se encontraba en la oficina de traducción. Se había enterado por la radio local que los presidentes habían muerto en un accidente de avión y que el ministro de Defensa había advertido que nadie saliera de sus hogares.

      ”Cerca de las nueve de la mañana, algunos saqueadores entraron en la casa del vecino, robaron su auto y mataron a su esposa.

      ”No pasó mucho tiempo antes de que soldados y saqueadores llegaran a nuestro hogar. Dieron golpes en el portón de metal y tocaron el timbre. Nos quedamos en silencio; ninguno de nosotros salió a abrirles. Por alguna razón, no intentaron forzar la entrada y se fueron a otras casas. No había manera de salir, ya que los disparos de las armas automáticas y las explosiones se escuchaban por todas partes y bastante cerca. Nos fuimos al pasillo que conducía a las habitaciones, el cual estaba en el centro de la casa, a fin de protegernos de las balas perdidas. Como nos dimos cuenta de que la situación iba para largo, decidimos racionar el alimento: nos propusimos preparar una comida al día y dividirla entre todos. Al día siguiente, tras haber acabado de comer, estábamos escuchando las noticias internacionales en la radio cuando de pronto Henk gritó: ‘¡Están saltando la cerca!’.

      ”Sin pensarlo dos veces, nos metimos dentro del baño, cerramos la puerta y oramos juntos a Jehová. Antes de terminar la oración, escuchamos a la milicia y a los saqueadores haciendo pedazos las puertas y las ventanas. En cuestión de minutos teníamos dentro de la casa a más de cuarenta personas —hombres, mujeres y niños⁠— vociferando y volcando los muebles. También escuchábamos tiros mientras se peleaban por las cosas que encontraban.

      ”Tras cuarenta minutos —que para nosotros fueron una eternidad⁠— trataron de abrir la puerta del baño. Pero como no pudieron, empezaron a romperla. Al ver que no teníamos escapatoria, decidimos salir. Los hombres actuaban como locos y estaban drogados. Nos amenazaron con machetes y cuchillos. Jennie le pedía a gritos a Jehová que nos ayudara. Uno de los hombres levantó su machete y, con el lado liso de este, golpeó a Henk en la nuca. Por el golpe, Henk cayó dentro de la bañera. De algún modo, pude conseguir dinero para dárselo a los agresores, quienes comenzaron a pelear por él.

      ”De pronto, notamos que un joven nos estaba mirando. Nosotros no lo conocíamos, pero él nos reconoció, tal vez por la predicación. Nos agarró, nos metió de vuelta al baño y nos pidió que cerráramos la puerta. Entonces dijo que nos salvaría.

      ”El saqueo continuó como por treinta minutos más; después, todo quedó en silencio. Finalmente, el joven regresó y nos dijo que ya podíamos salir. Insistió en que dejáramos la casa de inmediato y nos sacó de allí. No tuvimos tiempo para llevarnos nada. Afuera vimos los cuerpos de los vecinos que habían sido asesinados. Dos miembros de la Guardia Presidencial nos escoltaron a la casa de un oficial militar que vivía cerca. Él, a su vez, nos acompañó hasta el hotel Mille Collines, donde ya se habían refugiado muchas personas. El 11 de abril, tras largas horas de ansiedad, los militares nos llevaron por una ruta alterna hasta la parte trasera del aeropuerto. Llegamos al vestíbulo del Betel de Kenia, en Nairobi, despeinados y desaliñados. Henk, quien había sido separado de nosotros durante la evacuación, llegó unas horas más tarde. La familia Betel nos ofreció todo su apoyo y amor.”

      LA ORACIÓN DE UNA NIÑITA LOS SALVÓ

      El día después de que el avión en el que viajaban los presidentes de Ruanda y Burundi se estrellara, seis soldados del gobierno fueron a la casa del hermano Rwakabubu. Sus ojos estaban rojos y su aliento olía a alcohol. Además, su forma de actuar demostraba que estaban drogados. Le exigieron al hermano que les diera armas, pero él les dijo que en la casa no había ninguna porque eran testigos de Jehová.

      Los soldados sabían que los Testigos eran neutrales, que habían rehusado apoyar al gobierno y que no hacían contribuciones al ejército, y esto los hizo rabiar. Gaspard y Melanie Rwakabubu, no eran tutsis, pero la milicia Interahamwe estaba matando también a hutus moderados, especialmente si tenían sospechas de que ayudaban a los tutsis o al ejército invasor.

      Los soldados golpearon con palos a Gaspard y Melanie. Luego, los llevaron, junto con sus cinco hijos, a una habitación. Sacaron las sábanas de la cama y comenzaron a envolver a los miembros de la familia con ellas. Algunos tenían granadas en sus manos, así que sus intenciones eran obvias. Gaspard les preguntó: “¿Nos permiten orar primero?”.

      Uno de los soldados le negó con desdén su petición. Pero, tras un breve intercambio de palabras, los soldados aceptaron, aunque a regañadientes. “Está bien —dijo uno⁠—. Tienen dos minutos”.

      Todos oraron en silencio, con la excepción de la pequeña Deborah, de seis años, quien lo hizo en voz alta. Dijo: “Jehová, ellos quieren matarnos, pero papá y yo dejamos cinco revistas en la predicación. ¿Y cómo vamos a volver a las casas de esas personas? Ellas nos están esperando y necesitan aprender la verdad. Te prometo que si no nos matan, voy a ser publicadora, me voy a bautizar y seré precursora. ¡Sálvanos, Jehová!”.

      Al oír esto, los soldados se quedaron atónitos. Finalmente, uno de ellos dijo: “Gracias a la oración de esta niñita, no los vamos a matar. Si luego vienen otros, díganles que ya estuvimos aquí”.b

      EMPEORA LA SITUACIÓN

      La guerra se intensificaba a medida que el ejército invasor (el Frente Patriótico Ruandés) iba ganando terreno en la capital, Kigali. Desesperados, los de la Interahamwe comenzaron a asesinar a más personas.

      Por toda la ciudad y en las intersecciones de los caminos, soldados del gobierno y miembros de la milicia Interahamwe establecieron controles de carretera con el fin de identificar a los tutsis y asesinarlos. Todos los hombres fuertes y sanos tenían que ayudar día y noche a la Interahamwe en dichos controles.

      Las matanzas seguían ocurriendo por doquier, y cientos de miles de ruandeses, incluidos Testigos, dejaron sus hogares. Muchos buscaron refugio en el Congo y Tanzania.

      FRENTE A LA GUERRA Y LA MUERTE

      Los relatos a continuación son de hermanos y hermanas que sufrieron lo indecible. No hay que olvidar que los testigos de Jehová de Ruanda habían aguantado férrea oposición en la década de los ochenta. Ese período de prueba fortaleció aún más su fe y su valor. Sin fe no hubieran podido mantenerse alejados del mundo, ni tampoco evitar involucrarse en asuntos políticos y militares (Juan 15:19). Y fue su valor lo que los ayudó a enfrentar las consecuencias de permanecer neutrales, a saber: el desprecio, la restricción de su libertad, la persecución y la muerte. Estas cualidades, junto con su amor por Jehová y el prójimo, impulsaron a los Testigos a negarse a participar en el genocidio y a arriesgar sus vidas a fin de protegerse unos a otros.

      No se pueden incluir todas las experiencias que vivieron los hermanos. De hecho, la mayoría de ellos no busca vengarse y prefiere olvidar los detalles aterradores de su historia. Esperamos que su testimonio nos motive a demostrar más plenamente el amor que identifica a los verdaderos seguidores de Cristo (Juan 13:34, 35).

      LA HISTORIA DE JEAN Y CHANTAL

      Jean de Dieu Mugabo, un hermano muy alegre y cariñoso, comenzó a estudiar con los testigos de Jehová en 1982. Antes de su bautismo en 1984 ya había sido encarcelado tres veces debido a su postura basada en la Biblia. En 1987 se casó con Chantal, que también se había bautizado en 1984. Para cuando comenzó el genocidio, Jean y Chantal tenían tres hijas. Las dos mayores estaban en casa de sus abuelos, que vivían en otro pueblo, y la pequeña, de tan solo seis meses, estaba con ellos.

      Durante el primer día del genocidio (7 de abril de 1994), los soldados del gobierno y los milicianos de la Interahamwe comenzaron a asaltar los hogares tutsis. A Jean lo arrestaron y lo apalearon; pero logró escapar, y junto con otro Testigo, se refugió en un Salón del Reino cercano. Mientras tanto, y sin saber lo que había ocurrido con su esposo, Chantal intentaba por todos los medios salir de la ciudad con su bebé a fin de reunirse con sus otras dos hijas.

      Jean cuenta lo que le pasó después: “El Salón del Reino donde nos refugiamos había sido antes una panadería y tenía una gran chimenea. La primera semana nos escondimos en el auditorio mismo, y una hermana hutu buscaba la manera de traernos comida sin ser descubierta. Más adelante tuvimos que ocultarnos entre el falso techo y las láminas metálicas del tejado. Pero durante el día nos asábamos. En la desesperación por hallar otro escondite, le hicimos un agujero a la chimenea quitando algunos ladrillos. Allí pasamos más de un mes en cuclillas.

      ”Para colmo, no muy lejos había un control de carretera, y los de la Interahamwe solían entrar al salón para guarecerse de la lluvia o conversar. Desde donde estábamos podíamos escuchar sus voces. Hubo momentos en que pensé que ya no podía más, pero tanto mi compañero como yo le pedíamos continuamente a Jehová que nos diera aguante. La hermana continuó trayéndonos comida siempre que le fue posible, y por fin, el 16 de mayo, vino a decirnos que el Frente Patriótico Ruandés había tomado el control de la zona y que podíamos salir.”

      Pero ¿qué sucedió con Chantal, la esposa de Jean? Ella misma relata: “Conseguí abandonar la casa junto con mi bebé el 8 de abril. Pronto me encontré con dos hermanas: Immaculée, quien tenía una tarjeta de identidad que confirmaba que era hutu, y Suzanne, una tutsi. Queríamos llegar a Bugesera, un pueblo como a 50 kilómetros [30 millas] de donde estábamos. Allí vivían mis padres, con quienes estaban mis otras dos hijas. Sin embargo, nos enteramos de que había controles en todas las carreteras que salían de la ciudad, así que decidimos irnos a una aldea que quedaba justo a las afueras de Kigali. Immaculée tenía allí un familiar Testigo llamado Gahizi. Él era hutu y, pese a las amenazas de sus vecinos, nos recibió en su casa e hizo todo lo posible por protegernos. Lamentablemente, cuando los soldados del gobierno y la Interahamwe se enteraron de que Gahizi había albergado tutsis, lo mataron.

      ”Tras matar a Gahizi, los soldados nos llevaron a un río para ejecutarnos. Asustadísimas, esperábamos el fin. De pronto surgió una discusión entre los soldados. Uno de ellos dijo: ‘No mates mujeres, nos traerá mala suerte. Ahora solo hay que matar hombres’. Entonces, uno de varios hermanos que nos había seguido hasta allí nos llevó a su casa. Su nombre era André Twahirwa y llevaba solo una semana de bautizado. A pesar de que sus vecinos protestaron, nos alojó esa noche. Al otro día nos acompañó hasta Kigali, donde esperaba encontrar un lugar seguro para escondernos. Con su ayuda, cruzamos varios controles de carretera muy peligrosos y, en todos, Immaculée llevaba a mi niña en brazos. De ese modo, si nos detenían a mí y a Suzanne, la bebé se salvaría. Tanto Suzanne como yo ya habíamos roto nuestra tarjeta de identidad con el fin de pasar por hutus.

      ”Pero en el último de los controles, los de la Interahamwe le pegaron a Immaculée y le dijeron: ‘¿Qué haces con estas tutsis?’. Como a Suzanne y a mí no nos dejaron pasar, Immaculée y André siguieron hasta la casa de los hermanos Rwakabubu. Más tarde, André y otros dos Testigos, Simon y Mathias, arriesgaron sus vidas para ayudarnos a cruzar el control de carretera. A mí me llevaron a casa del hermano Rwakabubu, y a Suzanne la dejaron con unos parientes.

      ”No obstante, en casa de los Rwakabubu corría peligro de ser descubierta, así que los hermanos me trasladaron al Salón del Reino. No fue nada fácil llegar hasta el salón, donde se habían refugiado diez hermanos y hermanas tutsis, así como otras personas. Immaculée, siempre tan leal, no quiso abandonarme. Decía que si me mataban a mí, se aseguraría de salvar a mi bebé.”c

      Cerca del salón vivía Védaste Bimenyimana, un hermano casado con una tutsi. Védaste acababa de encontrar un lugar seguro donde ocultar a su familia. Tras dejarlos allí, ayudó a los que estaban en el salón a hallar un refugio adecuado. Felizmente, todos sobrevivieron.

      Tras el genocidio, Jean y Chantal se enteraron de que habían sido asesinados más de cien familiares suyos, entre ellos sus padres y sus dos hijas, de tan solo dos y cinco años de edad. ¿Cómo se sintieron al escuchar estas devastadoras noticias? Chantal confiesa: “Al principio, el dolor era insoportable y nos sentíamos aturdidos. Nadie se imaginaba que los muertos llegaran a ser tantos. Lo único que pudimos hacer fue dejar el asunto en manos de Jehová y aferrarnos a la esperanza de volver a ver a nuestras niñas en la resurrección”.

      OCULTOS POR SETENTA Y CINCO DÍAS

      En los días del genocidio, Tharcisse Seminega, quien se bautizó en el Congo en 1983, estaba viviendo en Butare (Ruanda), a 120 kilómetros (75 millas) de Kigali. “Poco después de que el avión del presidente se estrellara en Kigali —cuenta⁠—, en casa escuchamos que se había ordenado la ejecución de todos los tutsis. Dos hermanos trataron de organizar nuestra huida a través de Burundi, pero la Interahamwe vigilaba todas las carreteras y los caminos.

      ”No había adónde ir; estábamos presos en nuestro propio hogar. Cuatro soldados vigilaban la casa, y uno de ellos se había apostado a unos 180 metros (200 yardas) con una ametralladora. Al ver que no teníamos escapatoria, oré: ‘Jehová, ya no hay nada que podamos hacer. ¡Solo tú puedes salvarnos!’. A la noche llegó un hermano corriendo hasta nuestra casa, y los militares le permitieron entrar por unos minutos. Temía que ya nos hubieran matado y sintió un gran alivio al comprobar que aún estábamos vivos. El hermano consiguió llevarse a su casa a dos de nuestros hijos. Luego le informó a Justin Rwagatore y Joseph Nduwayezu que el resto de mi familia permanecía escondida y que necesitábamos ayuda para escapar. Ellos vinieron de inmediato, aprovechando la oscuridad de la noche, y pese a las dificultades y al peligro, lograron llevarnos hasta el hogar de Justin.

      ”Ahora bien, no nos pudimos quedar en casa de Justin mucho tiempo, pues a la mañana siguiente los vecinos ya sabían que estábamos allí. Durante el día vino un hombre llamado Vincent a avisarnos de que la Interahamwe se preparaba para asaltar la casa y matarnos. Vincent había estudiado la Biblia con Justin, pero no había abrazado la verdad. Él nos sugirió que nos ocultáramos en la maleza de los alrededores, y en la noche nos llevó hasta su casa. Una vez allí, nos escondió en una choza circular hecha de barro que se usaba para guardar cabras. El techo de la choza era de paja y no tenía ventanas.

      ”Los días y las noches en aquel escondite se nos hicieron largos. Estábamos cerca de un cruce y a pocos metros del mercado más concurrido de la zona. Escuchábamos a los transeúntes hablar sobre lo que habían hecho y lo que pensaban hacer. Oír los espantosos relatos acerca de las masacres en las que habían participado nos puso más nerviosos todavía, por lo que no dejábamos de suplicarle a Dios que nos protegiera.

      ”Durante el mes que pasamos allí, Vincent hizo todo lo que pudo para cubrir nuestras necesidades. Pero a finales de mayo, nuestra situación se volvió más peligrosa, pues comenzaron a llegar miembros de la Interahamwe que huían desde Kigali. Por tanto, los hermanos decidieron trasladarnos a la casa de un Testigo que tenía una especie de bodega subterránea en la que ya había otros tres hermanos. Nos tomó cuatro horas y media completar a pie el peligroso recorrido hasta su casa. Gracias a Dios, aquella noche llovió torrencialmente, lo cual nos brindó cierta protección.

      ”El nuevo escondite estaba a metro y medio (cinco pies) bajo tierra, y tenía un tablón de madera por puerta. Para llegar a él, había que bajar una escalera y gatear a través de un túnel. La bodega misma medía unos dos metros (seis pies) cuadrados, olía a humedad y, con la excepción de un pequeño rayo de luz que se colaba por una abertura, estaba completamente a oscuras. Mi esposa, Chantal, mis cinco hijos, los otros tres hermanos y yo permanecimos seis semanas en aquel claustrofóbico agujero. No nos atrevíamos ni siquiera a encender una vela de noche por temor a que nos descubrieran. Con todo, Jehová nos sostuvo durante nuestra tribulación. Los hermanos arriesgaron su vida para venir a animarnos y a traernos comida y medicamentos, y de vez en cuando, podíamos encender una vela durante el día para leer la Biblia, La Atalaya o el texto diario.

      ”Todo llega a su fin, y el de nuestro encierro llegó el 5 de julio de 1994, cuando Vincent nos comunicó que Butare había pasado a manos del ejército invasor. Salimos tan pálidos de la bodega que algunos pensaron que éramos extranjeros. Además, acostumbrados a decirlo todo en susurros, no fuimos capaces de hablar en voz alta durante un tiempo. Nos tomó varias semanas recuperarnos.

      ”Esta experiencia tuvo un profundo impacto en mi esposa, quien por fin, tras diez años de haberse negado a estudiar la Biblia, comenzó a hacerlo. A la gente que le pregunta por qué cambió de parecer, ella le contesta: ‘El amor que los Testigos nos mostraron y los sacrificios que hicieron para salvarnos me ablandaron el corazón. Además, me di cuenta de que fue la mano poderosa de Jehová la que nos libró de los machetes’. Chantal dedicó su vida al servicio de Dios y se bautizó en la primera asamblea que hubo después de la guerra.

      ”Le debemos la vida a todos los hermanos y hermanas que oraron por nosotros y que contribuyeron de una manera u otra a nuestra supervivencia. Su amor tan profundo y sincero trascendió las barreras étnicas.”

      AYUDA PARA LOS QUE AYUDARON

      Justin Rwagatore, uno de los hermanos que contribuyó a salvar a la familia Seminega, necesitó años después que lo rescataran a él. El viejo régimen ya lo había encarcelado en 1986 por negarse a participar en política, y el nuevo gobierno lo volvió a arrestar a él, así como a otros hermanos, por la misma razón. Tharcisse Seminega formó parte de la delegación que acudió a las autoridades para aclarar la postura neutral de los Testigos. Él explicó que si no hubiera sido por Justin, su familia no hubiera sobrevivido al genocidio. Como resultado de su testimonio, todos los hermanos fueron liberados.

      Por otra parte, la conducta de los testigos de Jehová durante el genocidio impulsó a algunos a aceptar la verdad. A Suzanne Lizinde, una señora católica de sesenta y tantos años, le desilusionó ver cómo la Iglesia apoyó las matanzas. Pero el ejemplo de amor y abnegación de sus vecinos Testigos la motivó a estudiar la Biblia, y su progreso fue notable. Se bautizó en enero de 1998 y jamás se perdió una reunión, aunque para llegar a ellas tenía que caminar cinco kilómetros (tres millas) por los caminos de las colinas. También ayudó a los suyos a aprender la verdad. Hoy uno de sus hijos es anciano, y uno de sus nietos, siervo ministerial.

      UN ÉXODO MASIVO

      Henk van Bussel, misionero que llegó a Ruanda en 1992 y que había sido evacuado a Kenia en abril de 1994, viajó en varias ocasiones a Goma (en el este del Congo) a fin de ayudar con el programa de socorro para los refugiados ruandeses. En los cruces de frontera, los hermanos iban de acá para allá sosteniendo en alto publicaciones bíblicas y cantando o silbando cánticos del Reino, esperando que así los Testigos ruandeses los reconocieran.

      Presas del pánico, cientos de miles de ruandeses cruzaron las fronteras del Congo y Tanzania huyendo de la guerra entre el Frente Patriótico Ruandés y el ejército nacional. En Goma, el punto de encuentro para los testigos de Jehová era el Salón del Reino. Pronto se estableció justo a las afueras de la ciudad un campo de refugiados exclusivamente para Testigos, sus hijos y personas interesadas en la verdad. En este campo se pudo albergar a más de dos mil personas, y en otras partes del este del Congo se establecieron campos similares.

      Quienes huían de Ruanda eran en su mayoría hutus que temían represalias; pero los Testigos que buscaban asilo eran tanto hutus como tutsis. Ahora bien, los tutsis que intentaban abandonar su país y pasar a Goma corrían el riesgo de que los mataran. De hecho, se llegó a pagar hasta 100 dólares por persona para pasar clandestinamente por la frontera a los hermanos tutsis.

      Los Testigos que llegaban al Congo deseaban estar únicamente entre hermanos, pues querían mantenerse alejados de los milicianos de la Interahamwe que seguían activos en los campos de refugiados de las Naciones Unidas. La mayoría de los refugiados que no eran Testigos apoyaban al gobierno que los rebeldes intentaban derrocar, así que, empezando por los de la Interahamwe, odiaban a los hermanos por no haber colaborado en la defensa. Además, los hermanos tutsis solo estarían a salvo en campos para Testigos.

      Los Testigos que salieron de Ruanda tuvieron que dejar atrás todas sus pertenencias, pero sus hermanos de Bélgica, el Congo, Francia, Kenia y Suiza les enviaron dinero, medicinas, alimento y ropa, así como personal para la atención médica. La sucursal de Francia también mandó pequeñas tiendas de campaña en uno de los primeros aviones de socorro. Y más adelante, los hermanos belgas enviaron tiendas más grandes que podían alojar a familias enteras. Además, se recibieron catres y camas inflables. Por su parte, la sucursal de Kenia contribuyó con más de dos toneladas de ropa y sobre dos mil frazadas.

      SE DESATA EL CÓLERA

      En el Salón del Reino de Goma y en sus alrededores se refugiaron durante los primeros días del éxodo más de mil Testigos y personas interesadas. Sin embargo, debido a la enorme cantidad de refugiados que había en Goma se desató un brote de cólera. La sucursal del Congo envió enseguida medicamentos para combatir la epidemia, y el hermano Van Bussel voló desde Nairobi con 60 cajas de medicinas. El Salón del Reino fue transformado en hospital, y se trató de aislar a los contagiados. Dos médicos Testigos, entre ellos Loic Domalain, y un hermano enfermero de Ruanda llamado Aimable Habimana, trabajaron día y noche. El hermano Hamel, de Francia, y otros voluntarios con experiencia en el campo de la medicina también fueron de gran ayuda.

      Pese a todos los esfuerzos, se contagiaron más de ciento cincuenta hermanos y personas interesadas, y antes de que la enfermedad se pudiera contener, murieron cuarenta de ellos. Más adelante se alquiló un terreno más grande y se pudo establecer un campo de refugiados para Testigos donde se instalaron cientos de tiendas de campaña. Una gran carpa que enviaron los hermanos de Kenia sirvió de hospital. El orden y la limpieza del campamento impresionó muchísimo al personal sanitario estadounidense que lo visitó.

      Para principios de agosto de 1994, el comité de socorro de Goma atendía a 2.274 refugiados, entre los cuales se contaban Testigos, niños y personas interesadas. Además, había muchos refugiados Testigos en las ciudades de Bukavu y Uvira, al este del Congo, así como en Burundi. Y 230 hermanos se refugiaron en Tanzania.

      Los hermanos de la oficina de traducción, quienes habían tenido que huir de Kigali, alquilaron una casa en Goma. Y gracias a que habían logrado traer desde Kigali una computadora y un generador, pudieron continuar con su labor.

      El texto traducido debía enviarse a Nairobi, pero en Goma el servicio postal y el telefónico eran prácticamente inexistentes. Sin embargo, con la colaboración de unos hermanos que trabajaban en el aeropuerto, se aprovechó un vuelo semanal de Goma a Nairobi para enviar correspondencia. La sucursal de Kenia se valió del mismo método para mantenerse en contacto con los hermanos de Goma.

      Emmanuel Ngirente y otros dos hermanos hicieron todo lo que pudieron por continuar traduciendo, pero las condiciones no eran las mejores. Algunos artículos de La Atalaya se quedaron sin traducir debido a la guerra, pero tan pronto como fue posible salieron publicados en folletos especiales que los hermanos analizaron en el Estudio de Libro de Congregación.

      LA VIDA EN LOS CAMPOS DE REFUGIADOS

      Mientras aún seguía llegando a Goma gente de Kigali, una hermana llamada Francine —cuyo esposo, Ananie, había sido asesinado⁠— fue transferida a uno de los campamentos de los Testigos. Ella nos cuenta cómo era la vida allí: “Todos los días había hermanos asignados a preparar las comidas. Primero hacíamos el desayuno, que consistía en una papilla de maíz o de mijo, y al mediodía preparábamos el almuerzo. Tras completar nuestras tareas, nos poníamos a predicar. Hablábamos principalmente con los familiares no Testigos que había en el campamento, pero también con las personas que vivían cerca de él. No obstante, cuando los de la Interahamwe se enteraron de que los Testigos tenían campamentos solo para ellos, se enfurecieron, y el ambiente se volvió más tenso”.

      Para noviembre de 1994 estaba claro que las condiciones en Ruanda eran propicias para el regreso de los hermanos. De hecho, era recomendable partir, pues la situación en los campos de refugiados del Congo era cada vez más crítica. Pero volver a Ruanda no sería nada fácil. La Interahamwe intentaba reorganizarse para atacar, y cualquiera que quisiera regresar a Ruanda era considerado un traidor.

      Los hermanos le informaron al nuevo gobierno ruandés que tenían la intención de volver al país. Aclararon también que ellos eran neutrales y que no habían participado en el genocidio de los tutsis. Los oficiales les aconsejaron que llegaran a un acuerdo con la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), que poseía vehículos destinados a la repatriación. Sin embargo, para evitar que la Interahamwe les impidiera a los Testigos regresar a Ruanda, hubo que idear una estrategia.

      Se anunció que habría un día especial de asamblea en Goma, y hasta se hicieron carteles. Luego se informó en secreto a los hermanos que en realidad iban a volver a Ruanda. A fin de no levantar sospechas, se les pidió que dejaran todas sus pertenencias en el campamento y que se llevaran solo sus biblias y sus cánticos, como si fueran a una asamblea.

      Francine, mencionada anteriormente, recuerda que caminaron unas cuantas horas hasta un lugar donde había unos camiones que los llevarían a la frontera. Ya en Ruanda, el ACNUR los trasladó hasta Kigali, y luego a las distintas zonas donde vivían. Así pues, la mayoría de los Testigos y personas interesadas en la verdad, junto con sus familiares, fueron repatriados a Ruanda en diciembre de 1994. El periódico belga Le Soir publicó la siguiente noticia el 3 de diciembre de 1994: “Mil quinientos refugiados ruandeses abandonaron Zaire [Congo] porque veían su seguridad comprometida. Eran testigos de Jehová que vivían en su propio campamento al norte del campo de refugiados de Katale. Este grupo religioso fue intensamente perseguido por el gobierno anterior debido a su negativa a portar armas y a participar en mítines políticos”.

      Tras volver a Ruanda, Francine viajó a una asamblea de distrito celebrada en Nairobi, donde disfrutó del compañerismo de los hermanos y recibió consuelo por la muerte de su esposo. Más adelante regresó a la oficina de traducción, que ya se había restablecido en Kigali, y tiempo después se casó con Emmanuel Ngirente. En la actualidad, ambos sirven en la sucursal.

      ¿Cómo pudo Francine lidiar con el dolor que experimentó durante la guerra? Ella contesta: “Todos teníamos la mente fija en una sola cosa: aguantar hasta el fin. Nos propusimos no pensar demasiado en lo que nos estaba sucediendo, por terrible que pareciera. Personalmente, el texto de Habacuc 3:17-19, que habla sobre hallar felicidad en circunstancias extremas, me sirvió de consuelo. Además, los hermanos me animaron muchísimo, y varios me escribieron cartas. Todo esto me ayudó a mantener una perspectiva espiritual y positiva. Jamás he olvidado que Satanás tiene muchas maneras de atraparnos, y si nos quedamos estancados debido alguna prueba, podríamos caer víctimas de otra. Es muy fácil debilitarse si uno no permanece atento”.

  • Ruanda
    Anuario de los testigos de Jehová 2012
    • Lamentablemente, entre las víctimas mortales de aquel genocidio se contaron unos cuatrocientos testigos de Jehová, muchos de los cuales fueron hutus que estuvieron dispuestos a arriesgarse a fin de proteger a sus hermanos tutsis. Cabe señalar que ningún Testigo murió a manos de otro Testigo.

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