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    Anuario de los testigos de Jehová 2012
    • Durante el genocidio, Angeline y Valerie vivían en Kigali y escondieron a nueve personas en su casa, entre las cuales se contaban dos mujeres embarazadas. Cierto día, a una de estas, cuyo esposo había sido asesinado, le comenzaron los dolores de parto. Como era muy peligroso salir de la casa, las hermanas tuvieron que atenderla. Al oír lo que había sucedido, los vecinos les llevaron alimento y agua.

      Cuando los de la Interahamwe se enteraron de que Angeline y Valerie estaban refugiando a tutsis, llegaron hasta su casa y dijeron: “Vinimos a matar a las Testigos tutsis”. No obstante, como la casa pertenecía a un oficial del ejército, no se atrevieron a entrar, por lo que ninguno de los que estaban dentro sufrió daño.d

  • Ruanda
    Anuario de los testigos de Jehová 2012
    • [Ilustración y recuadro de las páginas 206 y 207]

      Decididos a dar la vida por nosotros

      ALFRED SEMALI

      AÑO DE NACIMIENTO 1964

      AÑO DE BAUTISMO 1981

      OTROS DATOS Vivía en los suburbios de Kigali con su esposa, Georgette. Ahora, este padre de familia es miembro del Comité de Enlace con los Hospitales de Kigali.

      ◼ CUANDO comenzó el genocidio, Athanase, un hermano hutu que vivía cerca de mi casa, mandó a alguien a advertirnos que estaban matando a los tutsis y que nosotros corríamos peligro. Quería que fuéramos a su casa, pues podía ocultarnos a más de tres metros (doce pies) bajo tierra en un cuarto que él mismo había cavado antes de la guerra. Yo fui el primero en descender por la escalera que había hecho. Hasta allí envió Athanase alimento y colchones para nosotros. Afuera las matanzas continuaban.

      Pese a que los vecinos amenazaron con incendiar la casa de Athanase porque sospechaban que nos estaba dando refugio, él y su familia continuaron protegiéndonos. Sin duda, estaban decididos a dar la vida por nosotros.

      Poco después se desató un violento combate en la zona, y la familia de Athanase tuvo que esconderse con nosotros. En total, éramos dieciséis. Aquello estaba oscuro como boca de lobo, pues no nos atrevíamos a prender ni una lucecita. Racionábamos lo poco que teníamos para comer, así que a cada quien le tocaba una cucharada diaria de arroz crudo remojado en agua con azúcar. A los diez días se acabó la comida, y a los trece estábamos muertos de hambre. Alguien tenía que salir a buscar alimento. Desde la parte superior de la escalera podía verse algo de lo que estaba pasando afuera, y nos dimos cuenta de que la situación había cambiado: los soldados llevaban uniformes diferentes. Como la familia de Athanase me había protegido, pensé que era mi turno de hacer algo por ellos. Por eso, fui a buscar alimento junto con uno de los muchachos de Athanase. Pero antes de salir, hicimos una oración.

      A la media hora regresamos con la noticia de que el Frente Patriótico Ruandés había tomado el control de la zona. Algunos soldados nos acompañaron hasta el escondite. No podían creer lo que les habíamos contado hasta que vieron a los hermanos salir uno a uno. Mi esposa dice que nunca olvidará aquel momento. Todos estábamos sucios, pues llevábamos tres semanas bajo tierra sin poder bañarnos ni cambiarnos la ropa.

      Los soldados se quedaron anonadados de que en el grupo hubiera tutsis y hutus. “Somos testigos de Jehová —les expliqué⁠—, y entre nosotros no hay prejuicios.” Hicieron que se nos diera comida y azúcar, y nos llevaron a una casa en la que ya había otros cien refugiados. Tiempo después, una hermana tuvo la bondad de ofrecernos hospedaje a los dieciséis.

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    Anuario de los testigos de Jehová 2012
    • ◼ TRAS la muerte de los presidentes, hubo hermanos, familiares y vecinos que fueron a mi casa a refugiarse. Sin embargo, yo estaba muy preocupado por Goretti y Suzanne, dos Testigos tutsis de las que no tenía noticias. De modo que, aunque era sumamente peligroso, decidí ir a buscarlas. Por el camino, había mucha gente huyendo. De pronto, vi a Goretti y a sus hijos, y me los llevé a casa. De haberlos dejado seguir la ruta que llevaban, hubieran llegado a un control de carretera donde seguramente los habrían matado.

      Unos días más tarde, Suzanne logró llegar junto con dos mujeres y tres niñas. Al final éramos más de veinte personas escondidas en la casa, y todos corríamos grave peligro.

      Los de la Interahamwe fueron a la casa por lo menos tres veces. En una de esas ocasiones vieron por la ventana a mi esposa, Vestine. Al darse cuenta de que era tutsi, le dijeron que saliera. Previendo que la matarían, me puse entre los agresores y mi esposa y les dije: “Tendrán que pasar por encima de mi cadáver”. Después de una breve discusión, le ordenaron a Vestine que volviera adentro. Uno de ellos dijo: “Yo no quiero matar mujeres; quiero matar hombres”. Entonces vieron al hermano menor de mi esposa y lo sacaron de la casa. Yo me interpuse y les supliqué: “¡Por el amor de Dios, déjenlo!”.

      Empujándome con el codo, uno de ellos replicó: “Yo no tengo nada que ver con Dios”. Pero enseguida cambió de opinión y me dijo: “Está bien, llévatelo”. Así que lo liberaron.

      Más o menos un mes después llegaron dos hermanos a pedirme algo de comer. Yo les convidé del suministro de frijoles que tenía, y luego los acompañé para mostrarles un camino seguro. De pronto escuché un disparo cerca de allí y perdí el conocimiento: había recibido un impacto de metralla en un ojo. Un vecino me llevó al hospital, pero no recuperé la visión de ese ojo. Aun así, lo que más me preocupaba era que no podía regresar a mi casa. Todos los que se habían refugiado en ella tuvieron que abandonarla, pues el conflicto se intensificó y llegó a ser peligroso permanecer allí. Se quedaron hasta junio en casa de otros Testigos, quienes los protegieron a riesgo de su propia vida.

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