Para comunicarme con mi hijo, aprendí otro lenguaje
EL NACIMIENTO de nuestro hijo, Spencer, en agosto de 1982, fue uno de los momentos más felices de nuestra vida. ¡Era un niño perfecto! Mi esposo y yo habíamos decidido esperar cinco años antes de tener el primer hijo. Verlo crecer con el paso de los meses nos producía una inmensa satisfacción. En las revisiones médicas mensuales siempre lo encontraban bien. Daba gracias a Jehová por haberme bendecido de manera tan maravillosa.
Pero cuando Spencer tenía nueve meses empecé a sospechar que algo andaba mal. No respondía a las voces ni a ciertos sonidos. Para probar su capacidad auditiva, me colocaba donde no pudiera verme y golpeaba una cazuela o algún otro objeto. A veces se volvía, pero no siempre. Cuando lo llevé a la revisión de los nueve meses le expresé mi preocupación al médico, el cual me aseguró que el niño estaba bien y que no había ninguna razón para inquietarse. No obstante, los meses pasaban y el niño aún no respondía ni vocalizaba.
En la revisión de los doce meses volví a mencionarle al doctor mi inquietud. Aunque durante su reconocimiento siguió sin encontrarle ningún defecto, nos remitió a un audiólogo. Llevé al niño para que le hiciera unas pruebas, pero los resultados no concordaban. Volvimos una segunda vez y una tercera, y los resultados seguían sin concordar. El médico opinaba que a medida que Spencer creciera, los resultados saldrían mejor. No obstante, como los primeros tres años de la vida de un niño son fundamentales para el desarrollo del lenguaje, yo estaba sumamente preocupada. Seguía preguntando al audiólogo si había algún examen médico que proporcionara resultados concluyentes. Finalmente, me habló de un estudio del tronco encefálico que se efectuaba en el hospital Massachusetts Eye and Ear Infirmary.
La noticia me dejó deshecha
La semana siguiente fuimos a ese hospital de Boston. Oré a Jehová pidiéndole que me diera fuerzas para afrontar los resultados, fueran los que fueran. En mi interior pensaba que Spencer era duro de oído y que solo necesitaría un audífono. ¡Qué equivocada estaba! Una vez finalizada la prueba, la especialista nos llamó a su despacho. Los resultados no dejaban lugar a dudas: Spencer padecía una profunda sordera neurosensorial. Le pregunté qué significaba exactamente aquel diagnóstico, y me explicó que mi hijo no podía oír el habla ni la mayoría de los demás sonidos. Aquello no era lo que yo esperaba; la noticia me dejó deshecha.
Enseguida me pregunté: ‘¿Cómo ha podido suceder? ¿Cuál habrá sido la causa?’. Pensé en el embarazo y el parto. Todo había ido bien. Mi hijo no había tenido nunca una infección de oídos ni un catarro fuerte. Estaba abrumada. No sabía qué hacer. Telefoneé a mi familia y a algunas amistades y les comuniqué los resultados de la prueba. Una amiga Testigo me animó a ver la situación como un reto; simplemente tenía que utilizar otros métodos para enseñar a Spencer. Di gracias a Jehová por haberme proporcionado la fortaleza necesaria.
¿Qué sería lo mejor para Spencer?
Yo no sabía nada de criar a un niño sordo ni de lo que significaba ser sordo. ¿Cómo iba a educar a mi hijo y comunicarme bien con él? Por mi mente pasaron un sinfín de ideas y preocupaciones.
A la semana siguiente regresamos al hospital, y la especialista nos dijo las opciones que teníamos. Explicó que uno de los métodos, el oral, se centraba en el desarrollo del habla y de la lectura de labios. Otro consistía en aprender el lenguaje de señas, el que utilizan los sordos. Existía un curso de lenguaje de señas que con el tiempo incorporaba nociones de lectura de labios y técnicas del habla. La especialista también recomendó el uso de audífonos para aumentar el más mínimo vestigio de sensibilidad auditiva que tuviera mi hijo. Así que fuimos a un audiólogo cercano, y este le adaptó a los pabellones auditivos unas piezas plásticas anatómicas conectadas a unos audífonos. También nos dijo que, según su opinión, Spencer respondería bien al método oral.
¿Qué sería lo mejor para él? Pensé en lo que era verdaderamente importante. Jehová quiere que nos comuniquemos con los hijos; el diálogo es imprescindible para la felicidad familiar. Podíamos recurrir al método oral y centrarnos en el desarrollo del habla y de la lectura de labios. Cabía la posibilidad de que Spencer aprendiera a hablar hasta el grado de hacerse entender. Pero pasarían años antes de saber si podría lograrlo. ¿Qué íbamos a hacer? Decidimos recurrir al lenguaje de señas.
Al mes siguiente inscribimos al niño en un curso de comunicación total, como entonces se llamaba. Tanto Spencer como yo aprendíamos nociones básicas de lenguaje de señas, y a él también le enseñaban inglés hablado y lectura de labios. Aprendí a enseñar a mi hijo. Los meses pasaban, y Spencer hacía muchos progresos. Pero aún había momentos en que me sentía abrumada. Me desanimaba cuando oía a otros niños que decían “mamá” o trataban de pronunciar el nombre “Jehová”. Pero entonces me preguntaba: ‘¿Por qué me siento así? Mi hijo es feliz y está sano’. Le rogaba a Jehová que me ayudara a apreciar el privilegio de tener un niño tan hermoso.
Cuando Spencer tenía dos años fuimos a una asamblea de los testigos de Jehová en la que el programa se interpretaba en Lenguaje Americano de Señas (LAS). Hablé del desánimo que sentía con un matrimonio que había trabajado por muchos años con Testigos sordos. Me informaron que en Massachusetts se celebraban mensualmente reuniones de los testigos de Jehová en LAS, y me animaron a ir.
Seguí su consejo y empezamos a asistir los dos. En ellas tuvimos ocasión de conocer a adultos sordos y relacionarnos con ellos. En nuestra congregación de habla inglesa Spencer no se había beneficiado mucho de las reuniones. No se apartaba de mi lado, y yo era la única persona con quien podía comunicarse. Su frustración durante las reuniones iba aumentando conforme se hacía mayor, y su comportamiento empeoraba. Sin embargo, cuando asistíamos a las reuniones en lenguaje de señas, se sentía más a gusto. Podía relacionarse libremente con todos sin tener que recurrir a mí como intérprete. Hizo amistad con miembros de la congregación, algo muy necesario. Ambos mejoramos nuestro lenguaje de señas y yo aprendí a ser mejor maestra en el estudio familiar de la Biblia. ¡Qué maravilla! Por primera vez podía ir a las reuniones con mi hijo y solo ser su MAMÁ, no su intérprete.
Un momento crucial para mí
Con la aprobación de mi esposo, cuando Spencer cumplió los tres años lo matriculé en un curso para niños sordos y duros de oído que se impartía en una escuela pública. Hacían también reuniones de grupo para enseñar a los padres, y yo aproveché la oportunidad de aprender más. En una de aquellas reuniones dirigió la palabra a los padres un panel integrado por adultos y adolescentes sordos. Estos explicaron que entre ellos y sus padres o familiares existía muy poca o ninguna comunicación. Cuando les pregunté la razón, respondieron que como sus padres no habían aprendido el lenguaje de señas, nunca habían podido comunicarse bien con ellos sobre temas como la vida, sus sentimientos o sus intereses. Parecía que no se sentían parte de la familia.
Aquel fue un momento crucial para mí. Pensé en mi hijo. No podía soportar la idea de que creciera y se marchara de casa sin haber forjado ninguna relación con sus padres. Estaba más decidida que nunca a pulir mi lenguaje de señas. Con el tiempo fui comprobando que la decisión de recurrir a ese lenguaje había sido la mejor para nosotros. Su dominio de las señas fue aumentando y podíamos hablar de cualquier tema, como por ejemplo, dónde le gustaría ir de vacaciones o qué quería ser cuando fuera mayor. Me di cuenta de cuánto me habría perdido si hubiera tratado de contar con el habla audible para comunicarnos.
A los cinco años de edad, Spencer empezó a asistir a clases regulares con niños oyentes y una maestra que conocía el lenguaje de señas. Siguió estos cursos durante tres largos años, pero no le gustaba la escuela, y resultaba difícil verle pasar tantas penalidades. Menos mal que podía comunicarme con él y probábamos diferentes maneras de sobrellevar sus frustraciones. Pero al final llegué a la conclusión de que aquella escuela pública no fomentaba su amor propio ni su progreso educativo.
En 1989 mi matrimonio terminó. Me encontraba sola con un hijo de seis años cuyo dominio del lenguaje de señas aumentaba por momentos. Aunque podía comunicarme con él, sabía que necesitaba dominar el LAS para mantener y fortalecer nuestra comunicación.
Llegó el tiempo de mudarnos
Investigué muchos cursos para niños sordos en varios estados y encontré una escuela en Massachusetts que, en lo que se conoce como enfoque bilingüe de la enseñanza, utilizaba tanto LAS como inglés. Además, me dijeron que los testigos de Jehová pronto tendrían una congregación de LAS en las inmediaciones de Boston y un amigo me sugirió que nos mudáramos allí. Como madre sola, me costaba aceptar la idea de alejarnos del hogar, la familia y los amigos de la región rural de Nuevo Hampshire y mudarnos a una zona metropolitana. A Spencer también le gustaba vivir en el campo. No obstante, había dos cosas que tenía que tomar en consideración. Él necesitaba estar en una escuela en la que tanto los profesores como los alumnos se comunicaran libremente en el lenguaje de señas, y me parecía que sería mejor estar en una congregación con otros Testigos sordos.
Nos mudamos hace cuatro años, cuando Spencer tenía nueve. Poco después se formó la congregación de Lenguaje de Señas de Malden (Massachusetts), y desde entonces el niño ha progresado enormemente. Su comportamiento ha mejorado mucho y le gusta estar en las reuniones. Me da mucha satisfacción verlo comunicarse y hacer amistades. Los miembros sordos de la congregación son un magnífico modelo de conducta para mi hijo, pues le ayudan a darse cuenta de que él también puede alcanzar metas espirituales. Y lo ha hecho. Ya da discursos en la Escuela del Ministerio Teocrático y es publicador no bautizado. También ha expresado su deseo de bautizarse.
Qué placer siento en el ministerio cuando lo veo expresar su fe a otras personas sordas mediante el lenguaje de señas. Su amor propio ha aumentado sensiblemente. Spencer me ha dicho cómo se siente en la congregación: “Este es nuestro lugar. Los hermanos pueden comunicarse conmigo”. Ya no me ruega que nos marchemos inmediatamente después de las reuniones. ¡Ahora tengo yo que decirle que ya es hora de marcharse del Salón del Reino!
En la escuela a la que asiste actualmente, dialoga sin dificultad con los demás niños sordos. Esas conversaciones le ayudan a ver la diferencia entre cómo ve el mundo a los niños y cómo los ve Jehová. Spencer y yo hablamos con franqueza y gozamos de una estrecha relación en armonía con los principios bíblicos. Cuando llega a casa por la tarde, hacemos juntos las tareas escolares. Vamos juntos a las reuniones y al ministerio de casa en casa. Pero él se da cuenta de que no todos los niños de la escuela gozan de esta estrecha relación con sus padres. (Colosenses 3:20, 21.)
“Podemos hablar de lo que sea”
Cierto día, hace más o menos un año, noté que Spencer me miraba como si quisiera decirme algo. Le pregunté si necesitaba alguna cosa. “No”, respondió. Le hice unas cuantas preguntas sobre cómo le iba todo en la escuela, y así por el estilo. Estaba segura de que quería decirme algo. Luego, durante nuestro estudio de familia de La Atalaya, dijo: “¿Sabías que algunos de los padres de mis compañeros de escuela no han aprendido el lenguaje de señas?”. Lo miré sorprendida. “De verdad —añadió—. Hay padres que no pueden comunicarse con sus hijos.” Me explicó que algunos padres habían visitado la escuela y él los había visto tratar de comunicarse con sus hijos señalándoles las cosas y representando en mímica lo que les querían decir. “Estoy muy contento de que hayas aprendido el lenguaje de señas. Podemos comunicarnos. Tú no solo me señalas los objetos; podemos hablar de lo que sea.”
¡Cuánto me conmovió aquello! Muchos no nos damos cuenta de los sacrificios que hicieron nuestros padres hasta que somos adultos. Pero ahí estaba mi hijo, a los 12 años, diciéndome lo agradecido que se sentía de que pudiéramos conversar de manera significativa.
Uno de mis objetivos como madre era tener una buena relación con mi hijo y estar unida a él. Probablemente no lo habría conseguido si no hubiera aprendido el lenguaje de señas. Mi dedicación a Jehová me impulsó a pensar seriamente en mis responsabilidades maternas, lo que facilitó las decisiones importantes que tuve que tomar en pro de la comunicación. Ambos nos hemos beneficiado espiritualmente de tales decisiones. Qué valiosas son las palabras de Deuteronomio 6:7, donde se dice a los padres que hablen a sus hijos de los mandatos de Jehová ‘cuando se sienten en su casa y cuando anden por el camino y cuando se acuesten y cuando se levanten’. Estoy muy agradecida de que Spencer y yo podamos hablar libremente de “las cosas magníficas de Dios”. (Hechos 2:11.) —Relatado por Cindy Adams.
[Comentario de la página 12]
‘No podía soportar la idea de que creciera sin haber forjado ninguna relación con sus padres’