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  • Fui uno de los supervivientes del hundimiento del Bismarck

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  • Fui uno de los supervivientes del hundimiento del Bismarck
  • ¡Despertad! 1987
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¡Despertad! 1987
g87 8/10 págs. 10-14

Fui uno de los supervivientes del hundimiento del Bismarck

UNA enorme llamarada surgió de la popa del buque de guerra británico Hood. Inmediatamente ascendió una columna de fuego de unos trescientos metros de altura y formó una oscura nube de humo. Esta aumentó de tamaño y ascendió hacia el cielo, dejando caer residuos incandescentes al mar.

Cuando el humo se disipó, no quedaba nada del Hood, un crucero de batalla británico de 42.000 toneladas, el orgullo de la Royal Navy. Un proyectil del acorazado alemán Bismarck había alcanzado un depósito de municiones. De modo que a las seis de la mañana del 24 de mayo de 1941, en las costas de Islandia perecían más de 1.400 marineros británicos, con tan solo 3 supervivientes.

Ya fueran amigos o enemigos, nadie que presenció esta terrible escena pudo permanecer indiferente. Es cierto que la tripulación del Bismarck, donde yo estaba al mando de una batería antiaérea, se regocijó por la victoria. Sin embargo, noté que algunos de los marineros que estaban a mi alrededor tenían lágrimas en los ojos mientras observaban cómo se hundía el navío británico. Se ponían en el lugar de los marineros que estaban perdiendo la vida.

El “Bismarck” atacado

El 18 de mayo por la tarde, abandonamos Gotenhafen, actualmente el puerto báltico de Gdynia (Polonia). Nuestra escuadra tenía la misión de atacar a la Marina mercante aliada en el Atlántico Norte. Esto era parte de la “Operación Rheinübung”, o Ejercicio de Renania, que había sido planeada por el Almirantazgo alemán.

Al mando de nuestra misión estaba el almirante de la flota, Lütjens. Su buque insignia era el orgullo de la Marina de guerra alemana, uno de los acorazados más potentes del momento: el Bismarck. Desplazaba más de cincuenta mil toneladas y tenía una tripulación superior a los dos mil hombres. Al saber que habíamos entrado en el Atlántico Norte, varios barcos británicos se pusieron en camino un par de días después para interceptar al Bismarck.

Cuando el 24 de mayo hundimos el Hood, cada uno de los buques británicos se preparó para hundir el Bismarck. Esa noche, el portaaviones Victorious lanzó un ataque de aviones torpedo. Yo estaba al mando de una batería antiaérea de 20 milímetros situada hacia el estribor de la proa. Aún hoy puedo ver a aquellos aviones británicos volando a ras de agua, viniendo directamente contra nuestro intenso fuego. Un torpedo nos alcanzó, pero causó pocos daños. Conseguimos eludir a nuestros perseguidores por más de treinta horas.

No obstante, el 26 de mayo por la mañana, un avión Catalina de reconocimiento británico nos localizó de nuevo. El portaaviones británico Ark Royal mandó dos fuerzas de asalto que lanzaron trece torpedos contra nosotros. Esta vez, dos de ellos alcanzaron al Bismarck, y uno causó graves daños al timón. Como resultado, perdimos el control del barco y empezamos a navegar en un inmenso círculo. A pesar de todo, estaba convencido de que nada grave podía pasarnos. Pero las horas que se avecinaban iban a demostrarme que estaba equivocado.

El “Bismarck”... un blanco fácil

Durante la mañana del 27 de mayo, fuimos rodeados por buques de guerra británicos. Estos abrieron fuego, y literalmente hicieron llover sobre nosotros muerte y destrucción. Nos alcanzaron, por lo menos, ocho torpedos y varios cientos de proyectiles. Aunque se había convertido en un blanco fácil, el Bismarck se mantuvo a flote obstinadamente.

La situación a bordo era desesperada. Los botes salvavidas estaban estropeados debido a los proyectiles y los ataques aéreos. Reinaba una absoluta desolación. Por todas partes había metal retorcido. Un humo negro salía de los agujeros que se habían abierto en la cubierta. Varios incendios incontrolados estaban causando estragos. Los muertos y heridos yacían por doquier.

Se dio la orden de abandonar el barco. Los supervivientes abarrotaron la parte trasera del buque, con los chalecos salvavidas bien ajustados. Yo estaba entre los que saltaron al mar, con el viento detrás de nosotros para evitar que las olas nos estrellaran contra el casco del barco. Una vez en el mar, nuestra única meta era nadar tan deprisa como pudiéramos para evitar ser tragados con el barco a medida que este iba hundiéndose hasta, finalmente, desaparecer.

Tres días solo en el océano

Nuestro grupo pronto fue dispersado por el oleaje del océano. Estaba anocheciendo. Los barcos británicos desaparecieron en el horizonte. Hasta donde alcanzaba la vista, se veían restos flotando en todas las direcciones. Cuando llegó la noche, solo Hermann, que trabajaba en la sala de máquinas, y yo permanecíamos juntos en el agua.

El mar se embraveció, y las olas se hicieron más altas. De repente, me di cuenta de que había perdido a Hermann. No había señal de él por ninguna parte. Sentí mucho miedo. Tenía frío y estaba asustado. Se nos había preparado para estar dispuestos a morir por la madre patria, pero en aquel momento la idea de morir como un héroe no me atraía en absoluto. Quería vivir, aunque estuviese solo y en medio de un océano embravecido, hostil y oscuro.

Un cúmulo de recuerdos fluyó a mi memoria. Recordé mi niñez en Recklinghausen, un pueblo minero de Rin Septentrional-Westfalia. Pensé en mi querido padre, que era minero, y en mi madre, mi hermana y mis tres hermanos. Toda mi familia era protestante, pero mi padre siempre dijo que las iglesias no ponían en práctica las enseñanzas de la Biblia. Cuando llegué a la adolescencia, fui a vivir al campo con mi tío, quien me mandó a un colegio agrónomo, donde me gradué.

Al estallar la guerra, me enrolaron en la Armada en Gotenhafen, donde empezó mi formación militar. Cuando me embarqué en el “Bismarck”, era el único hijo varón que quedaba en la familia. Uno de mis hermanos había muerto de una enfermedad, otro perdió la vida en la mina y el tercero murió durante la invasión de Polonia.

El frío me volvió a la realidad. Allí estaba yo, en medio del océano. Sentí una urgente necesidad de orar, pues no quería morir. Abrumado por el temor y el dolor, recordé que mi abuela me había enseñado el padrenuestro. Era la única oración que conocía, y la repetí incesantemente durante toda la noche. A medida que fueron pasando las horas, mi temor se disipó y me sobrevino una gran calma.

Cuando por fin amaneció, estaba totalmente exhausto. El mar se embraveció más, y comencé a vomitar. Luego, vencido por la fatiga, dormité durante algún tiempo, y, al final, me quedé dormido. Transcurrió otro largo día, en el que pasé algunos ratos dormido y otros despierto. Cayó la segunda noche. Para entonces tenía mucha sed, mis extremidades estaban rígidas debido al frío y empezaba a tener calambres. Pensé que nunca terminaría la noche.

Empecé a orar otra vez, rogando a Dios que me ayudara a sobrevivir. Por fin amaneció de nuevo: era el tercer día. Caí en un estado de semicoma y perdí toda noción del tiempo; en ese estado empecé a oír el sonido de un motor antes de perder totalmente el conocimiento.

De vuelta en tierra seca

Volví en mí en un lugar desconocido. Poco a poco las cosas empezaron a definirse ante mis ojos. Distinguí a una enfermera que se inclinaba hacia mí, y vagamente le oí decir: “Ha estado dormido tres días. Estoy segura de que querrá comer algo ahora”. Gradualmente me fui dando cuenta de que aún estaba vivo. Habían pasado seis días: tres en el océano, donde había sido arrastrado más de ciento veinte kilómetros antes de ser rescatado por un barco alemán, y tres más inconsciente en un hospital de La Baule-Escoublac, un lugar turístico francés en la costa atlántica.

Pasó un mes antes de que mi cuerpo volviera a las proporciones normales; estaba muy hinchado después de los tres largos días que pasé en el océano. Me dieron un permiso, y en mi camino de regreso a Alemania me enteré de que solo 110 de los más de 2.000 miembros de la tripulación del Bismarck habían sobrevivido. A la mayoría les había rescatado el crucero británico Dorsetshire.

Regreso al hogar

A medida que iba acercándome a mi hogar, el corazón me empezó a latir más deprisa. Yo no sabía que las autoridades habían informado a mis padres que había muerto en el mar. Mi padre fue quien primero me vio. Me dio un fuerte abrazo, me tomó la cara con sus rudas manos y dijo: “¡Hijo mío, estabas muerto y ahora has vuelto a nosotros!”. Se le saltaron las lágrimas y, sollozando, nos abrazamos. Me llevó a donde mi madre, que estaba tumbada en el sofá, paralizada. Inmóvil y sin poder decir una palabra, sus labios musitaron: “Hijo mío, hijo mío...”. Caí de rodillas a su lado y lloré como un niño.

Los siguientes tres años los pasé en la guerra y, de vez en cuando, volvía de permiso a casa. El 24 de noviembre de 1944 mi regimiento, la Infantería Ligera de Marina, fue capturado por los americanos. Estuve prisionero hasta 1947 y, cuando me liberaron, volví a casa. Cuatro días más tarde, moría mi madre. Fue como si le hubiera arrancado a la muerte el tiempo suficiente para verme otra vez.

Noté muchos cambios en Alemania. El hambre y el desempleo eran la tónica general. El mercado negro se había impuesto. La inflación se estaba disparando. La pobreza fue nuestro pan de cada día por varios años.

En la Legión extranjera francesa

Finalmente, en 1951 adopté una decisión que marcó mi vida por los siguientes dieciocho años. Tomé el tren para Estrasburgo, una ciudad de Francia que estaba justo al otro lado del Rin, y allí me alisté en la Legión extranjera francesa. Hice prácticas de paracaidismo, y fui enviado a Indochina, de la que formaba parte la moderna nación de Vietnam.

En julio de 1954, nuestro regimiento partió para Argelia, donde se estaba preparando la guerra de la independencia. Saltamos en paracaídas por todo el territorio día y noche para ayudar a los soldados del contingente francés. En 1957 fui herido y tuve que pasar tres meses en un hospital de Constantina, en la Argelia oriental. En mayo de 1961 mi regimiento se retiró de Argelia y embarcamos para un nuevo destino: Madagascar.

Una vida diferente

Mi vida en Madagascar no tenía nada en común con mis experiencias de los anteriores veinte años. Casi había olvidado lo que era la paz y la tranquilidad. En Madagascar empecé a apreciar de nuevo la vida. Me interesé en mis alrededores: el mar azul con sus bancos de peces multicolores, las plantaciones locales y las majestuosas montañas. Aquí conocí a Marisoa, la mujer que llegaría a ser mi esposa.

Cuando conseguí mi pensión militar en 1969, nos fuimos a vivir a la pequeña isla de Nosy-Be, a 8 kilómetros de la costa noroccidental de Madagascar. Allí permanecimos cinco años, pero entonces tuvimos que volver a Francia por razones familiares. Fuimos a vivir a Saint-Chamond, una ciudad industrial a 48 kilómetros de Lyon.

Poco tiempo después, Marisoa aceptó un estudio bíblico con dos jóvenes testigos de Jehová que nos habían visitado. Yo me sentaba en una habitación cercana y escuchaba todo lo que se decía. Pero cuando mi esposa me invitaba a sentarme con ellos, yo le respondía: “He hecho demasiadas cosas malas. Sé que Dios no podrá perdonarme nunca por lo que hice cuando era soldado”. Más tarde, mi esposa me dio una Biblia en alemán, mi lengua materna, y me suscribió a La Atalaya.

Yo siempre rehusaba asistir a las reuniones cristianas, pues pensaba que solo la gente que había cometido pecados menores podía asistir a ellas o acercarse a Dios en oración. Sin embargo, Marisoa insistió en que la acompañara a la Conmemoración de la muerte de Cristo, la cual se celebra una vez al año. Finalmente acepté, pero le hice prometer que no me volvería a hablar del asunto cuando regresáramos a casa. De todos modos, tengo que admitir que me conmovió profundamente la afectuosa bienvenida de la que fui objeto aquella noche.

A partir de entonces, contrario a mis primeras intenciones, fui con mi esposa a las reuniones del Salón del Reino de nuestra localidad. ¿Por qué? Porque me sentía cómodo con esa gente. Me impresionó el afectuoso amor que se mostraban y sus enseñanzas basadas en la Biblia. Acepté un estudio bíblico, y en 1976 mi esposa y yo simbolizamos nuestra dedicación a Jehová por medio del bautismo en agua. Después de aquello, empecé a pensar menos en mis pasadas experiencias y dediqué mi tiempo a ayudar a otros a aprender las verdades bíblicas. De modo que, para ampliar nuestra actividad de predicación, en 1978 volvimos a Madagascar.

Hay pocas carreteras en ciertas partes de la isla, pero recorríamos animadamente aquellos caminos polvorientos, sabiendo que al llegar a nuestro destino habría muchos oídos receptivos. Andábamos de diez a dieciséis kilómetros diarios a temperaturas que superaban los 40 °C. Algunas veces volvíamos a casa con el estómago en los pies, pero con nuestras carteras vacías. En tres meses coloqué 1.000 libros en manos de la gente, y ayudamos a varias personas a compartir nuestra fe. Lamentablemente, en 1982 tuvimos que marcharnos de Madagascar debido a problemas de salud, y regresamos a Francia.

Los horrores que experimenté en el pasado aún vuelven de vez en cuando a mi memoria. Pero sé que llegará el tiempo cuando esos recuerdos, incluso aquellos terribles días y noches que pasé durante y después del hundimiento del Bismarck, no volverán a preocuparme. La siguiente promesa de Jehová se cumplirá: “Porque, ¡miren!, voy a crear nuevos cielos y una nueva tierra; y las cosas anteriores no serán recordadas, ni subirán al corazón”. (Isaías 65:17.)—Según lo relató Wilhelm Wieck.

[Fotografía en la página 13]

Mi esposa y yo leyendo la Biblia juntos

[Reconocimiento en la página 10]

Fotos: Bundesarchiv, Koblenz (Alemania)

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