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SurinamAnuario de los testigos de Jehová 1990
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hasta que en noviembre de 1949 llegaron nuevos graduados de Galaad: los canadienses J. Francis Coleman y S. Burt Simmonite, cuyo objetivo era ayudar a los hermanos a restablecerse.
Algún tiempo antes, se había trasladado la sucursal y el hogar misional a unas habitaciones abarrotadas de Gemeenelands Road, 80. Con objeto de acomodar a los recién llegados, se alquiló un segundo hogar en la calle Prinsen. Burt Simmonite, de veintisiete años, fue nombrado nuevo superintendente de sucursal.
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Ahora bien, ¿cómo les iba en Paramaribo a los demás misioneros, Burt Simmonite y Francis Coleman?
Los medicamentos le iban mal a la predicación
Aunque Burt y Francis hacían cuanto podían por reactivar a los antiguos publicadores, era en vano. Con frecuencia, estos eludían las citas para el servicio del campo con la disculpa: “Hermano, no pude venir porque me había tomado un medicamento”.
Es cierto que debido a la abundancia de parásitos intestinales en los trópicos, tal excusa sería verdadera de vez en cuando. “Ahora bien —dijo Burt—, fuera verdad o no, llegué a la conclusión de que en aquella pequeña congregación se tomaban una enorme cantidad de medicamentos.” Pero, ¿qué se podía hacer?
La hermana van Maalsen ayudó a resolver el problema. Un día que no se había presentado para el servicio del campo, le dijo a Burt: “Hermano, he de decirte la verdad. Lo único que me pasaba era que estaba muy cansada”. Conmovido por su sinceridad, Burt, que era bastante alto, se inclinó, la abrazó y le dijo: “Nellie, que yo sepa, eres la primera que me dice la verdad del asunto”. Burt pensó que esta observación iría de boca en boca entre los publicadores. “Debió de ser así —comenta—, pues la ingestión de medicamentos sufrió una drástica disminución.”
“Eran mis muchachos”
Muchos hermanos de la congregación apreciaban a los laboriosos misioneros, por lo que no pasó mucho antes de que Burt y Francis se hicieran un lugar en sus hogares y corazones. Aún hoy, basta con hablar de Burt y Francis a los más antiguos, y sus ojos apagados brillan, sus rostros arrugados sonríen y en su mente se evocan los recuerdos.
“Burt y Francis eran como de la familia. Eran mis muchachos”, dice Oma (abuelita) de Vries, en la actualidad de noventa y un años. Sentada en su mecedora, señala al primer piso de la casa de al lado. “Vivían allí. Eran unos vecinos alegres.”
“Cuando oíamos a Burt silbar, sabíamos que iba a salir al ministerio”, dice Loes, una de las hijas de Oma.
“Y cuando Francis tocaba el violín o de alguna manera hacía música con dos cucharas, sabíamos que estaba descansando —añade Hille, otra de las hijas—; pero si oíamos a Burt entonar a pleno pulmón el cántico del Reino número 81, ‘¡Avivad canción del Rey!’, sabíamos que se estaba duchando.”
Una tercera hija, Dette, interviene en la conversación: “Y cuando olía a comida quemada, sabíamos que los muchachos estaban estudiando”. En vista de esto, Oma se puso a prepararles las comidas. Ella se ríe con ganas al añadir sus últimas palabras al relato: “Ataba un cazo de comida a una escoba y lo sacaba por la ventana del segundo piso; desde la casa de al lado, Burt estiraba sus largos brazos, agarraba el cazo y ¡a comer se ha dicho!”.
¡Qué tristes se pusieron los hermanos cuando Francis contrajo la filariosis, una temible enfermedad tropical! A pesar de los accesos de fiebre y la progresiva hinchazón de la pierna, continuó en el servicio misional por más de dos años. Al final, no obstante, la enfermedad le obligó a regresar a Canadá. El hermano Coleman había sido un pilar de la congregación. Gracias a su ayuda, su espíritu había mejorado considerablemente y el número de publicadores había subido a 83.
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