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SurinamAnuario de los testigos de Jehová 1990
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Una gélida recepción
El siete de diciembre de 1955, el procurador general, de vuelta de sus vacaciones y muy enfadado, esperaba impaciente que arribara el viejo carguero Cottica. Cuando Wim y Gré van Seijl desembarcaron, los llamó a su presencia. “Nos miró como si fuéramos criminales —recuerda Wim— y dijo: ‘Solo pueden evangelizar en Paramaribo. Si dan un solo paso fuera de la ciudad, serán expulsados’. Tras esto, nos entregó un documento que fijaba las restricciones y nos dejó marchar. Una bienvenida calurosa, sin duda”, añade el hermano van Seijl con ironía.
De todas maneras, los dos misioneros fueron un gran apoyo para la congregación. Era de esperarse, pues antes de venir a Surinam, contaban con un registro de servicio excelente. Ambos habían conocido la verdad durante la ocupación nazi de los Países Bajos, se habían bautizado en 1945 y después habían adquirido experiencia en la obra de circuito.
Su ayuda contribuyó a que hubiese aumento. En febrero de 1956 la sucursal escribió: “Hemos dividido y formado dos congregaciones”. En abril informó: “Lo hemos logrado: el aumento ha sido del 47%”. Y en junio dijo: “¡Ya somos doscientos publicadores!”. Concluyó: “Hay magníficas perspectivas”.
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SurinamAnuario de los testigos de Jehová 1990
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Un acto de fe de una hermana necesitada
Cierto día de 1955, Stella Daulat caminaba a casa muy pensativa tras haber asistido a una reunión en el ruinoso Salón del Reino que había encima de la zapatería. Al llegar a su casita, rodeada de mangos y caimitos, ya se había decidido: ‘Voy a ofrecer mi terreno a la congregación para que tenga un lugar donde construir un Salón mejor’. Habló de esto con su madre, que también era Testigo, y las dos decidieron que lo regalarían. Lo único que pidió Stella fue que, en vista de que no tenía a donde ir, si era posible, los hermanos le trasladasen la casa a la parte posterior de la parcela, a lo que estos respondieron: “No hay ningún inconveniente. La trasladaremos”.
Ha de tenerse en cuenta, no obstante, que el terreno —una propiedad que la hermana Daulat había heredado de su bisabuela, quien a su vez la había recibido en 1863 tras ser libertada de la esclavitud— no solo era donde vivía, sino también una fuente de sustento, pues obtenía unos pequeños ingresos de vender la fruta de los árboles. Así que renunciar al terreno significaba renunciar a su sustento. “La decisión de Stella fue un acto de fe”, dice con admiración un hermano.
Aunque los hermanos aceptaron el regalo agradecidos, carecían de los fondos necesarios para construir. De todas formas, unos meses más tarde no tuvieron otra opción. ¿Por qué? Cierto día de diciembre de 1955 en que había más de cien personas sentadas en el viejo Salón del Reino, el edificio empezó a estremecerse porque la estructura ya no podía soportar tanto peso. “Estábamos muy preocupados, —recuerda Wim van Seijl—. Parecía que el suelo cedería de un momento a otro y acabaríamos todos entre los zapatos del piso de abajo.” Al final de la reunión, se anunció que los de la primera fila podían levantarse y bajar las escaleras mientras los demás permanecían sentados. Después salió la siguiente fila, y así sucesivamente, hasta que el Salón quedó vacío. “Aquel día —añade Wim— afrontamos el problema y dijimos: Con o sin dinero, vamos a construir otro Salón.”
El nuevo Salón augura una nueva era
El supervisor de las obras fue Willem Telgt, bautizado en 1919. “No te molestes en sacar los muebles —le dijo a Stella—. Trasladaremos la casa tal como está.” La gente que pasaba se quedaba mirando cómo los hermanos levantaban la frágil casa y la colocaban sobre troncos, con los que la llevaron rodando hasta la parte trasera. “¿Puede dar la ventana a la calle? —preguntó Stella—. Así tendré una vista mejor.” Ningún inconveniente. Giraron la casa un cuarto de vuelta. Hecho esto, Stella entró, enderezó los cuadros de la pared, puso su silla frente a la ventana y ya estaba lista para ver los trabajos del equipo de construcción. ¿Qué vio?
Primero, los hermanos arrancaron los árboles. Luego echaron los cimientos y construyeron paredes macizas de hormigón. Aunque se quedaron sin fondos, la construcción siguió adelante gracias a un préstamo de la Sociedad. Hubo que dedicar seis meses de trabajo y trece mil florines ($7.000 E.U.A.), pero al fin se terminó el Salón, con capacidad para doscientas personas. La fecha de dedicación se fijó para el trece de enero de 1957.
Durante la construcción, más de un publicador comentó: “Este Salón nos servirá hasta Armagedón”, pero después de la dedicación, ya no estaban tan seguros, pues asistieron 899 personas. Todo el auditorio —tanto los que estaban en el Salón, como en las repisas de las ventanas y en el exterior— disfrutó de un programa de discursos y diapositivas, amenizado por las excelentes actuaciones de un coro formado solo por Testigos. Aquella noche los hermanos volvieron felices a sus casas, pues preveían una nueva era de expansión en Paramaribo.
Un vecino encantador de serpientes
Con el tiempo se hizo necesario llevar el hogar misional a un edificio mejor, pues el viejo no solo tenía ratas, sino también serpientes. ¿Cómo se había llegado a esta situación? Un hechicero que practicaba el demonismo ayudado de tapijtslangen (boas) vivía con sus serpientes en un patio colindante al hogar misional. A veces las boas de dos metros se escapaban de su cesta y se deslizaban hasta el cobertizo de las bicicletas del hogar. “Cuando Gré y Muriel iban a buscar las bicicletas —cuenta Wim van Seijl—, se encontraban cara a cara con las boas colgando del techo.” Y Gré añade: “Las serpientes incluso llegaron a subirse hasta la cocina reptando por las escaleras”.
No sorprende que los misioneros no se entristecieran cuando se trasladó la sucursal y el hogar misional a la calle Weide de Paramaribo.
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