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    Anuario de los testigos de Jehová 1990
    • El primer Salón del Reino de la selva tropical

      En septiembre de 1976 la nueva congregación de Godo Olo recibió más ayuda al establecerse a orillas del Tapanahoni cuatro jóvenes Testigos, maestros de profesión. “Si bien es cierto que fuimos allí para dar clases —explica Hartwich Tjon A San, uno de ellos⁠—, el motivo principal era trabajar con la nueva congregación.” ¡Y vaya que si trabajaron! No solo enseñaron con paciencia a sus hermanos analfabetos a leer y escribir, sino que, además, ofrecieron su ayuda para el siguiente proyecto de la congregación: construir un Salón del Reino en Godo Olo.

      Tiempo atrás, Alufaisi, el jefe del poblado, había ofrecido a los hermanos un terreno para que edificaran un Salón, pero el problema era cómo acometer el proyecto, pues no tenían dinero. De todas formas, razonaron así: “El bosque nos da la madera; el río, la arena y la grava, y Jehová, las fuerzas para recoger los materiales”. Solo les faltaba, por lo tanto, el cemento, pero para eso contaban con la ayuda de la piragua Noé.

      Debido a que la Noé tenía fama de hacer un viaje seguro y cómodo, los trabajadores del gobierno pagaban un alquiler de 4.000 florines ($2.200 E.U.A.) anuales para que la embarcación los llevara a la costa. Con estos ingresos compraron el cemento en la capital. Ahora bien, ¿cómo lo llevarían hasta Godo Olo? Una vez más se servirían de la Noé.

      Do Amedon, un negro bush alto y musculoso, tenía fama de ser buen timonel. En Albina, él y varios hermanos más cargaron en la Noé 40 sacos de cemento de 50 kilogramos cada uno, y condujeron esta piragua de calado bajo río Marowijne arriba, rumbo al sur, hacia sulas (rápidos) con nombres tales como Manbari (hombres gritan [al atravesar el rápido]) y Pulugudu (posesiones perdidas [al hundirse las barcas que las transportaban]). ¿Lograrían atravesarlos?

      La tripulación oyó el estruendo de la primera catarata. Frente a ellos, el río se precipitaba por un grupo de peñas que parecía una escalera gigante y acababa estrellándose contra las enormes rocas que se interponían en su curso, para luego abrirse paso por canales traicioneros y embestir finalmente contra la Noé. El hermano que iba en la proa examinó con atención el impetuoso río en busca de un paso, y con la pértiga introducida en el agua agitada, arqueó la espalda e impulsó la piragua hacia un canal. A un ademán suyo, pararon el motor y amarraron la Noé al fondo del sula.

      Do Amedon se echó un saco de cemento a la cabeza y se puso a remontar el rápido, saltando de roca en roca con cuidado de no resbalarse, para por fin dejar el saco en un lugar seco. Los demás hermanos le siguieron, y así se logró transportar uno a uno todos los sacos. Luego remolcaron con cuidado la piragua a través del agua espumosa y, seguidamente, volvieron a cargar los sacos. El viaje se reanudó hasta el siguiente sula, donde hicieron lo mismo: descargaron los sacos, saltaron las peñas, remolcaron la piragua y volvieron a cargar. Por fin, once días después, tras haber remontado siete rápidos, el cemento llegó a Godo Olo.

      Mientras tanto, los demás hermanos también habían trabajado arduamente: los hombres habían cortado árboles y las mujeres y los niños habían arrastrado 250 barriles de arena y grava hasta el solar donde se iba a edificar. Comenzaron las obras, y un año después, el 15 de abril de 1979, se dedicaba el primer Salón del Reino de la selva tropical.

  • Surinam
    Anuario de los testigos de Jehová 1990
    • Se abre otra “puerta” en la selva tropical

      Gracias a que ya estaba en servicio la carretera estatal de 350 kilómetros que se adentra en la remota selva tropical del sudoeste de Surinam, pudo abrirse una puerta de actividad que conducía a un territorio completamente nuevo: los poblados amerindios de Apoera y Washabo, a orillas del Corantijne.

      En 1977, dos Testigos estadounidenses, Pepita Abernathy y Cecilia Keys, abrieron aquella puerta al trasladarse a donde ya vivían sus esposos, empleados de una empresa de construcción: un campo de trabajo que quedaba a 50 kilómetros de Apoera. Más tarde, se envió a dos misioneros para ayudarlas a ponerse en contacto con los indios arauacos que vivían allí. ¿Tuvieron éxito?

      Pepita relata: “Cecilia y yo iniciamos muchos estudios bíblicos. Los dos días de la semana que dedicábamos a visitarlos nos levantábamos a las cuatro de la mañana, a las siete iniciábamos el primero y a eso de las cinco de la tarde ya estábamos en casa”. Durante dos años las hermanas se desvivieron por enseñar a los amerindios de habla inglesa. La lástima fue que tuvieron que irse del país. ¿Quién continuaría su obra?

      El clero reacciona

      En septiembre de 1980, los misioneros Herman y Kay van Selm se adentraban en la selva con su viejo Land-Rover rumbo a Apoera, donde permanecerían cinco años. “Heredamos treinta estudios bíblicos y empezamos más”, recuerda Kay. Los agruparon en tres estudios del libro. A los discursos públicos asistían 60 personas, y al año siguiente hubo en la Conmemoración 169 personas. Pronto seis estaban preparadas para salir al servicio del campo, y escribieron cartas de renuncia a su Iglesia.

      ¿Cómo reaccionó el clero? “¿Pero cómo se atreven? —gritó el sacerdote a la vez que agarraba con furia las cartas⁠—. ¡Hasta me citan versículos de la Biblia a mí!” El sacerdote declaró la guerra a los estudiantes de la Biblia, amenazándolos con la pérdida de sus empleos y hogares, y diciéndoles que se procuraran su escuela, clínica y cementerio. La oposición redujo el número de estudios y la asistencia a las reuniones. Un día apareció una persona en la reunión, pero solo para pedir una caja vacía. “Aunque lo pasamos mal —cuenta Kay⁠—, no dejamos de dar ánimo a los estudiantes ni de predicar, por lo que tuvimos el gozo de ver que un grupo se mantenía firme, progresaba hasta el bautismo y con el tiempo formaba la congregación de Apoera.”

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