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SurinamAnuario de los testigos de Jehová 1990
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“El hermano Knorr fue breve —recuerda el hermano Muijden—. Dijo: ‘¿Quién quiere que venga un misionero?’. Todos levantamos la mano. ‘Estupendo —contestó—. Vendrá este mismo mes’.” Fiel a su promesa, el 27 de abril de 1946 llegó el graduado de Galaad Alvin Lindau.
La llegada de un misionero da comienzo a una nueva era
Alvin Lindau, un americano de veintiséis años, llegó a Surinam con el hermano Baptista, y se puso a unificar las diferentes facciones. Un mes después comunicaba con alegría: “La cantidad de publicadores que informaron subió de dos a dieciocho”. El hermano Knorr también tenía buenas noticias para Surinam. Escribió diciendo que el 1 de junio de 1946 se abriría una sucursal. “Estoy seguro —añadió— de que es el momento de impulsar la obra en Paramaribo.”
Una vez nombrado superintendente de sucursal, Lindau se puso manos a la obra. Primero, trasladó la sucursal de la casa del hermano Baptista al primer piso de un espacioso edificio de dos plantas, situado en la calle Zwartenhovenbrug, 50. La planta baja se transformó en Salón del Reino. A continuación comenzó un programa semanal del Estudio de Libro, la Reunión de Servicio y el Estudio de La Atalaya, y más tarde enseñó a los hermanos a conducir estudios bíblicos en los hogares.
Después de todo esto, el hermano Lindau anunció: “¡Pasamos a la ofensiva!”. Un hermano que lleva muchos años en la verdad recuerda: “Nos invitó a participar en distribuir de casa en casa el libro Hijos. Al principio yo estaba indeciso, pero entonces el hermano Lindau me dijo: ‘O nadas o te hundes’,
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Un mes después, en octubre, la congregación recibió a los graduados de Galaad Max y Althea Garey y Phyllis y Vivian Goslin. Los cinco americanos de la Watchtower (como se llegó a conocer a los misioneros en toda la ciudad) se pusieron a trabajar lado a lado con los publicadores de Paramaribo para estar seguros de que progresaban.
Para finales de 1946, los esfuerzos y la atención amorosa de los misioneros habían dado su fruto: la predicación había aumentado y las divisiones habían cedido paso a la unidad. De todas formas, aún tendría que haber más progreso.
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Un misionero reveló que existían graves irregularidades en el hogar misional. Los hermanos N. H. Knorr y M. G. Henschel, de las oficinas centrales, investigaron el asunto durante su visita a Surinam en abril de 1949. Después se envió a John Hemmaway, que entonces estaba de misionero en Guyana, para que indagase en el asunto. Sus hallazgos llevaron a que se marchasen tres misioneros, con lo que los Garey se quedaron con una congregación de 59 publicadores. Los hermanos habían vuelto al punto de partida. El problema estribaba en cómo conseguir que reanudasen su servicio.
Provisionalmente se nombró superintendente de sucursal a Max Garey, que durante este período oscuro dio prueba de ser un pastor interesado en los hermanos. La precursora Nellie van Maalsen, ahora de setenta y seis años, recuerda: “Como muchos de la congregación, estaba triste y confundida; pero —añade con cariño— Max fue un hermano amoroso que te hacía sentir a gusto. Incluso ahora, cuando pienso en él y en su mujer, se me llenan los ojos de lágrimas”.
Por tres meses, Max Garey estuvo vendando, por decirlo así, las heridas del menguado grupo, hasta que en noviembre de 1949 llegaron nuevos graduados de Galaad: los canadienses J. Francis Coleman y S. Burt Simmonite, cuyo objetivo era ayudar a los hermanos a restablecerse.
Algún tiempo antes, se había trasladado la sucursal y el hogar misional a unas habitaciones abarrotadas de Gemeenelands Road, 80. Con objeto de acomodar a los recién llegados, se alquiló un segundo hogar en la calle Prinsen. Burt Simmonite, de veintisiete años, fue nombrado nuevo superintendente de sucursal.
El 22 de enero de 1950, los hermanos experimentaron por sí mismos el cuidado amoroso de la organización de Jehová, pues ese día el hermano Knorr hizo un viaje especial a Surinam para animarlos. “Aunque la gente se dedique al cotilleo y hable mal de los testigos de Jehová —dijo a un grupo de 75 hermanos—, eso no debe preocuparles. Con su manera de vivir y el mensaje que predican, podrán consolar a los que buscan la verdad. Hemos de cumplir con esta misión sin importar lo que algunos hayan hecho o hagan en el futuro.”
Después de tres días de compañía edificante, el hermano Knorr se despidió de los hermanos. Con fuerzas renovadas, siguieron adelante.
De nuevo por buen camino
Como la congregación de Paramaribo marchaba de nuevo por buen camino, los misioneros fijaron su atención en la parte oeste del país, en Nickerie, donde el hermano Buitenman y otros cinco publicadores predicaban el mensaje del Reino sin interrupción desde 1936, sin que les hubiesen influido las inestabilidades de Paramaribo. Los Garey se mudaron a Nickerie para ayudar al hermano Buitenman, quien por entonces tenía setenta y un años. Más tarde cambiaron el lugar de reunión, de la casa del hermano Buitenman al hogar misional de la calle Gouverneur.
John y James Brown, dos hermanos de toda confianza que tenían cerca de cincuenta años, se pusieron a ayudar al hermano Garey, lo que a cambio les reportó un entrenamiento cabal. Con el tiempo, todos los miércoles por la noche discursaban al aire libre en Nickerie y los pueblos de los contornos a la luz de una lámpara de petróleo.
Tiempo después, su hermano Anton también aceptó la verdad, de forma que la “iglesia de los Brown”, nombre dado a la congregación por los vecinos de la ciudad, aumentó todavía más su actividad. Cuando en febrero de 1953 se celebró la primera asamblea de circuito de Nickerie, el número de publicadores se había triplicado, hasta alcanzar los 21. Obviamente, la congregación se estaba beneficiando de la presencia de los misioneros. Ahora bien, ¿cómo les iba en Paramaribo a los demás misioneros, Burt Simmonite y Francis Coleman?
Los medicamentos le iban mal a la predicación
Aunque Burt y Francis hacían cuanto podían por reactivar a los antiguos publicadores, era en vano. Con frecuencia, estos eludían las citas para el servicio del campo con la disculpa: “Hermano, no pude venir porque me había tomado un medicamento”.
Es cierto que debido a la abundancia de parásitos intestinales en los trópicos, tal excusa sería verdadera de vez en cuando. “Ahora bien —dijo Burt—, fuera verdad o no, llegué a la conclusión de que en aquella pequeña congregación se tomaban una enorme cantidad de medicamentos.” Pero, ¿qué se podía hacer?
La hermana van Maalsen ayudó a resolver el problema. Un día que no se había presentado para el servicio del campo, le dijo a Burt: “Hermano, he de decirte la verdad. Lo único que me pasaba era que estaba muy cansada”. Conmovido por su sinceridad, Burt, que era bastante alto, se inclinó, la abrazó y le dijo: “Nellie, que yo sepa, eres la primera que me dice la verdad del asunto”. Burt pensó que esta observación iría de boca en boca entre los publicadores. “Debió de ser así —comenta—, pues la ingestión de medicamentos sufrió una drástica disminución.”
“Eran mis muchachos”
Muchos hermanos de la congregación apreciaban a los laboriosos misioneros, por lo que no pasó mucho antes de que Burt y Francis se hicieran un lugar en sus hogares y corazones. Aún hoy, basta con hablar de Burt y Francis a los más antiguos, y sus ojos apagados brillan, sus rostros arrugados sonríen y en su mente se evocan los recuerdos.
“Burt y Francis eran como de la familia. Eran mis muchachos”, dice Oma (abuelita) de Vries, en la actualidad de noventa y un años. Sentada en su mecedora, señala al primer piso de la casa de al lado. “Vivían allí. Eran unos vecinos alegres.”
“Cuando oíamos a Burt silbar, sabíamos que iba a salir al ministerio”, dice Loes, una de las hijas de Oma.
“Y cuando Francis tocaba el violín o de alguna manera hacía música con dos cucharas, sabíamos que estaba descansando —añade Hille, otra de las hijas—; pero si oíamos a Burt entonar a pleno pulmón el cántico del Reino número 81, ‘¡Avivad canción del Rey!’, sabíamos que se estaba duchando.”
Una tercera hija, Dette, interviene en la conversación: “Y cuando olía a comida quemada, sabíamos que los muchachos estaban estudiando”. En vista de esto, Oma se puso a prepararles las comidas. Ella se ríe con ganas al añadir sus últimas palabras al relato: “Ataba un cazo de comida a una escoba y lo sacaba por la ventana del segundo piso; desde la casa de al lado, Burt estiraba sus largos brazos, agarraba el cazo y ¡a comer se ha dicho!”.
¡Qué tristes se pusieron los hermanos cuando Francis contrajo la filariosis, una temible enfermedad tropical! A pesar de los accesos de fiebre y la progresiva hinchazón de la pierna, continuó en el servicio misional por más de dos años. Al final, no obstante, la enfermedad le obligó a regresar a Canadá. El hermano Coleman había sido un pilar de la congregación. Gracias a su ayuda, su espíritu había mejorado considerablemente y el número de publicadores había subido a 83.
Recuerdos de trabajadores queridos
Como el número de publicadores seguía en aumento, Burt Simmonite escribió a Brooklyn: “Sería estupendo si este año superáramos los 100 publicadores”. Y así ocurrió: en abril de 1952 se alcanzó la cifra de 109, un aumento del 30%.
Conozca a dos queridos trabajadores de entonces: Hendrik Kerk y William Jack. Hendrik, un hombre corpulento de sonrisa atrayente y mirada afable, había sido el jefe de una banda, y le conocía más la policía que la gente educada. “Era un diamante en bruto”, recuerda Burt. Una vez que aceptó la verdad, se puso a apoyar a la congregación de todo corazón, y con el tiempo llegó a ser el primer precursor especial surinamés.
William, por su parte, era un trabajador alegre e incansable de más de setenta años que vivía en una choza pobre, llevaba la ropa muy repasada, aunque limpia, y pasaba horas en su piragua testificando a los que vivían esparcidos por la ribera del río. Aunque padecía del corazón, cuando encontraba a personas interesadas, no vacilaba en viajar largas distancias para visitarlas.
“Una mañana temprano —recuerda Burt—, remamos por horas contra la corriente para visitar a una familia que mostraba interés. Finalmente llegamos, descansamos un rato y, a eso de las seis de la tarde, iniciamos el estudio. Primero, el hermano Jack consideró con ellos el libro ‘La Verdad Os Hará Libres’; luego pasó a La Atalaya, y tras esta, cuando ya la cabeza se me caía de sueño, estudiaron una tercera publicación. Aunque debido a la distancia solo podía visitar a esta familia cada dos semanas, aprovechaba bien el tiempo. Al día siguiente estábamos de regreso en casa. Había sido una experiencia feliz.”
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