Sombras sobre la pluviselva
DESDE el aire, la selva húmeda del Amazonas semeja una alfombra de tamaño continental llena de relieves, tan verde y virginal como cuando la cartografió Orellana. Ya en el suelo, al abrirse uno paso en el cálido y húmedo bosque, esquivando insectos del tamaño de pequeños mamíferos, cuesta deslindar la realidad y la fantasía. Las apariencias engañan: las hojas se tornan mariposas; las lianas, serpientes, y los leños secos, roedores sobresaltados que huyen como una flecha. En el bosque amazónico todo adquiere tintes fabulosos.
“La mayor ironía —señala un observador— es que la realidad de la Amazonia es tan fantástica como sus mitos.” Y ciertamente es un mundo de ensueño. Imagínese una selva tan grande como Europa Occidental. Introduzca en ella más de cuatro mil especies arbóreas. Ornaméntela con las flores de más de sesenta mil especies de plantas. Coloréela con las brillantes tonalidades de 1.000 especies de aves. Enriquézcala con 300 especies de mamíferos. Inúndela con los zumbidos de quizás dos millones de especies insectiles. Ahora entenderá por qué todo el que describe el bosque pluvial amazónico acaba empleando superlativos. Los adjetivos de menor grado no hacen justicia a la gran diversidad biológica que bulle en la mayor pluviselva tropical del planeta.
“Muertos vivientes” por el aislamiento
Hace noventa años, Mark Twain, famoso escritor y humorista norteamericano, dijo que este fascinante bosque era “una tierra encantada, una tierra que derrocha maravillas tropicales, una tierra romántica donde las aves, las flores y los demás animales son especímenes de museo, y donde el caimán, el cocodrilo y el mono parecen estar tan a gusto como en el zoológico”. En la actualidad, los ocurrentes comentarios de Twain han adquirido cierta sobriedad, pues los museos y los zoológicos tal vez sean dentro de poco los únicos albergues de un número cada vez mayor de maravillas tropicales de la Amazonia. ¿Por qué?
La consabida causa principal es el ataque que ha lanzado el hombre contra el bosque húmedo del Amazonas, que arrasa el hogar natural de la flora y fauna de la región. Pero además de la aniquilación del hábitat, hay otros factores, más sutiles, que convierten a algunas especies vegetales y animales en “muertos vivientes”. En otras palabras, las autoridades opinan que su extinción es inevitable.
Una de tales causas es el aislamiento. Los funcionarios amantes de la ecología quizás salven de la motosierra una parcela de bosque para garantizar la supervivencia de sus especies, pero las “isletas” forestales sitúan al borde de la extinción a las especies que albergan. La obra Protecting the Tropical Forests—A High-Priority International Task da un ejemplo de cómo tales reductos no logran sostener la vida a largo plazo.
Las especies de árboles tropicales suelen estar constituidas por ejemplares masculinos y femeninos. Para reproducirse, dependen de los murciélagos, que acarrean el polen de las flores masculinas a las femeninas. Ahora bien, este servicio de polinización solo funciona si los árboles crecen dentro del radio de vuelo del murciélago. Si la distancia entre un árbol hembra y uno macho se hace muy grande —como suele ocurrir con las isletas forestales rodeadas de un mar de tierra calcinada—, el murciélago no puede salvar el abismo entre los dos. Como señala el informe, los árboles se convierten en “‘muertos vivientes’, dado que es imposible su reproducción a largo plazo”.
El vínculo existente entre los árboles y los murciélagos es tan solo una de las relaciones que conforman el ecosistema amazónico. Para entendernos, la selva del Amazonas es como una enorme casa que aloja y da comida a diversos huéspedes muy relacionados entre sí. Para evitar el hacinamiento, viven en diferentes pisos, algunos próximos al suelo, otros en lo alto de la bóveda forestal. Todos tienen un oficio, y siempre hay alguien de turno, tanto de día como de noche. Si se permite que todas las especies cumplan con su cometido, la compleja comunidad biológica de la Amazonia funciona como un reloj.
Pero el ecosistema (“eco” se deriva de ói·kos, término griego que significa “casa”) amazónico es frágil. Aun si la intervención del hombre en esta comunidad forestal se limita a la explotación de unas cuantas especies, su intromisión repercute en todos los niveles de la casa selvática. El ecologista Norman Myers calcula que la extinción de una sola especie vegetal contribuye a que con el tiempo mueran hasta treinta especies de animales. Y como la mayoría de los árboles tropicales depende de estos para difundir sus semillas, la extinción de algunas especies animales conlleva la desaparición de los árboles que reciben sus servicios. (Véase el recuadro “Las conexiones entre el árbol y el pez”.) Al igual que el aislamiento, la interferencia en las relaciones afilia más y más especies selváticas al gremio de los “muertos vivientes”.
¿Cortar poco para perder poco?
Hay quien justifica la deforestación de parcelas pequeñas razonando que la selva se recuperará y la vegetación volverá a crecer en el hueco, como piel en la cortadura de un dedo. Lógico, ¿verdad? Pues no tanto.
Aunque es cierto que el bosque renace si el hombre no lo toca durante un buen tiempo, la nueva capa de vegetación se parece tanto a la original como una mala fotocopia a un nítido original. Al estudiar una sección de bosque reforestado amazónico de un siglo de antigüedad, Ima Vieira, botánica brasileña, halló que de las 268 especies arbóreas de la selva tradicional solo quedaban 65. La misma diferencia, señala la citada botánica, es aplicable a la fauna de la región. Así pues, aunque deforestar no sea, como dicen algunos, convertir verdes selvas en desiertos rojizos, lo cierto es que algunas secciones del bosque amazónico han llegado a ser burdos plagios del original.
Incluso si la tala se limita a una pequeña franja de selva, suele destruir un buen número de plantas y animales que crecen, se arrastran y se extienden únicamente en esa franja forestal. Por ejemplo, unos investigadores de Ecuador han descubierto 1.025 especies vegetales en 170 hectáreas de selva tropical. De estas, más de 250 no crecían en ningún otro lugar de la Tierra. “Un ejemplo local —señala el ecologista brasileño Rogério Gribel— es el sauim-de-coleira (que en español se llama tamarín bicolor o tamarín lampiño)”, encantador monito que parece llevar una camiseta blanca. “Los pocos que quedan viven en una estrecha franja selvática cercana a Manaus, en el centro de la Amazonia, pero la destrucción de su pequeño hábitat —señala el doctor Gribel— acarreará la extinción definitiva de esta especie.” Así, aunque se corte poco, las pérdidas son inmensas.
Se llevan la “alfombra”
Ahora bien, la sombra más amenazadora que pende sobre el bosque húmedo del Amazonas es la deforestación salvaje. Una hueste de constructores de carreteras, madereros, mineros y muchos más se llevan la selva, enrollándola como una alfombra, y saquean ecosistemas enteros en un santiamén.
Aunque hay hondas discrepancias tocante a la tasa anual de destrucción forestal —según cálculos moderados se pierden 36.000 kilómetros cuadrados cada año—, el total de selva destruida quizás supere el 10%, una extensión mayor que Alemania. Según Veja, el semanario brasileño de mayor difusión, en 1995 hubo en el país unos cuarenta mil focos de incendios forestales provocados por la técnica de tala y quema, cinco veces más que el año anterior. El hombre calcina el bosque con tanto ímpetu, señaló Veja, que algunas secciones de la Amazonia parecen un “infierno en la frontera verde”.
¿Y qué más da si perdemos especies?
Hay quien pregunta: ‘¿Nos hacen falta todos esos millones de especies?’. Pues sí, responde el ecologista Edward O. Wilson, de la Universidad de Harvard: “Al depender de los ecosistemas en funcionamiento para la depuración del agua, el enriquecimiento del terreno y aun para la elaboración del aire que respiramos —señala Wilson—, es obvio que no podemos prescindir a la ligera de la biodiversidad”. El libro People, Plants, and Patents (Personas, plantas y patentes) dice: “La clave de la supervivencia del hombre será acceder a la abundante diversidad genética; si esta desaparece, pronto nos iremos con ella”.
Así pues, las repercusiones de la destrucción de las especies no se circunscriben a la tala de árboles, la amenaza de extinción de los animales y el acoso a los nativos. (Véase el recuadro “El factor humano”.) La pérdida de masa forestal nos afecta a todos. Piense en estas escenas: un labrador mozambiqueño corta tallos de mandioca; una madre de Uzbekistán toma una píldora anticonceptiva; un niño herido de Sarajevo recibe una dosis de morfina, y un cliente neoyorquino se deleita con una fragancia exótica. Todos ellos, señala el Instituto Panos, emplean productos que proceden del bosque tropical. Por consiguiente, la selva presta un servicio a las personas de todo el mundo, entre ellas usted.
No es la panacea, pero remedia el hambre
Aunque la pluviselva amazónica no es la panacea para el problema de la alimentación en el mundo, puede restar fuerza a la amenaza del hambre. (Véase el recuadro “El mito de la fertilidad”.) ¿De qué manera? En los años setenta el hombre comenzó a sembrar variedades que daban cosechas extraordinarias. Aunque estas superplantas han ayudado a alimentar a 500 millones más de habitantes, tienen un defecto. Al carecer de variación genética, son débiles y vulnerables a las enfermedades, de modo que un virus puede diezmar la supercosecha de una nación y ocasionar hambrunas.
A fin de disponer de cultivos más resistentes para evitar el hambre, la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO), dependiente de la ONU, recomienda “utilizar una variedad más amplia de material genético”. Y ahí es donde entran en juego la pluviselva y sus habitantes originales.
Dado que las selvas tropicales albergan más de la mitad de las especies de plantas existentes (entre ellas unas 1.650 con potencial agrícola), el vivero amazónico es el paraíso del investigador que busca plantas silvestres. Además, los nativos ya saben usarlas. En Brasil, los indios cayapo no solo las cruzan para obtener nuevas variedades, sino que conservan muestras en los bancos genéticos de las colinas. Si el hombre cruza las variedades silvestres y las domésticas, más vulnerables, obtiene comestibles más resistentes. Y, como indica la FAO, debe hacerlo con urgencia, pues “es preciso que en los próximos veinticinco años aumente la producción de alimento en un 60%”. Pese a la necesidad, la maquinaria destructora se adentra cada vez más en la pluviselva amazónica.
¿Cuáles son las consecuencias? Pues bien, al destruir el bosque pluvial, el hombre es como el granjero que se come la simiente: sacia el hambre inmediata, pero se arriesga a no tener luego víveres. Un grupo de expertos en el tema de la biodiversidad ha advertido recientemente que “la conservación y el desarrollo de la diversidad de cultivos existentes es un tema prioritario de importancia mundial”.
Plantas prometedoras
Entremos ahora en la “farmacia” selvática a ver por qué está entretejido el destino del hombre con las enredaderas tropicales y otras plantas. Por ejemplo, los alcaloides extraídos de ciertas enredaderas amazónicas se emplean antes de las operaciones quirúrgicas como relajantes musculares; 4 de cada 5 niños leucémicos viven más tiempo gracias a los extractos de una flor selvática: la hierba doncella de Madagascar (Catharanthus roseus). De la selva también se extrae la quinina, con la que se combate el paludismo; la digital, con la que se tratan los fallos cardíacos, y la diosgenina, que se emplea en las píldoras anticonceptivas. Otras plantas prometen buenos resultados en la lucha contra el sida y el cáncer. “Tan solo en la Amazonia —señala un informe de la ONU—, se sabe que existen 2.000 especies vegetales, utilizadas como medicamentos por la población nativa, que tienen potencial farmacéutico.” Según otro estudio, 8 de cada 10 habitantes del planeta recurren a las plantas medicinales para tratar sus males.
Por consiguiente, es muy lógico salvar las plantas que nos salvan, indica el doctor Philip M. Fearnside. “Se cree que la pérdida de la selva amazónica representaría un grave retroceso en la lucha contra el cáncer humano. [...] La idea de que los deslumbrantes logros de la medicina moderna nos permiten prescindir de una buena parte de estos recursos —añade— constituye una especie de soberbia potencialmente mortífera.”
No obstante, el hombre no deja de destruir animales y plantas a un ritmo que impide descubrirlos e identificarlos. Uno no puede menos que preguntarse: ‘¿Por qué prosigue la deforestación? ¿Es reversible esta tendencia? ¿Tiene futuro la pluviselva amazónica?’.
[[Ilustración de la página 5]
Los murciélagos llevan el polen de las flores masculinas a las femeninas
[Reconocimiento]
Rogério Gribel
[Ilustración y recuadro de la página 7]
El factor humano
La perturbación del ecosistema y la deforestación no solo perjudican a la flora y la fauna, sino al propio ser humano. Unos trescientos mil indios, el remanente de los cinco millones que antaño poblaron la región brasileña de la Amazonia, aún viven en armonía con su entorno selvático. Pero cada vez sufren más molestias por parte de madereros y buscadores de oro, entre otros, que los consideran “obstáculos al desarrollo”.
Existe además la colectividad de los recios caboclos, mestizos de blanco e indio, cuyos antepasados se asentaron en la Amazonia hace un siglo. Moran en palafitos a las orillas de los ríos, y aunque no hayan oído nunca el término “ecología”, viven del bosque sin destruirlo. No obstante, su subsistencia se ve amenazada por las oleadas de nuevos inmigrantes que penetran en su hogar selvático.
En efecto, en toda la pluviselva amazónica reina la incertidumbre ante el futuro de unos dos millones de recolectores de frutos secos, caucheros, pescadores y otros nativos, que viven en perfecta armonía con los ciclos de la selva y los ritmos de los ríos. Muchos creen que las gestiones para conservar el bosque no deberían limitarse a la protección de las caobas y los manatíes. Debería protegerse también a los pobladores de la selva.
[Ilustración y recuadro de la página 9]
Las conexiones entre el árbol y el pez
En la temporada lluviosa, el Amazonas crece, y anega hasta una altura de 11 metros los bosques de las tierras bajas. Al llegar la inundación al punto máximo, la mayoría de los árboles fructifican y sueltan con el fruto las semillas, pero, por supuesto, no hay cerca roedores sumergidos para dispersarlas. Entonces entra en escena el pez tambaqui (Colonnonea macropomum), un cascanueces flotante con muy buen olfato, que nada entre los árboles sumergidos y distingue por el olor cuáles van a arrojar los frutos. Cuando estos caen al agua, rompe la cáscara con sus poderosas mandíbulas, engulle el fruto con las semillas, digiere la pulpa, y arroja las semillas al suelo para que germinen cuando retrocedan las aguas. Tanto el pez como el árbol se benefician. El pez acumula grasa, y el árbol tiene descendencia. Si se cortan estos árboles, queda amenazada la supervivencia del tambaqui y de otras 200 especies de peces frugívoros.
[Ilustraciones de la página 7]
Nuestro vivero y farmacia
El fuego amenaza la frontera verde
[Reconocimiento]
Philip M. Fearnside
[Recuadro de la página 8]
El mito de la fertilidad
La noción de que el suelo amazónico es fértil, señala la revista Counterpart, es un “mito difícil de erradicar”. En el siglo XIX, el explorador Alexander von Humboldt llamó a la Amazonia “granero del mundo”. Un siglo después, el presidente estadounidense Theodore Roosevelt también vio buenas perspectivas agrícolas en la Amazonia. Escribió: “No es permisible que una tierra tan rica y fértil quede inculta”.
Efectivamente, el agricultor que opina como ellos constata que durante un año o dos la tierra da buenas cosechas, pues está fertilizada con las cenizas de los árboles y las plantas, pero luego se vuelve estéril. Aunque el exuberante verdor de la selva induzca a pensar que el terreno es fértil, la realidad es que constituye el punto débil de la selva. ¿Por qué?
¡Despertad! habló con el doctor Flávio J. Luizão, científico del Instituto Nacional de Investigaciones Amazónicas, experto en el tema del terreno de la pluviselva. He aquí un extracto de sus comentarios:
‘A diferencia de muchos otros suelos forestales, la mayor parte del terreno de la cuenca amazónica no recibe los nutrientes desde abajo, de la roca en descomposición, pues la roca madre es pobre en nutrientes y queda muy profunda. Más bien, el suelo lixiviado los recibe desde arriba, aportados por la lluvia y los desechos. Ahora bien, la precipitación y las hojas secas necesitan algo más para ser nutritivas. ¿Por qué?
’El agua de lluvia que cae en la pluviselva no tiene muchos nutrientes. Sin embargo, al incidir en las hojas y recorrer los troncos de los árboles recoge nutrientes de las hojas, las ramas, el musgo, las algas, los hormigueros y el polvo. Para cuando se filtra en el suelo, es ya un alimento adecuado para las plantas. A fin de que el rico líquido no se escurra sin más entre las grietas, el terreno se vale de una trampa para nutrientes: una capa de raicillas que se extiende por los primeros centímetros del estrato superficial del suelo. Es una trampa eficaz, pues los riachuelos que reciben el agua de lluvia son más pobres en nutrientes que el propio suelo forestal. Así, las raíces reciben los nutrientes antes de que el agua pase a los arroyos y ríos.
’También aportan alimento los detritos: las hojas, ramas y frutos que caen, unas ocho toneladas anuales de nutritivos desechos por hectárea de bosque. Pero ¿cómo se introducen los detritos bajo la superficie y llegan al sistema radicular de las plantas? Con la colaboración de las termitas, que cortan trozos circulares de las hojas y los meten en sus hogares subterráneos. Sobre todo en la temporada húmeda, son un ejército muy activo, que soterra un asombroso porcentaje de los desechos del suelo selvático: el 40% del total. Con las hojas, las termitas forman huertos en los que cultivan hongos. Estos, a su vez, descomponen la materia vegetal y liberan nitrógeno, fósforo, calcio y otros elementos que constituyen valiosos nutrientes para las plantas.
’¿Y qué sacan las termitas de ello? Comida. Ingieren los hongos y algunos pedazos de hojas. Luego entran en acción los microorganismos intestinales de las termitas, que transforman químicamente lo que estas han comido, lo cual resulta en excrementos muy nutritivos para las plantas. Por consiguiente, la lluvia y el reciclaje de materia orgánica son dos de los factores que permiten la permanencia y el crecimiento de la selva.
’No es difícil imaginar qué sucede si se tala y quema el bosque. Ya no hay una bóveda forestal que retenga el agua de lluvia ni un manto de desechos reciclables. Por el contrario, las lluvias torrenciales azotan el suelo directamente, y lo endurecen por el impacto. Al mismo tiempo, el sol calienta directamente el suelo y lo compacta. Como consecuencia, el agua de lluvia se escurre del terreno sin nutrirlo y pasa a los ríos. La pérdida de nutrientes en los terrenos deforestados y quemados es tan grande que las corrientes cercanas a las zonas deforestadas tal vez tengan un exceso de nutrientes, con la consiguiente amenaza para las especies acuáticas. Es patente que si no se perturba el equilibrio de la selva, esta se sostiene a sí misma, mientras que la intervención del hombre es desastrosa.’