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Favorecida con una herencia especialLa Atalaya 2000 | 1 de octubre
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En diciembre de 1894, un ministro de tiempo completo de los Estudiantes de la Biblia, como entonces se conocía a los testigos de Jehová, visitó a mi abuelo paterno, Clayton J. Woodworth, en su hogar de Scranton (Pensilvania, E.U.A.). Clayton, que estaba recién casado, escribió una carta al presidente de la Sociedad Watch Tower Bible and Tract, Charles Taze Russell, que fue publicada en The Watchtower del 15 de junio de 1895. En ella decía:
“Somos un joven matrimonio que ha pertenecido a la iglesia nominal por unos diez años; pero ahora esperamos estar saliendo de la oscuridad y dirigiéndonos a la luz del nuevo día que despunta para los hijos consagrados del Altísimo. [...] Mucho antes de conocernos teníamos el deseo ferviente de servir al Señor, si era por ventura su voluntad, como misioneros en un campo extranjero.”
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Favorecida con una herencia especialLa Atalaya 2000 | 1 de octubre
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Ese mismo año, 1903, Cora y Washington Howell tuvieron una hija, a la que llamaron Catherine. La historia de cómo ella llegó a casarse con mi padre, Clayton J. Woodworth, hijo, es interesante y, a mi parecer, valiosa. Revela la perspicacia, el amor y el interés paternal de mi abuelo Clayton J. Woodworth, padre.
Mi padre recibe ayuda amorosa
Mi papá, Clayton hijo, nació en Scranton en 1906, a unos 80 kilómetros de la granja de los Howell. En aquellos primeros años, mi abuelo paterno llegó a conocer bien a la extensa familia Howell, y muchas veces disfrutó de su conocida hospitalidad. Él fue de gran ayuda para la congregación de los Estudiantes de la Biblia de aquella zona. Andando el tiempo, al abuelo le pidieron que casara a los tres hijos de la familia Howell, y pensando en el bienestar de su propio hijo se preocupó de llevarlo a todas aquellas bodas.
Por aquel entonces, papá no participaba en el ministerio de los Estudiantes de la Biblia. Es verdad que llevaba a su padre en automóvil a sus visitas ministeriales, pero a pesar del estímulo que el abuelo le daba, papá no tomaba parte activa en la obra. En aquel momento, lo que más le interesaba era la música, y tenía la intención de dedicarse a ella profesionalmente.
Catherine, la hija de Cora y Washington Howell, también era una música de mucho talento, que tocaba y daba clases de piano. Pero justo cuando se presentó ante ella la posibilidad de seguir una carrera profesional, la dejó a un lado y emprendió el ministerio de tiempo completo. El abuelo no pudo haber pensado en mejor compañía para mi padre, al menos en mi opinión. Papá se bautizó, y él y mamá se casaron seis meses después, en junio de 1931.
Mi abuelo siempre estuvo orgulloso de las aptitudes musicales de su hijo. Se alegró mucho cuando a papá le pidieron que preparara al núcleo de la gran orquesta de la asamblea internacional que se celebró en 1946 en Cleveland (Ohio). Durante los años siguientes, papá dirigió la orquesta en otras asambleas de los testigos de Jehová.
El juicio del abuelo y su vida en prisión
En la recepción de Patterson, Paul y yo también encontramos la fotografía que aparece en la página siguiente. La reconocí enseguida, pues el abuelo me había enviado una copia hacía bastante más de cincuenta años. Él es el que está de pie en el extremo derecho de la foto.
Durante los tiempos de histeria patriótica que se vivieron en la I Guerra Mundial, se encarceló injustamente sin fianza a estos ocho Estudiantes de la Biblia, entre los que se encontraba el presidente de la Sociedad Watch Tower, Joseph F. Rutherford (sentado en el centro). Los cargos contra ellos giraban en torno a algunas afirmaciones hechas en el séptimo tomo de Estudios de las Escrituras, titulado El misterio terminado. Se entendió erróneamente que tales afirmaciones implicaban la oposición a que Estados Unidos participara en la I Guerra Mundial.
Charles Taze Russell había escrito a lo largo de muchos años los primeros seis volúmenes de Estudios de las Escrituras, pero falleció antes de redactar el séptimo. De modo que se pasaron sus notas a mi abuelo y a otro Estudiante de la Biblia, quienes escribieron el séptimo volumen, publicado en 1917, antes de que acabara la guerra. En el juicio, al abuelo y a la mayoría de los demás hermanos los sentenciaron a cuatro condenas simultáneas de veinte años cada una.
El epígrafe de la fotografía que vimos en el vestíbulo de Patterson dice: “El 21 de marzo de 1919, nueve meses después que Rutherford y sus asociados fueron condenados, y acabada ya la guerra, el tribunal de apelación ordenó la libertad bajo fianza de los ocho acusados, a los que se libertó el 26 de marzo en Brooklyn, previo pago de una fianza de 10.000 dólares por cada uno. El 5 de mayo de 1920 se exoneró a J. F. Rutherford y los demás”.
Una vez dictada la sentencia, los ocho hermanos pasaron sus primeros días de encarcelamiento —antes de ir a la penitenciaría federal de Atlanta (Georgia)— en la cárcel de la calle Raymond, en Brooklyn (Nueva York). Allí, mi abuelo escribió sus impresiones sobre el encierro en una celda de 1,80 por 2,40 metros “en medio de una suciedad y un desorden indescriptibles”. Dijo: “Tienes un montón de periódicos, y si al principio tiendes a no hacerles caso, pronto llegas a darte cuenta de que la única oportunidad de conservar la limpieza y la dignidad reside en aquellos papeles, un jabón y una toallita”.
Sin embargo, el abuelo no perdió el sentido del humor; a la cárcel la llamaba “el Hôtel de Raymondie”, y decía: “Me iré en cuanto se me acabe el hospedaje”. También describió los paseos por el patio. En una ocasión, cuando se detuvo un momento a peinarse, un carterista le quitó el reloj de bolsillo, pero —como escribió mi abuelo— “la cadena se rompió y lo recuperé”. Durante una visita que hice al Betel de Brooklyn en 1958, Grant Suiter, entonces secretario tesorero de la Sociedad Watch Tower, me llamó a su oficina y me dio aquel reloj. Aún lo guardo como un tesoro.
Cómo afectaron aquellos sucesos a papá
Mi padre solo tenía 12 años en 1918, cuando el abuelo fue injustamente encarcelado. La abuela cerró la casa y se llevó a papá a vivir con su madre y sus tres hermanas. El apellido de soltera de la abuela era Arthur, y su familia decía con orgullo que un pariente suyo, Chester Alan Arthur, había sido el vigésimo primer presidente de Estados Unidos.
Cuando condenaron al abuelo a una larga sentencia de cárcel por supuestos crímenes contra la nación, los Arthur estaban convencidos de que había deshonrado el nombre de la familia. Fue una época dura emocionalmente para papá. Tal vez aquel trato contribuyó a que al principio titubeara en salir al ministerio público.
Una vez puesto en libertad, el abuelo se llevó a su familia a vivir a una enorme casa de estuco que había en la calle Quincy de Scranton. De niña conocí bien aquella casa, así como la hermosa porcelana de la abuela. La llamábamos sus platos santos, porque ella era la única que podía lavarlos. Tras la muerte de la abuela, en 1943, mamá utilizaba aquellos bonitos platos cuando tenía invitados, algo que sucedía con frecuencia.
Ocupado en el servicio del Reino
Otro día encontré en Patterson una fotografía del hermano Rutherford hablando en la asamblea de 1919 de Cedar Point (Ohio). Allí instó a todos a participar con celo en la obra de anunciar el Reino de Dios y a usar la nueva revista presentada en aquella asamblea: The Golden Age (La edad de oro). Al abuelo lo nombraron director de la revista, para la que escribió artículos hasta los años cuarenta, poco antes de su muerte. En 1937 se cambió el nombre a Consolation y, en 1946, a Awake! (¡Despertad!).
El abuelo escribía tanto en su casa de Scranton como en las oficinas centrales de la Watch Tower, que estaban a unos 240 kilómetros, en Brooklyn. En cada lugar pasaba dos semanas seguidas. Papá decía que muchas mañanas escuchaba su máquina de escribir a las cinco en punto. No obstante, también se tomaba muy en serio su responsabilidad de salir a la predicación pública. De hecho, diseñó un chaleco para hombre con grandes bolsillos interiores donde llevar las publicaciones bíblicas. Mi tía Naomi Howell, de 94 años, aún conserva uno. El abuelo también diseñó un bolso de libros para las mujeres.
En una ocasión, tras una animada conversación bíblica, el hermano que acompañaba en el servicio a mi abuelo le dijo: “C. J., has cometido un error”.
—¿Qué error? —preguntó el abuelo, y revisó su chaleco. Ambos bolsillos estaban vacíos.
—Te olvidaste de ofrecerle una suscripción a The Golden Age. —Ambos se rieron de que el director de la revista se hubiera olvidado de ofrecerla.
Recuerdos de la infancia
Recuerdo que, cuando era niña, me sentaba en las rodillas del abuelo, que me tomaba mi manita con la suya y me contaba la “Historia de los dedos”. Comenzaba con “Tomás el gordo”, luego pasaba a “Pedro el apuntador”, y así me iba contando algo sobre cada dedo. Al final, los juntaba todos con cuidado y me decía la moraleja: “Juntos hacen todas las cosas mejor, pues se ayudan unos a otros en su labor”.
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Favorecida con una herencia especialLa Atalaya 2000 | 1 de octubre
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El abuelo y mi graduación
Durante mis años en la escuela superior, mi abuelo me escribía cartas con frecuencia. Junto con ellas, me enviaba muchas viejas fotografías de la familia con notas detalladas sobre la historia familiar escritas al dorso. Así recibí aquella en la que él aparece con los otros hermanos que fueron encarcelados injustamente.
Para finales de 1951, el abuelo había perdido la laringe a causa del cáncer. Aún conservaba todo su ingenio, pero tenía que escribir lo que deseaba decir en una pequeña libreta que llevaba consigo. Mi clase del instituto iba a graduarse a mitad del curso académico, en enero de 1952. A primeros de diciembre le envié al abuelo un borrador de mi discurso de graduación. Me hizo algunos cambios de estilo y luego, en la última página, escribió unas palabras que me llegaron directamente al corazón: “El abuelo está satisfecho”. Terminó su carrera terrestre a los 81 años, el 18 de diciembre de 1951.a Aún conservo como un tesoro el descolorido borrador de mi discurso de graduación con aquellas palabras escritas en la última página.
Inmediatamente después de graduarme, emprendí el servicio de precursor, como llaman los testigos de Jehová a la predicación de tiempo completo. En 1958 asistí a la gigantesca asamblea celebrada en Nueva York, donde un máximo de 253.922 personas de 123 países llenaron el Estadio Yanqui y el Polo Grounds. Allí, un día conocí a un asambleísta de África que llevaba una tarjeta de identificación con el nombre “Woodworth Mills”. Unos treinta años antes se le había llamado así por mi abuelo.
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