El camino que no tiene fin
Según lo relató Eva Carol Abbott
NACÍ en 1908, el 21 de diciembre, en una granja cerca de Emporia, Kansas, E.U.A. Mis padres eran Grace Pearl y William Reuben Vaughan. Desde Emporia nos mudamos a las praderas de Colorado, donde la vida era difícil y solitaria. Allí teníamos un granero, un molino de viento y una casa que mi madre decía que se parecía a un carro de ferrocarril. Esta tenía una cocina muy amplia y una habitación grande que servía de sala y dormitorio.
Pero algunos de los muy pocos vecinos que teníamos vivían en casuchas. Estas viviendas se hallaban medio enterradas. Durante partes del largo invierno, permanecían completamente cubiertas de nieve. En tales ocasiones mis padres recibían llamadas telefónicas de estos vecinos encerrados por la nieve para preguntar la hora (aunque eran pobres tenían teléfono); y después que mis padres se la decían, entonces preguntaban: ‘¿Quiere decir usted de la noche, o del día?’.
Varias veces durante el año, los colonos —como nos llamaban algunas personas— pasábamos varios días cortando postes de madera en el bosque. Apilábamos los postes en carretas tiradas por una hilera de caballos fuertes para llevarlos al pueblo, y allí los cambiábamos por alimento, artículos de invierno y semillas para la siembra del verano. En esas ocasiones mamá y yo nos quedábamos solas en casa, y durante las noches solitarias ella se quedaba despierta hasta muy tarde leyendo la Biblia. Ella estaba muy convencida de que Dios tenía un pueblo, y buscaba el camino que la dirigiera a él.
Cuando yo tenía tres años de edad, mis padres se mudaron a una granja en Kansas, cerca del pequeño pueblo de Kiowa. Hicimos parte del viaje en una carreta, cuya parte superior papá cubrió con una lona. Enfermé con lo que se conocía como la gripe y recuerdo que estuve acostada sobre un jergón en la carreta; me sentía bien abrigada y cómoda, y observaba el vaivén del quinqué que colgaba del techo de lona. Mi madre me frotaba con un remedio de manteca, trementina y aceite de carbón. Aún recuerdo lo bien que me sentía gracias al amor que me mostraron.
El comienzo del camino
Entre los recuerdos de mi niñez está nuestra mudanza a Alva, Oklahoma. Mamá todavía seguía buscando el camino que conducía al “pueblo de Dios”. Un día encontró unos tratados bíblicos en el portal. Poco después, un repartidor (ministro de tiempo completo) habló con mi padre en la tienda donde este trabajaba y le mostró uno de los tomos de Studies in the Scriptures, por C. T. Russell, el primer presidente de la Sociedad Watch Tower. Aunque papá compró el libro, mamá fue quien lo leyó y reconoció que el mensaje provenía de la misma fuente que los tratados que habíamos hallado en el portal.
El repartidor invitó a papá a una reunión de estudio bíblico aquella noche. Él no quiso ir, pero mamá sí fue, y me llevó con ella. Apenas puedo recordar aquella reunión, pero muchas veces oí a mamá contar los detalles acerca de esta. La concurrencia fue como de 10 ó 12 personas, y se hizo la pregunta: “¿Cómo morimos?”. Una hermana del auditorio contestó: “Como las bestias”. Mamá quedó pasmada. De modo que interrumpió y dijo: “Perdonen, pero ¿quiere decir eso que ustedes creen que nosotros morimos de la misma manera que mueren las bestias?”. El hermano que dirigía la reunión contestó: “¿Quisiera usted buscar Eclesiastés 3:19-21 y leerlo usted misma?”.
“Me permitieron interrumpir la reunión vez tras vez con mis preguntas y dedicaron toda la noche a contestarlas”; mamá gozaba cuando me contaba esta experiencia. Recuerdo que llegó a casa muy entusiasmada. No cabe duda de que había encontrado al pueblo de Dios y el derrotero de vida que quería seguir. ¡Aquel fue el comienzo del camino!
Eso sucedió en 1913. Poco después se comenzó a presentar la película y diapositivas de la Sociedad Watch Tower, “El Foto Drama de la Creación”. Mamá estaba muy contenta de servir de acomodadora durante aquella presentación en el teatro del pueblo. Aquellos años en Alva fueron muy felices para mamá. A veces yo le decía: “Mamá, ahora sonríes, pero antes casi no lo hacías”.
Para entonces mamá había abrazado firmemente la verdad. Esto fue durante el tiempo en que algunos Estudiantes de la Biblia creían que serían llevados al cielo “en cualquier momento”, de modo que esperaban emprender pronto una vida tranquila. Pero no sucedía así con mamá. Ella no se dejaba consumir por aquellas expectativas inmediatas de ir al cielo. Mamá estaba ‘demasiado ocupada —como decía ella— aprendiendo, estudiando, asistiendo a las reuniones y participando en la predicación de las buenas nuevas del Reino’.
Pronto la I Guerra Mundial estaba en pleno apogeo, y esto causó persecución por parte de los habitantes del pueblo. Recuerdo que acompañé a mamá de casa en casa para obtener firmas para pedir al gobierno estadounidense que pusieran en libertad al hermano Rutherford y a sus siete asociados que estaban encarcelados injustamente en la penitenciaria de Atlanta, Georgia. Pero algo más sucedió que nos obligó a mudarnos.
La guerra terminó, y empezó a azotar la epidemia de la influenza. La influenza o gripe dejó a mamá físicamente agotada. El médico le sugirió a papá que mudara a mamá al sur de California, donde el clima era mejor. Llegamos a Los Ángeles y nos establecimos en Alhambra, un pueblo cerca de la ciudad. Allí me encaré a la decisión más importante de mi vida.
En 1924 mi amiga y yo abordamos un tren rumbo a Los Ángeles para asistir al funeral de una hermana cristiana que apreciábamos mucho. Cuando viajábamos de regreso, conversamos sobre la consagración (que actualmente conocemos como dedicación). Comencé a pensar seriamente en lo que haría con mi vida y luego hablé con mamá sobre el asunto. Por consiguiente, hice una investigación sobre este tema valiéndome de diferentes ejemplares de La Atalaya, y leí todo lo que se había publicado desde el año 1908 sobre la consagración. Poco después dediqué mi vida a Jehová, y en octubre de 1925 me bauticé.
Compañeros en el camino
Cierto día, en 1927, alguien me dijo que había un hermano llamado Herbert Abbott que quería conocerme. Aquello me asustó, pues ni siquiera sabía quién era. Pero no me tomó mucho tiempo averiguarlo. A él le agradó saber que yo tenía 18 años de edad y que hacía dos años que me había consagrado. De modo que nos presentaron, fuimos novios durante tres meses y nos casamos en julio de 1927.
Herbert y yo compramos una casa en las hermosas colinas de Pasadena. Un día de primavera en 1928 abrí el buzón y hallé cierta información en cuanto al servicio de precursor. Aquella tarde cuando Herbert llegó del trabajo, le propuse la idea de vender nuestra casa y emprender el servicio de precursor de tiempo completo. Me dijo que si yo estaba dispuesta a dejar atrás todo lo que teníamos, él no se opondría.
El territorio que se nos asignó estaba en Charles City, Iowa, el cual comenzaríamos a trabajar después de asistir a la asamblea de Detroit, Michigan. Cuando llegó el verano, ya nuestros planes para el servicio de precursor estaban establecidos; pero, para sorpresa nuestra, yo estaba embarazada. ¿Qué haríamos ahora? Pensamos que el cambiar nuestros planes sería como decirle a Jehová: “Jehová, sabemos que puedes cuidar de nosotros dos, pero no de tres”.
Después de la asamblea, Herbert y yo partimos hacia nuestra asignación en Charles City. Pero alrededor de mi octavo mes de embarazo nos pareció sabio regresar a Los Ángeles. Nuestra preciosa hija Perousia Carol nació a principios de enero de 1929. Pero nuestro gozo con ella solo duró nueve meses; en octubre ella murió.
Teníamos muy presente la promesa de Jehová respecto a la resurrección. No obstante, la muerte es un enemigo, y el saber que nuestra hijita estaba muerta nos causó mucho dolor. El conocimiento de la Palabra de Dios nos consolaba cuando sufríamos debido a pensar que nuestro pequeño amorcito yacía en aquel frío suelo. Ella sencillamente estaba dormida; y permanecería en la memoria de Jehová. (Juan 11:11-14, 23-25.) En realidad ella ha estado dormida por largo tiempo, pero un día en el futuro despertará y probará que la Palabra de Dios es veraz. Todavía tengo el deseo de que ella pueda traer alabanza al gran nombre de Jehová por toda la eternidad.
Caminos y casas-remolque
Volvimos a hacer planes para servir de precursores. El siguiente mes de marzo compramos una casa-remolque cuya capota de lona era plegable, y cambiamos nuestro automóvil Studebaker de siete pasajeros por un automóvil Ford modelo A, con el que podríamos tirar la casa-remolque. Así comenzaron nuestros 25 años de caminos y casas-remolque.
Nuestra pequeña casa-remolque, con el cual viajamos muy alegremente por los caminos, nos duró más de ocho años. El área del piso donde podíamos movernos era de 1,2 x 1,5 metro (4 x 5 pies) y el lugar para cocinar era una tablilla que medía 28 x 30 centímetros (11 x 12 pulgadas). Esta casa-remolque tenía dos camas cómodas, una estufa de gasolina de doble hornillo, un cubo para agua, una linterna de gasolina, un calentador de aceite de carbón, una bañera, una tabla de lavar, una plancha de gasolina y una tabla de planchar. Encima de la estufa también había un estante que tenía una pequeña alacena donde yo mantenía la preciosa vajilla de porcelana que nos habían dado como regalo de bodas. Una noche se partieron los tornillos que sujetaban el estante, y abajo se fue todo lo que había sobre él. También se cayó la linterna de gasolina, pero no hubo gran pérdida, con la excepción de que nuestra muy apreciada vajilla de porcelana se había hecho pedazos.
En varias ocasiones tuvimos que reemplazar el techo de lona del remolque. Para hacer esto, comprábamos lona fuerte que los granjeros de frutas utilizaban para cubrir los árboles de naranja cuando fumigaban. Cortábamos esta lona en franjas largas y las cosíamos con agujas curvas hasta cubrir toda la casa-remolque.
El lunes era el día de lavar. Lavábamos y enjuagábamos la ropa con el agua que traíamos de algún arroyo, río o de algún pozo en el pueblo y la calentábamos en un fogón afuera. También teníamos un hornito portátil que yo usaba para hornear bizcochos para los almuerzos de la semana. Ahora estábamos listos para encararnos al desafío que presentaba nuestro territorio.
En la década de los treinta hubo un éxodo de granjeros a las ciudades. A veces recorríamos varios kilómetros por un camino a través de montañas y cañones para ir a una casa, pero al llegar la encontrábamos abandonada. Para resolver este problema, usábamos unos binoculares para ver si había ropa en la cuerda de tender o humo saliendo por la chimenea de la casa, o tal vez animales vacunos en los alrededores. Así ahorrábamos tiempo y gasolina. Claro, no siempre podíamos ver si había alguna casa a lo largo del camino, de modo que preguntábamos a los vecinos si tal camino conducía a alguna casa.
En cierta ocasión no sabíamos qué hacer. A unos 24 kilómetros (15 millas) al otro lado de las montañas había un rancho, pero los vecinos no estaban seguros si alguien vivía allí. Teníamos que tomar en cuenta la cantidad de gasolina que necesitaríamos al día siguiente. Estábamos cerca de un riachuelo que medía como 1,2 ó 1,5 metro (4 ó 5 pies) de ancho, y Herb tenía sed. Y cuando se agachó para beber, vio algo que brillaba. Metió la mano y sacó del riachuelo varias monedas que sumaban a varios dólares. Así que, por supuesto, ya no estábamos indecisos en cuanto a lo que haríamos, de modo que emprendimos el viaje. Fue un viaje largo y difícil, y aunque el dueño del rancho no mostró interés en el mensaje, éramos conscientes de que el territorio se había trabajado cabalmente y aquella persona había recibido el testimonio.
Experiencias en el camino
En el transcurso de los años tuvimos muchas experiencias emocionantes, además de algunas muy divertidas. Por ejemplo, en una ocasión nos topamos con una chusma violenta en Corning, California. Cuatro hermanas y yo corrimos a socorrer a Aleck Bangle (actualmente misionero en Jamaica) cuando vimos que estaba siendo golpeado. Había más de cien espectadores en la calle, y todos estaban aplaudiendo al perseguidor. ¡Ahora me da gracia cada vez que recuerdo que me quité un zapato de taco alto y le di en la cabeza al perseguidor cuando se agachó para golpear a nuestro hermano Aleck!
El número del 29 de mayo de 1940 de Consolation (ahora ¡Despertad!) tenía en la portada una fotografía del tercer presidente de los Estados Unidos, Thomas Jefferson, con la bandera estadounidense. Puesto que aquellos eran días de dificultades y persecución, creí conveniente siempre llevar conmigo varios ejemplares de este número en mi bolso de revistas, en caso de que los necesitara. Y así sucedió, pues cierto sábado, mientras testificábamos en las calles con las revistas, abordé a dos hombres en una esquina. Uno de ellos, de aspecto muy severo, me dijo agresivamente: “Mire jovencita, si tuviera una con la bandera estadounidense, me quedaría con ella, pero ustedes los testigos de Jeho...”. Antes que él dijera otra palabra, mi respuesta fue, por supuesto: “Fíjese señor, me alegro de tener exactamente la que usted quiere”, y saqué la revista de mi bolso de revistas. Él dejó de sonar las monedas que tenía en su bolsillo, se sonrojó, balbuceó unas palabras y me dio la contribución... ¡y yo le di la revista!
También tuve otra experiencia divertida cuando distribuimos entre los clérigos el folleto especial El Reino, la esperanza del mundo. En una casa había un clérigo que no tenía interés alguno en aceptarlo, pero habíamos recibido las instrucciones de dejarlo en la puerta siempre que fuera posible, de modo que le dije amablemente: “Señor, este es su ejemplar y se lo voy a dejar aquí afuera”. Me volví para irme, y, mientras iba andando por el camino, el folleto vino disparado y cayó junto a un pozo. No quise dejarlo allí tirado, y por eso lo recogí; pero en ese mismo momento un enorme perro salió gruñendo detrás de mí, me arrebató el folleto de la mano y regresó corriendo a su amo, el clérigo. Así que, aunque yo no pude entregarle el folleto, ¡el perro lo hizo por mí!
En 1953, mamá, Herbert y yo nos establecimos en Sacramento. Debido a que Herbert tenía problemas de salud, tuvimos que cambiar nuestro modo de vivir. A menudo le doy gracias a Jehová por haberme bendecido con una madre fiel y un esposo leal. Ambos fallecieron y han recibido su recompensa celestial. Mamá murió en 1975; Herbert terminó su carrera terrestre en septiembre de 1980, a los 82 años de edad. Todavía siento mucho la pérdida, pero me consuela pensar en los muchos años que servimos juntos. Y sé que este camino nunca tendrá fin, porque Jehová, mediante su Hijo Jesucristo, es mi Guía en el camino que continuará por toda la eternidad.
[Fotografía de Eva Carol Abbott en la página 26]