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Islas SamoaAnuario de los testigos de Jehová 2009
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SAMOA ABRE SUS PUERTAS
Hasta 1974, la obra en Samoa se vio obstaculizada por restricciones gubernamentales que impedían la entrada de misioneros Testigos en el país. Ese año, hermanos locales encargados de la obra hablaron del asunto con el primer ministro. Uno de ellos, Mufaulu Galuvao, relata: “Durante la conversación descubrimos que un funcionario había establecido sin autorización un comité para revisar todas las solicitudes de visados para misioneros. Dicho comité, compuesto de opositores religiosos, rechazaba todas las solicitudes de los Testigos sin siquiera informarlo al primer ministro.
”El primer ministro desconocía aquella trama; por consiguiente, ordenó de inmediato al jefe de inmigración que le trajera el expediente de los testigos de Jehová. En presencia nuestra disolvió el falso comité y otorgó a Paul y Frances Evans visados de misioneros por tres años, con la posibilidad de obtener una extensión después.” Fue muy emocionante ver que, tras diecinueve años de intentarlo, los Evans finalmente lograron entrar a Samoa como misioneros legalmente reconocidos.
Al principio, Paul y Frances vivieron con Mufaulu Galuvao y su familia. Pero tras la llegada de John y Helen Rhodes en 1977, los cuatro se mudaron a una casa nueva que se alquiló en Vaiala (Apia). Después vinieron otros misioneros, como Robert y Betty Boies en 1978, David y Susan Yoshikawa en 1979, y Russell y Leilani Earnshaw en 1980.
ADAPTACIÓN A LA VIDA ISLEÑA
Los Testigos extranjeros que llegaban a Samoa no tardaban en descubrir que, incluso en este paraíso, la vida tiene sus dificultades, y una de ellas es el transporte. John Rhodes dice lo siguiente al respecto: “Durante nuestros dos primeros años de servicio misional en Apia, solíamos caminar largas distancias tanto para asistir a las reuniones como para predicar, y también nos desplazábamos en los abarrotados y coloridos autobuses isleños”.
Estos vehículos multicolores constan por lo general de una cabina de madera colocada en la parte trasera de un camión pequeño o mediano. Los apretujados pasajeros suelen llevar de todo: desde herramientas para trabajar en el campo hasta productos frescos. La música a todo volumen y las canciones alegres completan la atmósfera festiva. Las paradas, los horarios y las rutas de los autobuses son todo menos fijas. Según indica un folleto turístico, “el autobús que va hasta Vavau siempre es puntual: llega cuando llega”.
“Si queríamos comprar algo por el camino —dice John—, simplemente le pedíamos al conductor que parara. Hacíamos la compra, volvíamos al autobús y seguíamos nuestro viaje. Sin embargo, nadie se preocupaba por el retraso.”
Si el autobús iba lleno, los pasajeros que subían se sentaban en las piernas de los que ya tenían asiento, así que los misioneros pronto aprendieron a llevar a sus esposas sobre las piernas. Al final del trayecto, tanto niños como adultos tenían la costumbre de pagar con una monedita que sacaban de un monedero muy singular: la oreja.
Los misioneros y los publicadores viajaban de una isla a otra en aviones y pequeños barcos. Los viajes a veces eran peligrosos, y los retrasos, inevitables. “Tuvimos que aprender a ser pacientes y a cultivar el sentido del humor”, dice Elizabeth Illingworth, que acompañó muchos años a su esposo, Peter, en la obra de circuito en el Pacífico sur.
Las fuertes lluvias suelen dificultar los viajes por tierra, en especial durante la temporada de huracanes. Por ejemplo, cuando Geoffrey Jackson —un misionero que iba al Estudio de Libro de Congregación— intentó cruzar un arroyo desbordado, resbaló y cayó en el violento torrente. Aunque salió completamente empapado y embarrado, logró llegar hasta su destino. La familia anfitriona lo ayudó a secarse y le dio una larga lavalava (falda cruzada polinesia) para que se la pusiera. A sus compañeros les costó aguantar la risa cuando una persona recién interesada lo confundió con un sacerdote católico. En la actualidad, el hermano Jackson es miembro del Cuerpo Gobernante.
Otras dificultades que afrontaban los recién llegados incluían aprender un nuevo idioma, adaptarse al calor tropical constante, experimentar problemas de salud a los que no estaban acostumbrados, contar con pocas comodidades modernas y cuidarse de los miles de mosquitos. Mufaulu Galuvao recuerda: “Los misioneros se gastaron por nosotros. Agradecidos por ello, muchos padres les pusieron a sus hijos los nombres de esos queridos hermanos que nos habían ayudado con tanto amor”.
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Seis años después, dos misioneras —Tia Aluni, la primera samoana que asistió a Galaad, y su compañera, Ivy Kawhe— fueron invitadas a mudarse de Samoa Norteamericana a Savaii. Llegaron en 1961 y encontraron alojamiento con un matrimonio mayor que vivía en Fogapoa, en el lado oriental de la isla. Después se les unió durante un tiempo otra precursora especial que había vivido anteriormente en Savaii. A fin de animar y apoyar al nuevo grupo de entre seis y ocho personas, hermanos de Apia visitaban el grupo una vez al mes y pronunciaban discursos públicos. Estas reuniones se efectuaban en una pequeña fale de Fogapoa.
Tia e Ivy permanecieron en Savaii hasta 1964, cuando se las asignó a otra isla.
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A principios de 1979 se asignó a más matrimonios de misioneros a Savaii para ayudar a los publicadores. Entre ellos estuvieron Robert y Betty Boies; John y Helen Rhodes; Leva y Tenisia Faai‘u; Fred y Tami Holmes; Brian y Sue Mulcahy; Matthew y Debbie Kurtz, y Jack y Mary Jane Weiser. Gracias al excelente ejemplo de los misioneros, la obra en Savaii avanzó a un ritmo constante.
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