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¡Despertad! 1989
g89 8/9 págs. 10-11

Una solución mundial

LA CONFERENCIA de Toronto, mencionada anteriormente, terminó con un ferviente llamamiento a la cooperación internacional para solucionar los problemas que plantea el efecto invernadero. La revista Discover informa: “De pie ante una pintura realista de un cielo cubierto de nubes, el primer ministro de Canadá, Brian Mulroney, y la primera ministra de Noruega, Gro Harlem Brundtland, prometieron que sus países disminuirían el uso de los combustibles fósiles”.

La señora Brundtland, primera ministra de Noruega y presidenta de la Comisión Mundial de las Naciones Unidas para el Desarrollo y el Medio Ambiente, dijo entre otras cosas: “El impacto del cambio climático mundial puede presentar un desafío mayor que cualquier otro al que se haya enfrentado la humanidad, con la excepción del de impedir una guerra nuclear”. También pidió un tratado internacional para proteger la atmósfera de mayor degradación.

¿Qué incluiría semejante tratado? En un documento presentado a la conferencia, el doctor Michael McElroy, de la universidad de Harvard, dijo al respecto: “Finalmente tendríamos que reducir de forma drástica el uso de los combustibles fósiles, una tarea nada fácil. ¿Cómo podemos persuadir a países como China, con abundantes suministros de carbón, para que limiten su desarrollo y el uso del combustible más económico y asequible que tienen? Es necesario un planteamiento internacional. [...] Hacen falta motivos que persuadan al Tercer Mundo de que ha de seguir un proceder más sabio que el nuestro”.

Ahora bien, ¿cómo reaccionará el Tercer Mundo a esos argumentos? El estilo de vida acaudalado de Occidente, tan deseado por la población de los países pobres, requiere enormes reservas de energía. Los automóviles —deslumbrantes símbolos de prestigio y éxito— necesitan gasolina, a menos que se vayan a usar como meros adornos del jardín; los llamativos productos que son objeto de intensa propaganda necesitan envolturas de plástico, a las que el doctor Lester Lave, de la universidad Carnegie-Mellon llama “energía congelada”; para construir, iluminar y mantener nuevas autopistas, rascacielos, modernos aeropuertos internacionales y centros comerciales, se requieren enormes cantidades de energía. Y ahora las naciones ricas se proponen decir a las pobres: “Nosotros ya tenemos un estilo de vida opulento, pero de pronto nos ha empezado a preocupar el medio ambiente. Lo lamentamos, pero no pueden tener lo que nosotros ya tenemos. Han de ser ‘más sabios’ que nosotros. No pueden utilizar toda esta energía barata como hicimos nosotros, sino que deberán usar energía más cara y progresar más despacio, tendrán que hacer que sus habitantes esperen más tiempo para disfrutar del estilo de vida que les decimos que deben emular”. ¿Cómo se acogerá esa proposición en el Tercer Mundo?

El doctor McElroy reconoce este escollo y dice a continuación: “Esto requerirá inevitablemente que [los países desarrollados] transfiramos algunos de nuestros recursos [al Tercer Mundo]. [...] Parece apropiado que estos recursos se consigan mediante un impuesto sobre los combustibles fósiles, la fuente de tantas de nuestras dificultades. Todavía no está claro cómo debería administrarse dicho impuesto. Parece que haría falta un organismo internacional con autoridad y autonomía sin precedentes, lo que haría inevitable que las naciones delegaran al menos parte de lo que habían considerado derechos inalienables a deliberar y actuar de modo independiente”.

Pero, ¿es esta una esperanza realista? ¿Hay alguna probabilidad de que las naciones ricas hagan una cesión voluntaria de su soberanía y poder tributario a algún organismo internacional para transferir dinero a las pobres y combatir el efecto invernadero? Las naciones ricas y poderosas de nuestro planeta no llegaron a esa situación mediante esta clase de altruismo previsor. Defienden a capa y espada su soberanía nacional. ¿Van a cambiar ahora porque a algunos científicos les preocupe el efecto invernadero?

Una verdadera soberanía mundial

Para enfrentarse a una amenaza mundial como la de un efecto invernadero incontrolado, no se necesitan resoluciones, esperanzas y tópicos, sino un verdadero gobierno mundial capaz de imponer normas ambientales apropiadas desde el Ártico hasta el Antártico. La historia de la humanidad no da ningún motivo para esperar que el hombre pronto consiga semejante gobierno. “Durante nuestra historia hemos cometido todos los errores imaginables, y cada uno de ellos lo hemos repetido una y otra vez, produciendo una serie infinita de diferentes variaciones y modificaciones de cada error importante sin aprender nada de todo ello”, se lamenta el escritor científico Allan Wirtanen en la revista New Scientist.

Los estudiantes sinceros de la historia de la humanidad aprenden una gran lección de todo esto: separado de su Creador, el hombre es incapaz de cuidar del planeta. ¿Le suena eso demasiado “religioso”? ¿No es suficientemente “científico”? ¿Le parece un poco “ingenuo” quizás?

Pues bien, ¿qué es más ingenuo?, ¿esperar que la humanidad invierta el proceder que siempre ha seguido, venza las barreras nacionales, políticas, religiosas y culturales, y tome acción previsora para que no sobrevenga el desastre en el próximo siglo, o creer que Dios intervendrá antes de que sea demasiado tarde? El Creador ha prometido en su Palabra “causar la ruina de los que están arruinando la tierra”. (Revelación 11:18.) Hay amplia evidencia histórica y científica de que eso es lo que se propone hacer. ¿Por qué no dedica unos minutos a buscar las promesas bíblicas respecto a nuestra Tierra en el Salmo 37 y en los capítulos 11 y 65 de Isaías? Compare lo que allí dice con las actuales desalentadoras predicciones relacionadas con el efecto invernadero. ¿Cuáles son las que describen de verdad el futuro de la Tierra? ¿No cree que para su bien y el de sus hijos debe descubrirlo?

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