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    Anuario de los testigos de Jehová 2006
    • Más pruebas a causa de la segunda guerra mundial

      Al romper el alba del 1 de septiembre de 1939, las tropas alemanas marcharon sobre Polonia, lo que desencadenó otro conflicto global que tendría profundas y duraderas repercusiones para Rumania. En un intento de tomar el control, la Unión Soviética y Alemania, que habían firmado un pacto de no agresión, fraccionaron Europa del Este en zonas y se repartieron Rumania como si fuera un bizcocho. Hungría se quedó con la parte norte de Transilvania; la Unión Soviética, con Besarabia y el norte de Bucovina, y Bulgaria, con el sur de Dobrudja. En consecuencia, Rumania perdió un tercio de su población y de su territorio. En 1940 asumió el poder una dictadura fascista.

      El nuevo gobierno suspendió la Constitución y emitió un decreto en el que se reconocían solo nueve religiones, entre las que figuraban las principales: las Iglesias Ortodoxa, Católica y Luterana. La proscripción sobre los testigos de Jehová seguía vigente. Los actos de terrorismo eran frecuentes, y en octubre de 1940, el ejército alemán invadió el país. En estas circunstancias extremas, la correspondencia entre Rumania y la oficina central europea, situada en Suiza, prácticamente se interrumpió.

      Como la mayoría de los testigos de Jehová de la región vivían en Transilvania, Martin Magyarosi se fue de Bucarest y se estableció en dicha región, en particular en Tîrgu Mureş, donde se unió a su esposa, Maria, que ya se había mudado por motivos de salud. Pamfil y Elena Albu, quienes también habían servido en la oficina de Bucarest, se trasladaron más al norte, a Baia Mare. Desde estas dos ciudades, los hermanos Magyarosi y Albu reorganizaron la predicación y la publicación clandestina de La Atalaya. Su compañero, Teodor Morăraş, se quedó en Bucarest, coordinando la obra de lo que quedaba de Rumania hasta 1941, año en que fue arrestado.

      Durante ese tiempo, los hermanos se mantuvieron ocupados en el ministerio, distribuyendo con mucha cautela publicaciones bíblicas cuando tenían la oportunidad. Por ejemplo, dejaban folletos en lugares públicos, como en restaurantes o en compartimentos de tren, esperando que despertaran la curiosidad de la gente. Además, siguieron obedeciendo el mandato bíblico de reunirse para darse ánimo espiritual, aunque, claro está, procuraban no levantar sospechas (Heb. 10:24, 25). Por ejemplo, los que vivían en el campo aprovechaban las fiestas tradicionales que tenían lugar para el tiempo de la cosecha. En esa época del año, la gente se ayudaba mutuamente en las labores del campo y luego lo festejaba contando chistes e historias. Los hermanos también se juntaban, pero en vez de fiestas, celebraban sus reuniones.

      “Se nos oprime de toda manera”

      El hermano Magyarosi fue encarcelado en septiembre de 1942, pero siguió coordinando la predicación desde la prisión. Los Albu también fueron detenidos, junto con mil hermanos y hermanas más, muchos de los cuales fueron puestos en libertad tras ser golpeados y retenidos durante unas seis semanas. Debido a su neutralidad cristiana, un centenar de Testigos, entre los que había varias hermanas, recibieron sentencias de dos a quince años. Cinco hermanos fueron sentenciados a la pena de muerte, pero posteriormente les conmutaron su castigo por cadena perpetua. Al amparo de la noche, grupos de policías armados se llevaban a rastras a mujeres con sus hijos pequeños, dejando las casas y los animales a merced de los saqueadores.

      Cuando los hermanos llegaban a los campos de prisioneros, recibían la “bienvenida” del comité de vigilantes. Estos les ataban los pies, los tumbaban en el suelo y les golpeaban los pies descalzos con una porra de goma reforzada con alambre. Terminaban con los huesos rotos, sin uñas y con la piel negra. De hecho, a algunos hermanos se les desprendía la piel como si fuera la corteza de un árbol. Los sacerdotes que vigilaban los campos y presenciaban los abusos, les decían burlándose: “¿Dónde está su Jehová? ¡Que los libre de nuestras manos!”.

      A los hermanos se los ‘oprimió de toda manera’, pero ‘no se los dejó sin ayuda’ (2 Cor. 4:8, 9). La realidad es que incluso animaban a otros reclusos con la esperanza del Reino. Alguno respondió positivamente, como Teodor Miron, oriundo de Topliţa, un pueblo del nordeste de Transilvania. Antes de que estallara la segunda guerra mundial, Teodor había llegado a la conclusión de que Dios prohíbe el homicidio, de modo que se negó a incorporarse al ejército. Por eso, en mayo de 1943 recibió una condena de cinco años de cárcel. Poco después conoció a Martin Magyarosi, Pamfil Albu y otros prisioneros Testigos, y accedió a estudiar la Biblia. Progresó rápidamente en sentido espiritual, y en cuestión de semanas dedicó su vida a Jehová. Ahora bien, ¿cómo se bautizó?

      Se presentó una buena oportunidad cuando Teodor y otros 50 Testigos rumanos fueron trasladados por una ruta indirecta al campo de prisioneros nazi de Bor (Serbia). De camino, se detuvieron en Jászberény (Hungría), donde se les unieron más de un centenar de hermanos húngaros. Aprovechando la parada, los guardias enviaron a varios hermanos al río a llenar un bidón de agua. Como contaban con la confianza de los supervisores, los hermanos fueron sin vigilancia. Teodor los acompañó y fue bautizado en el río. Desde Jászberény, los prisioneros viajaron a Bor en tren y en una embarcación que siguió el curso del río.

      En el campo de Bor había en aquel tiempo 6.000 judíos, 14 adventistas y 152 Testigos. “Las condiciones eran horribles —recuerda el hermano Miron—, pero Jehová nos cuidó. Un vigilante muy comprensivo al que enviaban a menudo a Hungría introducía publicaciones en el campo. Como varios Testigos en los que confiaba cuidaban de su familia en su ausencia, él se había convertido casi en un hermano para ellos. Este guardia, que era teniente, nos avisaba cuando iba a pasar algo. Teníamos quince ancianos, como los llamamos ahora, que organizaban tres reuniones semanales. Cuando los turnos lo permitían, la asistencia era de unos ochenta. También celebrábamos la Conmemoración.”

      En algunos campos, los Testigos del exterior podían llevar comida y otros artículos a sus hermanos encarcelados. Entre 1941 y 1945 se enviaron 40 Testigos al campo de concentración de Şibot (Transilvania) procedentes de las regiones de Besarabia, Moldavia y Transilvania. Todos los días iban a trabajar a una industria maderera. Como había poco alimento en el campo, los hermanos que vivían cerca iban a la fábrica todas las semanas a llevarles comida y ropa, y ellos la distribuían según la necesidad.

      Aquellas buenas obras proporcionaron un magnífico testimonio tanto a los demás presos como a los guardias. Estos últimos también se dieron cuenta de que los Testigos eran responsables y confiables. Por ello, les concedieron ciertas libertades que no solían darse a los prisioneros. Uno de los guardias de Şibot incluso aceptó la verdad.

  • Rumania
    Anuario de los testigos de Jehová 2006
    • [Ilustración y recuadro de las páginas 98 a 100]

      Las bombas no lograron silenciarnos

      Teodor Miron

      Año de nacimiento: 1909

      Año de bautismo: 1943

      Otros datos: Aprendió la verdad de la Biblia en prisión. Pasó catorce años en campos de concentración nazis, así como en cárceles y campos de trabajo comunistas.

      El 1 de septiembre de 1944, las tropas nazis decidieron retirarse y nos obligaron a los 152 hermanos que estábamos en el campo de concentración serbio de Bor y a otros prisioneros a partir en dirección a Alemania. Pasamos días enteros sin comer, así que cuando encontrábamos comida, como algunas remolachas de un campo cercano tiradas al borde del camino, las compartíamos con todos. Y si alguien estaba muy débil para caminar, los más fuertes lo llevaban en una carretilla.

      Por fin llegamos a una estación de ferrocarril, donde, tras descansar cuatro horas, nos hicieron descargar dos vagones descubiertos para poder acomodarnos. No había sitio para que nos sentáramos, y como único abrigo cada uno disponía de una manta, que utilizamos para resguardarnos de la lluvia que no paró de caer en toda la noche. A las diez de la mañana del día siguiente, cerca de un pueblo, dos aviones bombardearon la locomotora. Ninguno de nosotros murió, aunque estábamos justo en el primer vagón. A pesar del incidente, se enganchó otra máquina a nuestro vagón y reemprendimos la marcha.

      Cuando llevábamos dos horas detenidos en una estación 100 kilómetros [60 millas] más adelante, vimos a varios hombres y mujeres con canastos llenos de papas. Pensamos que se trataba de vendedores, pero en realidad eran nuestros hermanos espirituales. Se habían enterado de la situación y como se imaginaban que estaríamos hambrientos, trajeron para cada uno tres papas cocidas grandes, un pedazo de pan y un poco de sal. Aquel “maná celestial” nos sustentó hasta llegar, cuarenta y ocho horas después, a la ciudad húngara de Szombathely. Era principios de diciembre.

      Allí pasamos el invierno, subsistiendo a base del maíz que encontrábamos bajo la nieve. Durante marzo y abril de 1945, la bella ciudad de Szombathely sufrió varios bombardeos que dejaron las calles sembradas de cuerpos mutilados. Muchas personas quedaron atrapadas bajo los escombros, y a veces oíamos sus gritos de socorro. Con palas y otras herramientas conseguimos sacar a algunas de ellas.

      Aunque cayeron varias bombas en los edificios próximos, el nuestro seguía intacto. Cuando sonaba la sirena antiaérea, todos salían corriendo aterrorizados en busca de un refugio. Al principio, nosotros hacíamos lo mismo, pero enseguida nos dimos cuenta de que era absurdo, pues no había ningún lugar seguro. Así que decidimos quedarnos donde estábamos tratando de no perder la calma. Los guardas no tardaron en unirse al grupo, pues según ellos, nuestro Dios también los protegería. La noche del 1 de abril, la última que pasamos en Szombathely, se produjo el bombardeo más intenso. Con todo, no nos movimos del edificio, sino que nos pusimos a cantar alabanzas a Jehová y a darle gracias por la paz que sentíamos (Fili. 4:6, 7).

      Al día siguiente partimos hacia Alemania. Contábamos con dos carros tirados por caballos, de modo que nos turnamos para caminar y descansar por unos 100 kilómetros [60 millas] hasta llegar a un bosque situado a 13 kilómetros [8 millas] del frente ruso. Tras pasar la noche en la propiedad de un terrateniente acaudalado, los soldados nos liberaron. Antes de irnos a nuestras casas, unos a pie y otros en tren, nos despedimos con lágrimas en los ojos agradecidos por la protección física y espiritual que nos había brindado Jehová.

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