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    La Atalaya (estudio) 2019 | julio
    • Manfred Tonak, Claude Lindsay y Heinrich Dehnbostel cuando eran misioneros en Lubumbashi (Congo), en 1967

      Yo, Claude y Heinrich, cuando éramos misioneros en Lubumbashi (la actual República Democrática del Congo, 1967).

      Cuando recibimos las asignaciones, tres betelitas nos preguntaron con curiosidad a algunos de nosotros adónde iríamos. En todos los casos hicieron comentarios positivos, hasta que yo dije que iría a la República del Congo (ahora llamada República Democrática del Congo). Entonces, hubo un breve silencio y solo dijeron: “Vaya, el Congo. Que Jehová te acompañe”. En aquellos días, había muchas noticias sobre la guerra, los asesinatos y las acciones de los mercenarios en ese país. Pero tuve presentes las lecciones que había aprendido. Poco después de graduarnos, en septiembre de 1967, partí junto con mis compañeros Heinrich Dehnbostel y Claude Lindsay rumbo a la capital del país, Kinsasa.

      UN LUGAR EXCELENTE DONDE FORMAR MISIONEROS

      Tras llegar a Kinsasa, estudiamos francés durante tres meses. Luego, volamos al sur del país, hasta Lubumbashi (antes Elisabethville), cerca de la frontera con Zambia. Nos instalamos en un hogar misional en el centro de la ciudad.

      Como en gran parte de Lubumbashi no se había predicado nunca, nos emocionaba ser los primeros en llevar la verdad a muchos de sus habitantes. En poco tiempo, teníamos más cursos bíblicos de los que podíamos atender. También predicamos a funcionarios del gobierno y de la policía. Muchos mostraban un gran respeto por la Palabra de Dios y por la predicación. Puesto que la gente hablaba sobre todo suajili, Claude Lindsay y yo aprendimos también este idioma. Poco después, nos enviaron a una congregación de habla suajili.

      Tuvimos experiencias maravillosas, pero también pasamos algunas dificultades. Muchas veces aguantamos las acusaciones falsas de soldados armados que estaban borrachos o de policías agresivos. En cierta ocasión, un grupo de policías armados irrumpió en una reunión que teníamos en el hogar misional y nos llevó a la comisaría. Allí, nos mantuvieron sentados en el suelo hasta más o menos las diez de la noche y luego nos dejaron ir.

      En 1969, me nombraron superintendente viajante. En ese circuito descubrí lo que era la sabana africana y me tocó caminar largas distancias a través de la maleza por caminos llenos de barro. En una aldea, una gallina con sus pollitos dormía debajo de mi cama. Nunca olvidaré el escandaloso cacareo con el que daba la bienvenida a un nuevo día antes del amanecer. Por otro lado, recuerdo con cariño las noches en las que me sentaba con los hermanos alrededor de una fogata para hablar de las verdades de la Biblia.

      Una de las situaciones más difíciles fue tratar con los que apoyaban el movimiento Kitawala.b Algunos de estos falsos hermanos se habían infiltrado en las congregaciones y tenían puestos de responsabilidad. Muchas de estas “rocas escondidas” no lograron engañar a los hermanos fieles (Jud. 12). Con el tiempo, Jehová limpió las congregaciones y puso la base para que hubiera un crecimiento extraordinario.

      En 1971, me destinaron a la sucursal de Kinsasa. Allí, tuve varios trabajos, como atender la correspondencia, los pedidos de publicaciones y los asuntos relacionados con el Departamento de Servicio. En Betel, aprendí a organizar nuestra obra en un país enorme que tenía infraestructuras limitadas. De vez en cuando, el correo aéreo tardaba meses en llegar a las congregaciones. Se descargaba de un aeroplano y se llevaba a unas barcas, que luego quedaban atrapadas durante semanas en medio de una gruesa capa de jacintos de agua. Pero el trabajo se hacía pese a esta y otras dificultades.

      Me sorprendió ver cómo organizaban asambleas grandes con muy poco dinero. Hacían las plataformas en termiteros, usaban enormes hojas de hierba o pasto elefante para las paredes y enrollaban estas mismas hojas para sentarse sobre ellas. Con el bambú hacían la estructura de los edificios y con las esteras de juncos hacían los techos y las mesas. Como no tenían clavos, utilizaban pequeños trozos de corteza de árbol. No podía menos que admirar el ingenio y la resiliencia de estos hermanos. Llegué a quererlos muchísimo. Cuánto los extrañé cuando tuve que partir a una nueva asignación.

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