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ZambiaAnuario de los testigos de Jehová 2006
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Durante la II Guerra Mundial, muchos cristianos fueron cruelmente maltratados por no ser “patriotas”. “Vimos cómo echaban a hermanos de mayor edad en camiones como si fueran sacos de maíz por negarse a efectuar el servicio militar —recuerda Benson Judge, quien llegó a ser un celoso superintendente de circuito—. Los oíamos decir: ‘Tidzafera za Mulungu’ (Moriremos por Dios).”
Aunque aún no se había bautizado, Mukosiku Sinaali recuerda bien que, durante la guerra, la cuestión de la neutralidad surgía de continuo: “Todo el mundo estaba obligado a cavar y recoger las raíces de una enredadera llamada mambongo, que produce un preciado látex. Las raíces se cortaban en tiras y se machacaban para formar bandas que se ataban en haces, de las que luego se extraía una especie de goma utilizada en la fabricación de botas militares. Los Testigos se negaban a efectuar esta labor debido a la relación que tenía con el esfuerzo bélico. Como consecuencia, los hermanos fueron castigados. Se convirtieron en ‘elementos indeseables’”.
Joseph Mulemwa era uno de esos “indeseables”. Oriundo de Rhodesia del Sur, había llegado a la provincia Occidental de Rhodesia del Norte en 1932. Se decía que animaba a la gente a dejar de cultivar los campos porque ‘el Reino estaba a las puertas’, acusación falsa que promovió un sacerdote de la misión de Mavumbo que despreciaba a Joseph. Cierto día, este fue detenido, esposado y llevado ante un hombre que sufría trastornos mentales. Algunos deseaban que esta persona lo atacara, pero Joseph logró tranquilizarla. Cuando lo dejaron libre, continuó predicando y visitando las congregaciones. El hermano fue fiel hasta su muerte, acaecida a mediados de los años ochenta.
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Durante la década de 1960, los testigos de Jehová no solo sufrieron persecución violenta, sino la destrucción de sus propiedades. Se arrasaron hogares de hermanos y Salones del Reino. Cabe mencionar, no obstante, que el gobierno intervino y encarceló a muchos de los culpables.
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[Ilustración y recuadro de las páginas 232 y 233]
Tuve que salir huyendo
Darlington Sefuka
Año de nacimiento: 1945
Año de bautismo: 1963
Otros datos: Sirvió de precursor especial, superintendente viajante y voluntario en Betel de Zambia.
Corría el año 1963, y eran tiempos turbulentos. Muchas veces, cuando íbamos al ministerio del campo, se nos adelantaban pandillas de jóvenes vinculados a partidos políticos que amenazaban a los lugareños diciéndoles que si nos escuchaban, alguien iría a su casa y les rompería las puertas y las ventanas.
Una tarde, solo dos días después de mi bautismo, quince jóvenes me dieron tal paliza que sangraba por la nariz y la boca. Otra tarde, un hermano y yo fuimos agredidos por un grupo de unos cuarenta individuos que nos había seguido hasta donde yo vivía. Recordar las experiencias por las que pasó Jesucristo me fortaleció. El discurso que pronunció John Jason cuando me bauticé dejó claro que la vida del cristiano no iba a estar exenta de dificultades; por eso, estas cosas no me sorprendieron, sino que me animaron.
En aquellas fechas, los políticos buscaban apoyo en su lucha por la independencia, y nuestra postura neutral les hacía pensar que estábamos de parte de los europeos y los estadounidenses. Los líderes religiosos que respaldaban a los grupos políticos se encargaban de fomentar cuentos falsos sobre nosotros. La situación era complicada antes de la independencia y siguió igual después. Muchos hermanos perdieron sus negocios porque no obtuvieron las tarjetas de afiliación; algunos abandonaron las ciudades y volvieron a sus aldeas donde aceptaron trabajos mal pagados con tal de evitar que se les pidiera apoyo económico para actividades políticas.
Un primo mío que no era Testigo se encargó de mí durante mi adolescencia. Debido a la postura neutral que yo mantenía, su familia recibió amenazas e intimidaciones, lo que los atemorizó. Cierto día, antes de irse a trabajar, él me dijo: “No quiero verte aquí cuando vuelva esta noche”. Al principio pensé que bromeaba, pues yo no tenía ningún familiar en la ciudad ni un lugar adonde ir, pero no tardé en comprobar que hablaba en serio. Cuando regresó a casa y me vio allí, se enfureció. Recogió piedras y se puso a perseguirme gritando: “¡Vete con tus malditos amigos!”. Tuve que salir huyendo.
Mi padre se enteró y envió este mensaje: “Si no cambias de opinión, no vuelvas a poner un pie en mi casa”. Aquello fue muy duro; apenas tenía dieciocho años. ¿Quién me acogería? La congregación. Cuántas veces he meditado en las palabras que dijo David: “En caso de que mi propio padre y mi propia madre de veras me dejaran, aun Jehová mismo me acogería” (Sal. 27:10). He comprobado que Jehová es fiel a su promesa.
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