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  • “En el Señor Soberano Jehová he puesto mi refugio”
  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1968
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1968
w68 1/7 págs. 409-411

“En el Señor Soberano Jehová he puesto mi refugio”

Según lo relató Isabel Foster

NUESTRA casa estaba situada en las lozanas colinas verdes y valles agradables de Irlanda, y allí nací el 15 de enero de 1880. Mientras era aún muy joven perdí tanto a mi padre como a mi madre. Nuestros tíos tutelares decidieron darnos a nosotras las muchachas mucho entrenamiento religioso, y por eso nos matricularon en una escuela parroquial episcopal.

Aunque cada día escolar se iniciaba con lectura de la Biblia y algunas explicaciones por la maestra, rara vez quedé completamente satisfecha con lo que decía, aunque mi amor a la Biblia continuaba aumentando. Y ciertamente aprendimos de memoria muchos pasajes de la Biblia. A menudo, cuando surgía algún pequeño problema, me dirigía calladamente al Señor en oración, recordando su promesa de dar ayuda y protección.—Sal. 27:10.

Tan pronto como tuve suficiente edad, seguí a mis hermanas ahora casadas allende los mares, y emprendí la carrera de enfermera en el Canadá. Cuando me gradué me mudé a Nueva York para ejercer mi profesión allí, atendiendo casos particulares, fuera en sus casas o en hospitales.

UNA BEBIDA QUE APAGABA LA SED

Durante todos los años que estuve en Nueva York no me puse en comunicación con ningún testigo de Jehová, aunque había una congregación en Brooklyn, según supe más tarde. Regresé a Winnipeg, Canadá, mientras rabiaba aún la I Guerra Mundial, para emprender allí un curso comercial y obtener empleo con el gobierno provincial. Resultó que mi arrendadora era Estudiante de la Biblia, como se conocía entonces a los testigos de Jehová. Al principio no me di cuenta de esto y ella fue tímida en cuanto a decírmelo.

Finalmente, un día cobró ánimo para inquirir qué pensaba yo en cuanto a dónde iba la gente al morir. Le dije que no sabía, que yo sabía que la gente no iría al cielo sino hasta después del juicio, que yo no creía en el infierno de fuego y que ciertamente me gustaría saber en qué lugar estaban las almas de los muertos. Me citó textos para probar que nosotros somos almas, que las almas pecaminosas mueren, y que al morir el cuerpo regresa al polvo y el espíritu o aliento de vida regresa a Dios, quien originalmente lo impartió. (Gén. 2:7; Eze. 18:4; Ecl. 12:7) Eso resolvió la cuestión para mí. Allí mismo terminó mi asistencia a la iglesia. Era como haber encontrado una fuente de agua dulce en medio del desierto.

A principios de la primavera de 1918 me bauticé en símbolo de mi dedicación para servir a Jehová. Ahora verdaderamente había ‘puesto mi refugio en el Señor Soberano Jehová.’ (Sal. 73:28) Pronto habría de ser puesta a prueba esta posición, pues bajo las presiones de la I Guerra Mundial la obra cristiana de los testigos de Jehová y su literatura fueron proscritas. Tuvimos que reunirnos en secreto, y solo llevar nuestras Biblias. Sin embargo, esto resultó provechoso, porque teníamos que estar preparados para contestar de memoria todas las preguntas del estudio.

Durante la proscripción solíamos salir al amanecer y colocar tratados bíblicos debajo de las puertas. También, buscábamos oportunidades de efectuar testificación incidental. Más tarde, cuando fue quitada la proscripción, tuvimos el gozo de tener un nuevo instrumento para esparcir las buenas nuevas, a saber, la revista Golden Age (ahora conocida como ¡Despertad!). Fui a través de todo el edificio donde estaba ubicada mi oficina, obteniendo suscripciones de parte de la mayoría de los jefes de departamento.

COMIENZA LA OBRA DE EXPANSIÓN

Cedar Point, Ohio, en 1922, fue mi primera asamblea grande. ¡Qué gozo fue aprender que ‘espíritu de vida procedente de Dios había capacitado a sus testigos a ponerse de pie y profetizar’! (Rev. 11:11) Cuando, durante el discurso principal, el presidente J. F. Rutherford de la Sociedad Watch Tower leyó el texto: “Empecé a oír la voz de Jehová diciendo: ‘¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?’” la entera asamblea contestó unánimemente: “¡Aquí estoy yo! Envíame a mí.”—Isa. 6:8.

De entonces en adelante la obra de expansión realmente se puso en marcha. Cada fin de semana organizábamos grupos de autos y viajábamos a poblaciones y aldeas lejos y alrededor de Winnipeg, para testificarle a la gente. Había oposición, pero a menudo esto solo resultaba en despertar curiosidad, y la gente leía nuestra literatura y aprendía el mensaje verídico de la Biblia.

Me puse a pensar en cuanto a dar todo mi tiempo al ministerio de predicación, porque podía discernir que el campo estaba maduro. Mis colaboradores en la oficina gubernamental dijeron que el dar tal paso era entrar en un trabajo sin futuro. Esto no me disuadió en lo más mínimo, y finalmente me matriculé en el servicio de tiempo cabal como ministra precursora y me despedí de mi trabajo gubernamental “seguro.” Eso fue hace más de cuarenta y un años, y jamás me ha pesado el haber dado ese paso. Jehová ciertamente resultó ser un refugio para mí.

UNA CARRERA DESAFIADORA

Mi ministerio de predicación de tiempo cabal como precursora comenzó en Iowa en 1926. Más tarde ese año se unió a mí mi compañera actual, y juntas predicamos las buenas nuevas en zonas aisladas en diecisiete estados diferentes y en tantos condados que he perdido la cuenta. Teníamos un auto viejo, pero aun así rara vez veíamos a otros Testigos de un año al otro. Un deleite especial era el asistir a la celebración anual de la Cena del Señor con alguna congregación y participar en cantar alabanzas a nuestro Dios.

Entre los recuerdos que siempre estimaré están las cartas bondadosas y animadoras que recibíamos de la Sociedad. Siempre sabían dónde estábamos, y tan solo este pensamiento era un gran consuelo para nosotras. ¡Y cómo necesitábamos este apoyo! En un condado de Misisipí, por ejemplo, el alcalde nos mandó decir con el alguacil que no podíamos continuar nuestro trabajo sin licencia. El alcalde era superintendente de la escuela dominical metodista. Explicamos que nuestro trabajo no era comercial, y a pesar de la amenaza de ser arrestadas proseguimos como de costumbre. Recordamos que los cristianos del primer siglo ‘obedecieron a Dios como gobernante más bien que a los hombres.’ (Hech. 5:29) Fuimos arrestadas y puestas en una celda que había sido limpiada de prisa por un carcelero abochornado.

La fecha del juicio se postergó continuamente hasta que insistimos en tener una audiencia, porque no teníamos intención alguna de desistir de nuestro servicio dado por Dios. Acusadas de ser vendedoras ambulantes sin licencia, testifiqué en la tribuna de testigos que no era vendedora ambulante, sino embajadora del Señor. Nos pronunciaron culpables y nos condenaron a pagar una multa o pasar cinco meses en prisión. Apelamos el caso al Tribunal de Distrito, pero cuando llegó el tiempo para oír nuestro caso el siguiente invierno el juez rehusó considerarlo y “lo devolvió al archivo.” De cualquier manera, un enjambre de Testigos de Memphis descendió sobre aquel condado y testificó cabalmente a sus habitantes sin más impedimento.

A menudo el territorio era tan aislado que muchos caminos ni siquiera aparecían en el mapa. Un día en las montañas Blue Ridge preguntamos si cierto camino apartado nos llevaría a un pequeño pueblo al que queríamos llegar. La respuesta fue Sí, sin más aclaración. De modo que proseguimos, pero pronto notamos que el camino empeoraba constantemente hasta que se convertía en una saliente angosta en el lado de la montaña empinada. La barranca hacia el valle parecía medir unos 800 metros. Cuando descendimos al valle, el encargado de la gasolinera nos preguntó cómo llegamos. Señalamos el camino, y exclamó: “¡No es posible! ¡Es hasta peligroso caminar a pie en ese camino!”

Durante los años de la gran crisis económica tuvimos que cambiar Biblias y otra literatura por artículos alimenticios como legumbres, frutas, huevos y hasta gallinas. Cuando eran gallinas, a veces hasta teníamos que agarrarlas nosotras mismas. No detallaré cómo lo hacíamos; pero una cosa podemos decir, ¡las “leghorn” eran las peores! También, teníamos que viajar largas distancias por caminos que tenían más corrugaciones que una tabla de lavandera, a veces hasta noventa y siete kilómetros ida y vuelta. Empezábamos al amanecer y regresábamos al anochecer. No obstante, en medio de todas estas experiencias manteníamos nuestro sentido del humor y jamás pensamos en renunciar.

Luego vino el trabajo de precursora especial en 1937. Esto quiso decir entrar en poblaciones no asignadas o poblaciones donde las congregaciones del pueblo de Jehová necesitaban ayuda. Jamás olvidaremos la bondad de nuestros hermanos cristianos en una ciudad de Nueva Jersey, a la cual fuimos enviadas primeramente. Nos extendieron generosa hospitalidad y nos ayudaron a encontrar un apartamiento. ¡Y luego cuán encantadas estuvimos de ir a las reuniones de nuevo con regularidad y disfrutar del compañerismo con nuestros hermanos y hermanas en la fe!

En 1939 tuvimos el privilegio de estar presentes en el Madison Square Garden de la ciudad de Nueva York, cuando el presidente de la Sociedad Watch Tower, J. F. Rutherford, presentó su poderoso discurso sobre “Gobierno y paz” a pesar de los esfuerzos resueltos de los alborotadores por desbaratar la reunión. Sus alaridos e insultos no pudieron apagar el discurso, que prosiguió hasta su grandiosa culminación.

RESULTADOS ALEGRADORES

En 1943 mi compañera y yo fuimos asignadas a trabajar en cooperación con la congregación de Boston, Massachusetts, y hemos tenido la experiencia satisfactoria de verla crecer y dividirse y subdividirse, hasta que ahora hay diez congregaciones en aquella zona. En el ínterin a menudo nos preguntábamos cuál había sido el efecto de nuestro servicio en los muchos territorios aislados que trabajamos. Bueno, ¡imagínese nuestro gozo al recibir una carta, reexpedida por la Sociedad, de una Testigo que vivía muy al sur, que quiso darnos a saber lo que significaron para ella y su familia nuestras visitas! El año después de nuestra última visita, cuando llegaron otros Testigos, estaban listos para el bautismo... el papá, la mamá, y el hijo y la hija ya crecidos. Pronto vendieron su propiedad y se hicieron ministros precursores.

Ahora soy enfermiza, pero a medida que hago lo que puedo, continuamente recuerdo los muchos privilegios benditos que Jehová me ha concedido a través de los años. ¡Cuán feliz estoy de haber seguido el derrotero sabio del salmista y poder decir como él: “En el Señor Soberano Jehová he puesto mi refugio”!—Sal. 73:28.

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