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  • Se me sostuvo durante pruebas terribles

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  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1998
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1998
w98 1/6 págs. 28-31

Se me sostuvo durante pruebas terribles

Relatado por Éva Josefsson

Nos habíamos reunido brevemente un pequeño grupo en el distrito de Újpest, en Budapest (Hungría), antes de salir al ministerio cristiano. Corría el año 1939, poco antes del comienzo de la II Guerra Mundial; en aquel tiempo, la predicación de los testigos de Jehová estaba proscrita en el país y muchas veces detenían a quienes enseñaban la Biblia en público.

COMO era la primera vez que tomaba parte en esta obra, debía estar pálida y algo inquieta. Un hermano cristiano mayor se volvió a mí y me dijo: “Éva, no tienes por qué estar asustada. Servir a Jehová es el mayor honor que puede tener un ser humano”. Aquellas palabras consideradas y animadoras me ayudaron a aguantar la multitud de pruebas terribles que sufrí.

Antecedentes judíos

Yo era la mayor de cinco hermanos criados en el seno de una familia judía. A mamá no le satisfacía el judaísmo, por lo que se puso a examinar otras religiones. Así conoció a Erzsébet Slézinger, otra judía que también buscaba la verdad bíblica. Erzsébet puso a mamá en contacto con los testigos de Jehová, y como consecuencia yo también me interesé profundamente en las enseñanzas bíblicas. Al poco tiempo comencé a dar a conocer a otras personas lo que había aprendido.

Cuando cumplí 18 años, en el verano de 1941, simbolicé mi dedicación a Jehová mediante el bautismo en el río Danubio. Mamá se bautizó en la misma ocasión, pero papá no aceptó nuestra nueva fe cristiana. Poco después de mi bautismo, hice planes para servir de precursora, es decir, ministra de tiempo completo. Como necesitaba una bicicleta, entré a trabajar en el laboratorio de una fábrica textil grande.

Comienzan las pruebas

Los nazis habían ocupado Hungría, por lo que la fábrica en la que trabajaba había pasado a tener una dirección alemana. Cierto día se nos dijo a todos los obreros que nos presentáramos ante los supervisores para jurar lealtad a los nazis. Se nos advirtió que no hacerlo conllevaría graves consecuencias. Durante la ceremonia, en la que se nos exigía pronunciar el saludo heil Hitler, permanecí respetuosamente de pie, pero sin realizar el acto que se pedía. Me llamaron a la oficina ese mismo día, me dieron mi sueldo y me despidieron. Como los empleos escaseaban, me preguntaba qué sería de mis planes de ser precursora. Pues bien, al día siguiente conseguí un nuevo trabajo con un salario aún mejor.

Ya podía hacer realidad mi deseo de ser precursora. Tuve varias compañeras de precursorado, la última de ellas Juliska Asztalos. Solo utilizábamos la Biblia en el ministerio, pues no teníamos publicaciones que ofrecer. Cuando encontrábamos a personas interesadas, volvíamos a visitarlas y les prestábamos algunas publicaciones.

Juliska y yo tuvimos que cambiar de territorio en varias ocasiones, pues cuando el sacerdote se enteraba de que visitábamos a ‘sus ovejas’, anunciaba en la iglesia que si los testigos de Jehová iban a su hogar, debían comunicarlo a él o a la policía. Cuando algunas personas simpatizantes nos advertían de ese anuncio, nos íbamos a otro territorio.

Cierto día, Juliska y yo visitamos a un joven que mostró interés. Quedamos en volver para prestarle algo de leer. Pero cuando regresamos, se encontraba allí la policía, que nos arrestó y nos llevó a la comisaría de Dunavecse. Habían utilizado al joven como cebo para atraparnos. Cuando llegamos a la comisaría, vimos a un sacerdote y nos dimos cuenta de que él también había intervenido en nuestra detención.

La peor prueba

En la comisaría me raparon la cabeza y me hicieron estar de pie desnuda delante de unos doce policías. Me interrogaron para saber quién era nuestro líder en Hungría. Les dije que nuestro único caudillo era Jesucristo. Entonces me golpearon sin piedad con sus bastones, pero no traicioné a mis hermanos cristianos.

Después me ataron los pies, me sujetaron las manos por encima de la cabeza y me las ataron también, y uno tras otro me violaron todos los policías menos uno. Me ataron con tanta fuerza, que tres años más tarde todavía tenía las marcas en las muñecas. El trato fue tan salvaje, que me tuvieron en el sótano durante dos semanas hasta que curaran un poco las heridas más graves.

Un período de tranquilidad

Tiempo después me llevaron a la cárcel de Nagykanizsa, donde había muchos testigos de Jehová. A pesar de estar encarcelados, pasamos dos años relativamente felices. Celebrábamos todas las reuniones a escondidas y estábamos organizados más o menos como una congregación. También tuvimos muchas oportunidades de predicar informalmente. Fue allí donde conocí a Olga Slézinger, hermana carnal de Erzsébet Slézinger, la mujer que nos inició a mi madre y a mí en la verdad bíblica.

Para 1944, los nazis de Hungría estaban decididos a exterminar a los judíos húngaros, tal como habían matado sistemáticamente a otros judíos en los territorios ocupados. Cierto día nos fueron a buscar a Olga y a mí. Nos metieron en unos vagones de tren para ganado, y tras un viaje muy difícil por Checoslovaquia, llegamos a nuestro destino en el sur de Polonia: el campo de exterminio de Auschwitz.

Salgo con vida de Auschwitz

Con Olga me sentía segura. Podía hacer gala de su sentido del humor hasta en situaciones difíciles. Cuando llegamos a Auschwitz, nos encontramos ante el tristemente famoso doctor Mengele, cuya labor consistía en separar a los recién llegados en dos grupos: los que no eran aptos para trabajar y los sanos. A los primeros se les enviaba a las cámaras de gas. Cuando nos llegó el turno, Mengele preguntó a Olga: “¿Cuántos años tiene?”.

Con valentía y parpadeando con gracia contestó: “Veinte”. En realidad tenía más del doble, pero Mengele se rió y la dejó a la derecha; así conservó la vida.

A todos los prisioneros de Auschwitz se les ponían unos símbolos en la ropa: a los judíos, la estrella de David, y a los testigos de Jehová, un triángulo púrpura. Cuando iban a coser en nuestras ropas la estrella de David, les explicamos que éramos testigos de Jehová y deseábamos que pusieran un triángulo púrpura. No era que nos avergonzáramos de nuestro legado judío, sino que entonces éramos testigos de Jehová. Nos dieron patadas y nos golpearon para tratar de obligarnos a aceptar el emblema judío. Pero nos mantuvimos firmes hasta que nos admitieron como testigos de Jehová.

Andando el tiempo encontré a mi hermana Elvira, que era tres años más joven que yo. Habían llevado a Auschwitz a los siete miembros de nuestra familia, pero solo nos habían considerado aptas para el trabajo a Elvira y a mí. Papá, mamá y nuestros tres hermanos murieron en las cámaras de gas. Elvira no era Testigo entonces, así que no estábamos en la misma sección del campo. Sobrevivió, emigró a Estados Unidos y se hizo Testigo en Pittsburgh (Pensilvania), donde murió en 1973.

Salgo con vida de otros campos

En el invierno de 1944 y 1945, los alemanes decidieron evacuar Auschwitz, pues los rusos se acercaban. Así que nos trasladaron a Bergen-Belsen, en el norte de Alemania. Poco después de llegar allí, a Olga y a mí nos enviaron a Braunschweig, donde tendríamos que colaborar en la retirada de escombros tras los intensos bombardeos de las fuerzas aliadas. Olga y yo hablamos del asunto. Como no estábamos seguras de que ese trabajo supusiera una violación de nuestra neutralidad, las dos decidimos no hacerlo.

Nuestra decisión causó un gran revuelo. Nos azotaron con látigos de cuero y nos pusieron ante un pelotón de fusilamiento. Nos dieron un minuto para reconsiderar nuestra decisión y nos dijeron que nos fusilarían si no cambiábamos de parecer. Contestamos que no teníamos nada que pensar, pues habíamos tomado una resolución al respecto. Pues bien, como el comandante del campo no se encontraba allí y era el único con la autoridad para dar la orden de ejecución, esta se pospuso.

Mientras tanto, nos obligaron a permanecer de pie en el patio del campo todo el día. Nos vigilaban dos soldados armados, a los que sustituían cada dos horas. No nos dieron comida, y sufrimos horriblemente debido al frío, pues era el mes de febrero. Soportamos este trato durante una semana, pero el comandante no se presentó. Así que nos pusieron en la parte de atrás de un camión, y, para nuestra sorpresa, nos encontramos de nuevo en Bergen-Belsen.

El estado de Olga y el mío para entonces era terrible. Yo había perdido la mayor parte del pelo y tenía mucha fiebre. Solo haciendo acopio de todas mis fuerzas lograba trabajar un poco. La sopa de repollo clara y el pequeño trozo de pan que nos daban al día no eran suficientes. Pero teníamos que trabajar, pues ejecutaban a los que no podían hacerlo. Las hermanas alemanas que trabajaban conmigo en la cocina me ayudaron para que pudiera descansar un poco. Cuando los guardias que vigilaban se acercaban, ellas me avisaban, así que me ponía en la mesa de trabajo y aparentaba trabajar arduamente.

Cierto día, a Olga le faltaron las fuerzas para ir a su lugar de trabajo, tras lo cual no la volvimos a ver. Perdí a una amiga y compañera valiente, que me había ayudado mucho durante aquellos meses difíciles en los campos. Como era una seguidora ungida de nuestro Señor Jesucristo, debió recibir su galardón celestial inmediatamente (Revelación [Apocalipsis] 14:13).

La liberación y mi vida posterior

Cuando finalizó la guerra, en mayo de 1945, y llegó la liberación, me encontraba tan débil que no pude alegrarme de que al fin se hubiera quebrado el yugo de los opresores, ni ir con los convoyes que llevaban a los liberados a los países dispuestos a acogerlos. Me quedé tres meses en un hospital para recuperar las fuerzas. Después me llevaron a Suecia, que se convirtió en mi nuevo hogar. En seguida me puse en contacto con mis hermanos cristianos, y con el tiempo reanudé mi labor en el preciado ministerio del campo.

En 1949 me casé con Lennart Josefsson, que había servido durante algunos años de superintendente viajante de los testigos de Jehová. También había estado encarcelado durante la II Guerra Mundial por mantener su fe. Comenzamos nuestra vida juntos sirviendo de precursores el 1 de septiembre de 1949, y se nos asignó a la ciudad de Borås. Durante los primeros años que pasamos allí, dirigíamos habitualmente diez estudios bíblicos semanales con las personas interesadas. Nos alegró ver que en nueve años la congregación de Borås se convirtió en tres, y en la actualidad hay cinco.

No pude seguir de precursora durante mucho tiempo, pues en 1950 fuimos padres de una niña, y dos años más tarde, de un niño. Así que disfruté del bendito privilegio de enseñar a nuestros hijos la valiosa verdad que aquel querido hermano de Hungría me enseñó cuando yo solo contaba 16 años: “Servir a Jehová es el mayor honor que puede tener un ser humano”.

Al rememorar mi vida, me doy cuenta de que he experimentado la veracidad de lo que el discípulo Santiago escribió cuando nos recordó el aguante de Job: “Jehová es muy tierno en cariño, y misericordioso” (Santiago 5:11). Aunque yo también sufrí pruebas horribles, se me ha bendecido abundantemente con dos hijos, sus cónyuges y seis nietos, todos los cuales adoran a Jehová. Además, tengo muchísimos hijos y nietos espirituales, algunos de los cuales son precursores y misioneros. Mi mayor esperanza en la actualidad es reunirme con los seres queridos que duermen en la muerte y abrazarlos cuando se levanten de sus tumbas conmemorativas (Juan 5:28, 29).

[Ilustraciones de la página 31]

En el ministerio en Suecia tras la II Guerra Mundial

Con mi esposo

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