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  • Terror en el mar
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¡Despertad! 1972
g72 22/5 págs. 12-16

Terror en el mar

LA MAYORÍA de nosotros éramos turistas de Italia y otros países europeos que regresábamos de vacaciones en Grecia. Salimos de la ciudad portuaria de Patras el viernes por la mañana del 27 de agosto de 1971, y nos dirigíamos hacia el noroeste cruzando el mar Jónico y el mar Adriático con rumbo a Ancona, Italia. Durante todo el viernes estuvo calmado el tiempo, pero nuestro progreso era muy lento. A veces parecía como si el barco estuviera parado.

Nos hallábamos en la barca de pasaje griega Heleanna, un barco tanque convertido de 168 metros de longitud. A pesar de su enorme tamaño, no era difícil ver que estaba atestada, pues más de mil pasajeros ocupaban todo rincón posible, junto con unos 200 autos. Yo era una de los numerosos pasajeros que no tenía camarote, y por esto estaba sacando el mayor provecho de ello en la cubierta superior. Aquí muchos disfrutaban de las caricias del agua de mar en la piscina natatoria, y trataban de aumentar lo bronceado de su piel en el sol.

Esa noche muchos de nosotros dormimos en la cubierta, usando las sillas de la cubierta que estaban disponibles. Eso no fue desagradable al principio, pero hacia las dos de la madrugada comenzó a azotar un viento ligero que siguió aumentando en intensidad. El frío comenzó a penetrar. Muchos se mudaron abajo para hallar un lugar más protegido. Tomé mi silla de la cubierta y los seguí. En el comedor ya estaban durmiendo muchos pasajeros, de modo que hallé un lugar y continué descansando.

Incendio estalla

A las 5:40 de la mañana desperté súbitamente. La gente corría de un lado a otro, y vi humo leve afuera. Alguien dijo que había un incendio. Entonces oí que uno de la tripulación maldecía al velador por no haberlo notado antes. Pensé que quizás alguien había arrojado un cigarrillo encendido y se había iniciado un pequeño incendio. Pero más tarde los periódicos informaron que el incendio se inició en la cocina en la parte trasera del barco.

Entonces regresé a la cubierta superior del barco donde estaba mi equipaje. La gente se movía en toda dirección. Muchos ya tenían puestas sus chaquetas salvavidas. El humo estaba aumentando. Podía ver que las llamas saltaban a gran altura a babor en la parte trasera del barco. Algunos tripulantes se apresuraban hacia el fuego con extintores.

A medida que aumentaba el fuego, también aumentaba el pánico. Las mujeres se desmayaban, los niños lloraban y los hombres protestaban y amenazaban. Algunos jovencitos, a fin de tener prueba de la experiencia, tomaban fotografías con sus chaquetas salvavidas puestas.

La gente corría hacia los botes salvavidas que estaban en ambos lados de la cubierta. Mudé mis maletas, que estaban cerca del fuego, a otro lugar que parecía más seguro. Solo me quedé con una bolsa de mano en la cual tenía documentos y objetos de valor.

Me acerqué a uno de los botes salvavidas, al cual algunos miembros jóvenes de la tripulación se esforzaban por preparar para uso. Pero nada parecía funcionar. No fue posible bajar el bote porque las cuerdas fuertes utilizadas con este propósito tenían una capa demasiado gruesa de pintura. Cuando se remedió este problema, la barra del cabrestante no funcionaba apropiadamente para bajar el bote.

Alivio momentáneo; mayor pánico

Entretanto parecía que la tripulación había tenido cierto éxito en controlar el incendio con los extintores. Ahora solo se podía ver un poco de humo. La sensación de alivio fue fortalecida por el breve anuncio hecho por el sistema de altoparlantes, la única vez que éste se usó: NO HAY PELIGRO, PERMANEZCAN EN SU LUGAR.

Pero, ¡ay! Los hechos indicaban lo contrario. El fuerte viento pronto avivó las llamas, y unos cinco minutos después del anuncio éstas volvieron a verse elevándose a gran altura. Alimentadas por el viento, avanzaban con furia. El espectáculo era aterrador.

Esta vez los pasajeros, presa de temor, se apresuraron frenéticamente hacia los botes salvavidas. La mayoría de ellos solo estaban parcialmente vestidos, muchos solo con piyamas y camisones, pues habían estado durmiendo en sus camarotes. En unos instantes llenaron los botes salvavidas. Realmente no sabían qué hacer, pues no habían recibido ninguna instrucción.

Sin embargo, la tripulación trataba de persuadirlos a salirse de los botes, pues éstos no podían bajarse. De modo que hubo más confusión y pánico al salir la gente en desorden. Vi a una señora con un dedo de la mano completamente aplastado, corriendo en busca de un doctor.

No podía ver barcos que vinieran a rescatarnos, y me preguntaba si se habría enviado un S.O.S. No estábamos lejos de la costa italiana, porque habíamos visto sus luces temprano por la mañana. Más tarde nos enteramos de que solo estábamos a veinticuatro kilómetros de Torre Canne en el sudoeste de Italia. Parece que no se envió un S.O.S. hasta las 6:40 de la mañana, aproximadamente una hora después de haber sido detectado el incendio.

En todas partes adonde miraba, los rostros reflejaban desesperación y terror. Aquí estaba una señora italiana a punto de desmayarse, consolada y animada por sus hijas. Allá estaba una valiente madre francesa, dando instrucciones a sus hijas adolescentes. Más allá, un matrimonio estaba atando de manera sistemática las chaquetas salvavidas a sus hijitos, asegurándose de que todo estuviera bien. Aun algunos de los tripulantes tenían el rostro tan pálido como una sábana blanca.

Entonces se vieron dos barcos en el horizonte que se dirigían a nosotros, pero todavía a gran distancia. Esto suministró un poco de alivio. A muchos les pareció que los barcos enviarían sus botes salvavidas para recogernos. De hecho, se esparció la noticia, procedente de una fuente desconocida, de que deberíamos bajar a la zona de recepción y estar listos para descender a los botes salvavidas cuando llegaran. Seguí esta sugerencia y bajé también.

Esperando abajo

La zona de recepción ya estaba atestada de gente con el rostro vuelto hacia las dos puertas de salida. Afortunadamente el viento podía penetrar por estas puertas, suministrando un poco de aire que respirar.

Aquí la gente estaba más calmada, aunque algunos se estaban desmayando todavía. Todos trataban de consolarse mutuamente. Todo el mundo miraba hacia el mar con la esperanza de ver acercarse un bote de rescate. Esperábamos un anuncio por el sistema de altoparlantes que nos informara lo que debíamos hacer, pero no hubo ninguno.

Pasó más de media hora, y si el humo no hubiera empezado a descender por la escalera probablemente hubiéramos sido atrapados como ratones y quemados vivos. Yo estaba cerca de la escalera, y por eso tan pronto como vi el humo me apresuré a subir a la cubierta superior. Fui hasta el frente de la nave, lejos del fuego. Muchas personas ya estaban allí. El humo denso provenía de atrás del puente del capitán.

Una situación desesperada

Hasta ese entonces había sido algo optimista, pues esperaba que aun si perdiéramos nuestros autos y equipaje, por lo menos podríamos escapar vivos. Ahora, con las llamas precisamente a nuestra espalda, ya no había lugar para optimismo. Sin embargo, a pesar del peligro, permanecí tranquila.

Vi a personas que se inclinaban por la barandilla y pensé que habían bajado escalas para entrar en los botes salvavidas. Pero cuando miré, ¡vi el mar lleno de gente! En vez de escalas, se habían atado cuerdas fuertes a la barandilla y la gente estaba descendiendo por ellas al mar. La cubierta estaba a unos quince metros por arriba del agua, y la idea de colgar en el vacío y dejarme descender, sin siquiera saber si el barco estaba parado o no, casi me congeló la sangre en las venas. No tenía yo chaqueta salvavidas, y no sabía adónde habían hallado la suya los demás.

Mirando hacia arriba al puente del capitán pude ver a un tripulante con una chaqueta salvavidas puesta y le pregunté si me la podía dar. Se la quitó y empezó a lanzármela. Pero nos dimos cuenta de que el viento era tan fuerte que se la llevaría, dejándonos a ambos sin chaqueta salvavidas. De modo que le di las gracias y me volví para ver si había otro medio de ayuda. Luego vi un salvavidas redondo tirado en la cubierta. Alguien me dijo que esto era aun mejor que una chaqueta salvavidas, de modo que lo tomé.

Apenas lo había cogido cuando un joven, él mismo sin chaqueta salvavidas, y con una nenita en sus brazos, me abordó, diciendo: “Por favor dénoslo. Somos cuatro y no tenemos chaquetas salvavidas.” Junto a él de pie estaba su esposa con otro bebé en los brazos. Inmediatamente se lo di.

Me dio lástima la situación de esta familia joven. ¿Cómo podrían arreglárselas con dos bebés? Precisamente enfrente de ellos estaba un joven que se disponía a bajar por la cuerda. Desesperado, el padre le rogó que se llevara a uno de sus bebés. El hombre concordó altruistamente, y con extraordinaria habilidad y atención empezó a descender por la cuerda llevando al bebé. El espectáculo fue conmovedor, y me dio mucho gusto saber más tarde que todos los cuatro de esta familia se salvaron.

En el mar

Ahora yo misma tenía que hacer algo. No había tiempo que perder. El humo se estaba haciendo más denso y el viento más fuerte. No tenía otra alternativa; ¡tenía que descender al mar por una de las cuerdas! Hice acopio de todo mi valor, deseché mi impermeable, bolsa de mano y zapatos, y subí a la barandilla. Me agarré bien de la cuerda; el peso de mi cuerpo rápidamente me atrajo hacia abajo. Debido a la velocidad de mi descenso me hundí profundamente en el agua. Inmediatamente luché por subir a la superficie. Inhalé profundamente, y traté de alejarme de las cuerdas que flotaban junto al barco.

Fue entonces que noté heridas profundas en algunos dedos y en la palma de mi mano izquierda, pero no sentía ningún dolor. El mar estaba lleno de gente, y uno tras otro seguían descendiendo. Más de una vez la gente cayó sobre mí, hundiéndome en el agua.

Traté de alejarme de la nave, pero no era fácil, pues olas grandes se lanzaban con violencia contra ella. Me sentía como si estuviera en medio de un remolino gigantesco que me jalaba bajo el barco, el cual se erguía como una enorme y aterradora montaña por encima de nuestra cabeza. ¡Era terrible! Claramente vi el peligro de ahogarme a cualquier momento.

Para empeorar las cosas, había un bote salvavidas que pendía por encima de nuestra cabeza. Nadie sabía si estaba descendiendo, o si había sido dejado allí a la mitad del camino. Entonces a medida que el incendio progresó a bordo, pedazos ardiendo del barco comenzaron a caer a nuestro alrededor.

Al aumentar el peligro, hice un esfuerzo extra y nadé hacia la hélice del barco. Afortunadamente el barco se había detenido. Llegué a la hélice y me afiancé de ella por unos minutos para recuperar el aliento y descansar un poco. Luego comencé a nadar mar afuera.

Lucha por supervivencia

Cerca de mí flotaba una señora con una chaqueta salvavidas puesta. La oí gritar “Aiuto, Aiuto” (Auxilio, Auxilio), con voz débil. Era una señora de edad madura, y muy probablemente no conocía el mar. Puesto que todavía estábamos cerca del barco, le dije que tratara de alejarse para evitar que la lastimaran los pedazos ardientes que caían. La tomé de la mano y nadé con el otro brazo, tratando de nadar mar afuera.

Las olas eran grandes, algunas de metro y medio a casi dos metros de altura, y el nadar no era fácil. Sin embargo, yo seguía cogida de la mano de la señora. Volví la cara para ver cómo le iba, pero su rostro parecía sin vida. Cuando la llamé, no respondió. Sus ojos estaban medio abiertos, y tenía una expresión de tranquilidad en el rostro. Pero yo no sabía si se había desmayado o si estaba muerta.

El mar se estaba haciendo más borrascoso, lo cual hacía más crítica mi propia situación, especialmente dado que yo no tenía chaqueta salvavidas. También, mi vestido me estaba abrumando, pero no podía librarme de él. No lejos de allí vi flotando en el agua una escala medio quemada. Traté de llegar a ella, puesto que podría ayudarme a mantenerme a flote, pero no me fue posible alcanzarla.

Pude discernir que no podía hacer otra cosa sino nadar hacia los dos barcos que había visto antes de lanzarme al mar. Ahora también había un tercer barco. Con una mano me afiancé de la chaqueta salvavidas de la señora, mientras nadaba de frente a las olas fuertes. Estaba completamente sola, realmente como una cáscara de nuez en medio del inmenso mar, con una mujer, evidentemente muerta, a mi lado.

Ciertamente esto no era animador, sin embargo no me sentía sola y perdida. Desde el principio del desastre había dirigido mis pensamientos a nuestro Creador, y humildemente le había pedido su ayuda y guía en este momento difícil de mi vida. No di por sentado que tenía que salvarme, sino que sabía que podía hacerlo si ésa era su voluntad. Continuamente invocaba su nombre divino Jehová, y eso me daba fuerzas. No podía menos que acordarme de lo que había leído en la Biblia, en el capítulo 27 de Hechos, acerca de un naufragio por el que pasó el apóstol Pablo mientras también iba rumbo a Italia.

Pasaban las horas y no había evidencia de ayuda. A medida que pasaba el tiempo las olas se hacían cada vez más grandes y más violentas. Al pegarme cada ola trataba de nadar por encima de su cresta. El afianzarme de la chaqueta salvavidas de mi compañera muerta sirvió de alguna ayuda. Pero la continua lucha por mantenerme a flote me cansó muchísimo; mis fuerzas estaban disminuyendo.

Un helicóptero pasó por arriba unas cuantas veces, evidentemente tratando de localizar a sobrevivientes. Luego hubo otro. Lo vi muy atrás de mí recogiendo a personas. Al venir el helicóptero en la dirección donde yo estaba, le hice señas con la mano para que me viera.

Para entonces casi había llegado a uno de los barcos hacia el que había estado nadando, pero el viento me estaba empujando hacia la derecha. Con toda mi atención concentrada en el helicóptero, no había visto que ya había una lancha de motor en el agua acercándose adonde yo estaba. ¡Oh, qué alivio! ¡Qué gozo!

Rescate

Cuando llegaron adonde yo estaba, me arrojaron una cuerda fuerte para que la cogiera y subiera al bote. Pero no pude hacerlo. Estaba completamente agotada, y tenía un calambre en la pierna derecha. De modo que dos de los marineros se inclinaron en un lado y me levantaron con sus brazos fuertes. Inmediatamente me cubrieron con una frazada y me dieron un trago de algo semejante a coñac que me hizo vomitar el agua de mar que había tragado.

Me hallaba completamente sin fuerzas. Pero ¡qué satisfacción era estar sentada en ese bote, librada de los brazos de un mar furioso después de más de tres horas de lucha!

Sentí pesar por mi compañera muerta. Los marineros tuvieron que abandonarla en el mar, pues estaban apresurándose a recoger a los que pudieran hallar vivos. Pero, si no hubiera sido por la ayuda que me dio sin saberlo, no sé si pudiera yo haber sobrevivido.

En el bote conmigo había otros sobrevivientes que ya habían sido recogidos. Todos estaban envueltos en frazadas, y en sus rostros podían verse señales de extremada fatiga. La lancha de motor buscó velozmente más sobrevivientes, y cuando estuvo llena regresó a su base, un barco yugoslavo llamado Svoboda, que significa “Libertad.”

La tripulación fue sumamente servicial. Prácticamente pusieron a nuestra disposición todo lo que estaba a bordo. Más de cien de los sobrevivientes ya estaban en el Svoboda, incluso el capitán de la Heleanna, su esposa, y otros miembros de la tripulación.

Emociones variadas

El cuadro de los sobrevivientes del naufragio era patético. Es verdad que podía ver el gozo y la satisfacción en los rostros cansados, agradecidos por haber sobrevivido. Sin embargo había algunos muy enfermos, otros quemados o con los brazos quebrados. Y la mayoría, como yo, se habían lastimado las manos por haberse deslizado por las cuerdas al mar. Muchos estaban sumamente preocupados, pues no sabían lo que les había sucedido a los otros miembros de su familia.

Muy conmovedora fue la escena de un joven que encontró a su hermana. Se abrazaron fuertemente, llorando, pues no sabían qué le había sucedido a su madre. El joven había tratado de ayudarla, pero le faltaron las fuerzas. Había una señora que viajaba con sus cuatro hijos. Dos de ellos habían sobrevivido con ella, pero los dos más jóvenes faltaban. Sentada en un rincón, sin hablar, estaba una muchacha italiana que había visto a su padre ahogarse ante sus ojos. De modo que había un ambiente de intenso dolor entre muchos.

Mientras el Svoboda navegaba hacia Bari, Italia, adonde llegamos unas tres horas después, tratamos de secar nuestra ropa en el sol caluroso, y descansar un poco. Todos pensábamos en lo que hubiera sucedido si el incendio hubiera empezado en la noche, o hubiésemos estado más lejos de la costa. Quizás no hubiera habido sobrevivientes. Como sucedió, más de mil fueron rescatados, y solo unas dos docenas perecieron.

Autoridades policíacas, periodistas, enfermeras y autos de primeros auxilios estaban esperándonos en tierra. Los que necesitaban atención médica fueron llevados rápidamente a hospitales; allí recibimos atención cuidadosa y amorosa. Se hizo cuanto fue posible para aliviarnos, de lo cual estoy agradecida. También recordaré siempre con gratitud a mis amigos que me visitaron e impresionaron a los que me rodeaban en el hospital con sus numerosas y espontáneas expresiones de sincero amor cristiano.

Ya no tengo dolor físico a causa de las lesiones sufridas. Y aunque mi pérdida material fue considerable, hay este consuelo: Todavía tengo lo que es inapreciable, mi vida.—Contribuido.

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