El valor de poner a Dios en primer lugar
HABÍA algo escalofriante en el sonido del teléfono a las tres de la mañana. Era un socio de papá que acababa de asistir a una reunión de la Legión Americana (una organización estadounidense de ex combatientes). Estaba muy exaltado. “¡Wally! —le gritó a mi padre—, si no llamas enseguida al Philadelphia Inquirer, a tiempo para la edición de la mañana, y les dices que saludarás la bandera, una chusma atacará mañana tu tienda y a tu familia, y yo no seré responsable de lo que ocurra.” Papá y mamá ya habían sido objeto de ataques de chusmas. Como entonces estaban bien despiertos, empezaron a orar.
Al amanecer nos despertaron a los seis niños, y papá le dijo a mi hermano Bill que llevara a los más pequeños a casa de los abuelos. Después, Bill y yo ayudamos en la casa y en la tienda como si nada ocurriera. Papá fue a ver al jefe de policía de Minersville y le informó de la amenaza. Enseguida enviaron un automóvil de la policía del estado de Pensilvania, que permaneció todo el día enfrente de la tienda. Seguimos ocupados en nuestro trabajo y atendiendo a los clientes, pero no perdíamos de vista la calle. Casi se nos salía el corazón cuando veíamos un grupo de personas pararse. Pero la chusma nunca llegó; quizás se calmaron a la luz del día, y a la vista del automóvil de la policía.
Habíamos encontrado la verdad
¿Qué nos había conducido a esta situación tan explosiva? Se trataba de nuestra religión. Verán, allá en 1931, cuando yo tenía 7 años, mis abuelos fueron a quedarse con nosotros por un tiempo. Eran Estudiantes de la Biblia, nombre por el que se conocía a los testigos de Jehová en aquel entonces.
Mi abuelo no le hablaba de la Biblia a papá, pero cuando él y la abuela salían, papá iba a su habitación para ver de qué trataban las publicaciones que tenían. ¡Papá lo leía todo con avidez! Todavía le recuerdo diciendo alborozado: “¡Mira lo que dice la Biblia!”. La verdad era un auténtico placer para él. Mamá también leía las publicaciones, y para 1932 ya había renunciado a la Iglesia Metodista y teníamos un estudio bíblico en casa. Al igual que mis padres, yo también rebosaba de alegría al aprender sobre el venidero y maravilloso paraíso en la Tierra, de modo que acepté la verdad desde el principio.
A finales de 1932, mamá me preguntó si estaba preparada para salir a predicar de casa en casa. En aquellos días íbamos a las puertas solos, fuéramos jóvenes o mayores. Además, usábamos una tarjeta de testimonio. Yo me limitaba a decir: “Buenos días, tengo un mensaje importante. ¿Quisiera leer esto, por favor?”. Al principio, aunque el amo de casa solo fuese un poco indiferente, cuando él terminaba de leer yo no decía más que “muy bien, adiós”, y me marchaba.
La oposición no tardó en presentarse. En la primavera de 1935 predicamos en la ciudad de Nueva Filadelfia. Recuerdo que estaba hablando con un hombre en una puerta, cuando llegó la policía para llevarnos a mí y al resto del grupo. El amo de casa se quedó pasmado al ver que arrestaban a una niña de 11 años. Nos llevaron a un edificio de bomberos de dos plantas para encerrarnos, mientras afuera una chusma de más de mil personas gritaba alborotada. Parece ser que aquel domingo los servicios religiosos terminaron temprano para animar a todos a formar parte de la chusma. Cuando entrábamos en el edificio a través de la muchedumbre, una muchacha me dio un puñetazo en el brazo. Pese a todo, pudimos entrar sin sufrir daño, y unos policías armados tuvieron que apostarse en la puerta para que no la echaran abajo.
Éramos 44 y estábamos apiñados, por lo que tuvimos que sentarnos en las escaleras. Nuestro estado de ánimo distaba mucho de ser negativo; al contrario, estábamos contentos de conocer a algunos Testigos de la congregación de Shenandoah que nos estaban ayudando a predicar en la ciudad. Allí fue donde conocí a Eleanor Walaitis, y nos hicimos buenas amigas. Pasadas unas horas, la policía nos puso en libertad.
Surge la cuestión del saludo a la bandera
En la importante asamblea de los testigos de Jehová de 1935, celebrada en Washington, D.C., alguien le preguntó al hermano Rutherford —presidente por entonces de la Sociedad Watch Tower— si los escolares Testigos deberían saludar la bandera. Contestó que buscar la salvación mediante el saludo a un emblema terrestre era un acto de infidelidad a Dios, y añadió que él no lo haría. Aquella respuesta nos impresionó a Bill y a mí, por lo que hablamos del asunto con nuestros padres y leímos Éxodo 20:4-6, 1 Juan 5:21 y Mateo 22:21. Mamá y papá nunca nos obligaron ni hicieron que nos sintiéramos culpables. Cuando volvimos a la escuela en septiembre, sabíamos muy bien lo que teníamos que hacer, pero cada vez que los maestros miraban a donde estábamos nosotros, nos daba vergüenza, así que alzábamos el brazo y movíamos los labios. Uno de mis problemas era el temor a que mis amigas de la escuela que no eran Testigos, dejaran de relacionarse conmigo si me ponía de parte de Jehová.
Cuando unos precursores fueron a visitarnos, les conté lo que hacíamos. Nunca olvidaré lo que me dijo una hermana: “Lillian, Jehová odia a los hipócritas”. Más tarde, el 6 de octubre, el hermano Rutherford dio una conferencia transmitida por radio a todo el país, titulada: “El saludo a la bandera”. Explicó que respetábamos la bandera, pero que participar en rituales ante una imagen o un emblema era, en realidad, idolatría. Nuestra relación con Jehová prohíbe terminantemente hacer algo así.
El 22 de octubre, Bill, que solo tenía 10 años, volvió de la escuela muy sonriente. “¡He dejado de saludar la bandera! —dijo con aire de triunfo—; la maestra intentó levantarme el brazo, pero no dejé que me sacara la mano del bolsillo.”
A la mañana siguiente, con el corazón encogido, fui a hablar con mi maestra antes de la clase para no flaquear llegado el momento. “Señorita Shofstal —dije tartamudeando—, ya no puedo saludar la bandera. La Biblia dice en el capítulo veinte de Éxodo que no podemos tener otros dioses ante Jehová Dios.” Para mi sorpresa, solo me abrazó y me dijo que era encantadora. Pues bien, cuando llegó el momento de la ceremonia, no participé en el saludo.a Todos volvieron la mirada hacia mí, pero yo estaba muy contenta. ¡Jehová me dio el valor para no saludar la bandera!
Mis amigas estaban escandalizadas. Una o dos se acercaron a preguntarme por qué lo había hecho, y como resultado tuvimos buenas conversaciones. Pero la mayoría de mis compañeros de clase empezaron a darme la espalda. Todas las mañanas, cuando iba a clase, unos cuantos chicos se ponían a gritar: “¡Aquí viene Jehová!”, y me tiraban piedras. Durante dos semanas la escuela permaneció a la expectativa; después, decidió actuar. El 6 de noviembre la Junta Escolar se reunió con papá y mamá y con los padres de otro niño Testigo. El presidente de la junta, el profesor Charles Roudabush insistió en que nuestra postura equivalía a un acto de insubordinación; los demás concordaron enseguida, de modo que nos expulsaron de la escuela.
Empezamos la escuela en casa
Nos permitieron quedarnos con nuestros libros de texto, de manera que, con la supervisión de una muchacha que ayudaba a mamá en la casa, de inmediato montamos una escuela doméstica en el ático. Pero al poco tiempo llegó una carta que decía que nos enviarían a un reformatorio si no teníamos un maestro titulado.
Al cabo de unos días, Paul y Verna Jones, que tenían una granja a 50 kilómetros de casa, nos llamaron por teléfono. “Hemos leído que tus hijos han sido expulsados de la escuela”, le dijo Paul a papá. Los Jones habían tirado la pared que separaba el comedor del salón de su casa, para así poder hacer una sala de clases que sirviese de escuela. Nos invitaron a asistir. Una joven maestra de Allentown que estaba interesada en la verdad aceptó con ilusión la oferta, aunque le suponía ganar mucho menos dinero que en una escuela pública. Empezaron a surgir escuelas similares de Testigos por todo el país.
Los Jones, que tenían ya cuatro hijos, tomaron a su cargo al menos a otros diez. Dormíamos tres en cada cama, y cuando nos dábamos la vuelta, lo hacíamos todos al mismo tiempo. Otra familia de Testigos que vivían allí cerca albergó casi a otros tantos, y enseguida la asistencia a la escuela aumentó a más de cuarenta. Era muy divertido y nos reíamos mucho, pero también trabajábamos. Nos levantábamos a las seis de la mañana. Los niños ayudaban en la granja y las niñas en la cocina. Nuestros padres iban a buscarnos el viernes después de clase, para pasar el fin de semana en casa. Un día llegaron a la escuela los hijos de los Walaitis, incluida mi amiga Eleanor.
Los contratiempos relacionados con nuestra escolarización continuaron. Nuestro querido hermano Jones murió, así que papá tuvo que transformar nuestra camioneta en un autobús escolar para hacer los 50 kilómetros que nos separaban de la escuela. Después a algunos de nosotros nos llegó el momento de pasar a la escuela superior, y necesitábamos un profesor titulado. No obstante, parecía que Jehová proveía la solución para cada nuevo problema.
Vamos a juicio
Mientras tanto, la Sociedad quiso llevar a juicio los abusos respecto al saludo a la bandera. De unas centenas habíamos pasado a ser miles los jóvenes que habíamos rehusado saludar la bandera. La Sociedad lo intentó con una familia tras otra, pero los tribunales estatales se negaron a aceptar los casos a juicio. Le tocó el turno a nuestra familia. En mayo de 1937, el abogado de la Sociedad y el de la Unión pro Libertades Civiles llevaron el pleito al Tribunal de Distrito Federal de Filadelfia. Se fijó la fecha de la vista para febrero de 1938.
Bill y yo seríamos llamados a declarar. ¡Todavía recuerdo el terror que me producía esa perspectiva! El abogado de la Sociedad nos informó una y otra vez sobre las posibles preguntas que nos harían. Bill fue el primero en declarar. Le preguntaron por qué no quería saludar la bandera, y él contestó con la cita de Éxodo 20:4-6. Después me tocó el turno a mí; me hicieron la misma pregunta, y cuando contesté “1 Juan 5:21”, el abogado de la acusación gritó: “¡Protesto!”. Pensaba que un texto bíblico era suficiente. Luego el profesor Roudabush subió a declarar. Alegó que habíamos sido adoctrinados y que estábamos induciendo a “faltar el respeto [...] a la bandera y al país”. A pesar de todo, el juez Albert Maris falló a favor nuestro.
“No intenten siquiera volver a clase, vamos a apelar”, fue el mensaje de la Junta Escolar. Así pues, el caso volvió a Filadelfia, esta vez al Tribunal de Apelación de Estados Unidos. En noviembre de 1939, los tres componentes del jurado también fallaron a favor nuestro. Los miembros de la Junta Escolar se encolerizaron, así que llevaron el caso al Tribunal Supremo.
El Tribunal Supremo
Nos entusiasmó saber que el hermano Rutherford en persona hablaría en nuestra defensa. Un grupo de Testigos nos reunimos con él la noche anterior al juicio en la Union Station, una estación de ferrocarril de Washington, D.C. ¡Qué día aquel! Corría el mes de abril de 1940, y todavía hacía algo de frío. Al día siguiente, la sala estaba abarrotada de testigos de Jehová. Por fin llegó nuestro turno, y el hermano Rutherford se levantó para hablar. Nunca olvidaré cómo nos comparó a nosotros, los niños Testigos, con el fiel profeta Daniel, sus tres compañeros hebreos y otros personajes bíblicos. Fue apasionante. El auditorio escuchó con muchísima atención.
Nunca nos imaginamos que la sentencia pudiera ser desfavorable. De hecho, habíamos ganado los dos juicios anteriores. La mañana del 3 de junio de 1940, mamá y yo estábamos en la cocina haciendo las faenas de la casa con la radio encendida, cuando de repente emitieron un noticiero. Los jueces habían fallado en nuestra contra, y no por un margen pequeño, sino por ocho a uno. Mamá y yo nos quedamos heladas, sin poder creerlo. A continuación corrimos escaleras abajo para decírselo a papá y a Bill.
Esta decisión desató una ola de terror casi inimaginable. Por todo el país se abrió “la temporada de caza” de testigos de Jehová. La gente pensaba que al atacarnos cumplía con un deber patriótico. A los pocos días, el Salón del Reino de Kennebunk, en el estado de Maine, fue incendiado. En Illinois, una chusma asaltó a 60 Testigos mientras predicaban, volcaron sus automóviles y destruyeron sus publicaciones. En la región de Shenandoah (Pensilvania, E.U.A.), la mina de carbón, las fábricas textiles y las escuelas celebraron ceremonias de saludo a la bandera, una tras otra. En consecuencia, en un mismo día los niños Testigos fueron expulsados de la escuela y los padres perdieron su trabajo.
Nos enfrentamos a la persecución
Esta era la situación cuando mi familia recibió la amenaza que mencioné al principio. Poco después de aquel intento fallido, una iglesia de Minersville decretó un boicot a nuestra tienda. Por consiguiente, las ventas cayeron vertiginosamente. La tienda era nuestro único medio de vida, y para entonces ya éramos seis hermanos. Papá tuvo que pedir dinero prestado para ir sobreviviendo. No obstante, con el tiempo el boicot fue aflojando y la gente empezó a comprar en nuestra tienda de nuevo. Algunas personas hasta mostraron su rechazo y dijeron que el cura se había excedido diciéndoles dónde tenían que comprar. Con todo, muchas familias de Testigos perdieron su negocio y su casa durante esos años.
Una noche tuve que llevar a mi familia a casa después de unos estudios bíblicos. Mamá y papá acababan de subir al automóvil cuando una banda de adolescentes salió de su escondite y nos rodeó. Empezaron a desinflar los neumáticos. De repente, vi un claro en frente del automóvil, pisé el acelerador y salimos a toda velocidad. “Lillian, no vuelvas a hacer eso nunca más —me aconsejó papá—, podrías haber herido a alguien.” De todos modos, llegamos a casa sanos y salvos.
Durante este tiempo de violencia fanática, la prensa nos trató muy favorablemente. Al menos ciento setenta y un periódicos importantes condenaron el fallo del Tribunal Supremo sobre la cuestión del saludo a la bandera, mientras que solo unos cuantos lo aprobaron. Incluso Eleanor Roosevelt, la esposa del presidente de Estados Unidos, que escribía una sección en un periódico del país con el tema “My Day”, abogó por nuestra causa. A pesar de todo, no parecía haber perspectivas de mejora.
Por fin, un cambio
Sin embargo, hacia 1942 algunos jueces del Tribunal Supremo pensaron que su veredicto en nuestro caso había sido equivocado. En consecuencia, la Sociedad presentó los casos Barnett, Stull y McClure. Los hijos de estas familias de Testigos habían sido expulsados de la escuela en Virginia Occidental. El Tribunal de Distrito Estadounidense de Virginia Occidental falló unánimemente a favor de los testigos de Jehová. La Junta Escolar del estado apeló y el caso fue al Tribunal Supremo de Estados Unidos. Nuestra familia se encontraba en Washington, D.C., cuando el abogado de la Sociedad, Hayden C. Covington, hizo una excelente defensa ante el Tribunal Supremo. En el día de la Bandera, el 14 de junio de 1943, los jueces se pronunciaron. El veredicto resultó favorable a los testigos de Jehová por seis votos a tres.
Después de esto, los ánimos empezaron a calmarse por todo el país. Por supuesto, quedaron algunos intransigentes que siguieron molestando a nuestras hermanas pequeñas cuando volvieron a la escuela. Respecto a Bill y a mí, ya habíamos pasado con creces la edad de ir a la escuela. Habían transcurrido ocho años desde que nos pusimos de parte de Jehová.
Una vida de servicio a Jehová
Todo esto fue solo el principio de una vida de servicio a Jehová. Bill se hizo precursor a los 16 años. Eleanor Walaitis (ahora Miller) y yo llegamos a ser compañeras, y servimos de precursoras en el Bronx, en la ciudad de Nueva York. Después tuve la emocionante experiencia de servir en Betel, Brooklyn, donde se hallan las oficinas centrales de la Sociedad Watch Tower. Allí también hice amistades que han durado toda la vida.
En el verano de 1951 conocí a Erwin Klose durante una serie de asambleas en Europa. En una reunión en Alemania, un grupo de hermanos alemanes del que Erwin formaba parte cantó para nosotros: lo hicieron magníficamente. Le dije con mucho entusiasmo que tenía una voz muy bonita. Él respondió asintiendo con la cabeza, y yo le seguí hablando. ¡No entendió ni una sola palabra de lo que le dije! Unos meses después me encontré con Erwin en el Hogar Betel de Brooklyn, pues se le había invitado a la Escuela Bíblica de Galaad de la Watchtower para prepararse para el servicio misional. Una vez más hablé largo y tendido para darle la bienvenida a Brooklyn, y una vez más sonrió con amabilidad. ¡Todavía le costaba algo comprenderme! No obstante, con el tiempo llegamos a entendernos, y no pasó mucho antes de que nos comprometiéramos.
Llegué a ser misionera, y me uní a Erwin en la obra misional en Austria. Pero la salud de mi esposo empezó a empeorar por culpa del trato brutal que había recibido de los nazis por ser testigo de Jehová. Cuando en su día a mí me expulsaron de la escuela, a él lo tenían en cárceles y campos de concentración.b A finales de 1954 regresamos a Estados Unidos.
Desde entonces hemos tenido el gozo de servir en lugares donde había más necesidad y de criar a dos hijos excelentes en el camino de Jehová. Cuando fueron a la escuela, vi que las cosas no habían cambiado del todo. Judith y Stephen recibieron oposición por causa de sus creencias, pero Erwin y yo sentimos gozo y orgullo al ver que ellos también tenían el valor de tomar la decisión correcta. Al final del año escolar, los profesores siempre se daban cuenta de que los Testigos no son un grupo de fanáticos, y así hemos podido entablar relaciones muy cordiales con ellos.
Cuando miro atrás, aprecio que sin duda alguna Jehová ha bendecido a nuestra familia. Ahora un total de 52 miembros de la familia sirven a Jehová. Ocho ya han recibido su recompensa celestial o esperan la resurrección terrestre, incluidos mis queridos padres, que dejaron un maravilloso legado al poner a Jehová en primer lugar en la vida. En estos últimos años hemos pensado mucho en ese ejemplo. Erwin, después de haber vivido una vida muy activa y productiva, está luchando con un trastorno neuromuscular que restringe mucho su actividad.
A pesar de estas pruebas, miramos al futuro con verdadero gozo y confianza. No hemos lamentado jamás la decisión de dar a Jehová Dios adoración exclusiva.—Relatado por Lillian Gobitas Klose.
[Notas a pie de página]
a Por norma general, los testigos de Jehová están dispuestos a mostrar respeto a los juramentos e himnos de un modo que no implique participación en actos de adoración religiosa.
b Véase el ¡Despertad! del 22 de noviembre de 1992, “¡Los nazis no pudieron detenernos!”.
[Fotografía en la página 16]
Erwin y Lillian en Viena (Austria), 1954
[Fotografía en la página 17]
Lillian en la actualidad
[Reconocimiento]
Dennis Marsico
[Recuadro en la página 17]
¿Por qué no saludan la bandera los testigos de Jehová?
LOS testigos de Jehová dan más importancia que ningún otro grupo religioso a un principio de adoración: la exclusividad. Jesús enunció este principio en Lucas 4:8: “Es a Jehová tu Dios a quien tienes que adorar, y es solo a él a quien tienes que rendir servicio sagrado”. En consecuencia, los Testigos deciden no dar su adoración a ninguna persona o cosa en el universo que no sea Jehová. Participar en el saludo a la bandera de una nación es para ellos un acto de adoración que constituye una intromisión en su adoración exclusiva a Jehová y una violación de dicha adoración.
Repetidas veces se advirtió a los israelitas, así como a los primeros cristianos, que no adoraran objetos de fabricación humana. Esta práctica se condenaba como idolatría. (Éxodo 20:4-6; Mateo 22:21; 1 Juan 5:21.) ¿Se puede considerar que la bandera sea un ídolo? Pocos dirían que simplemente es un trozo de tela. Por todas partes se considera un símbolo sagrado, e incluso más. El historiador católico Carlton Hayes lo expone de esta manera: “La bandera es el principal símbolo de fe y el objeto central de adoración del nacionalismo”.
Esto no quiere decir que los testigos de Jehová no respeten la bandera o a los que la saludan. Generalmente permanecen de pie en tales ceremonias, mientras no se les pida participar en ellas. Además, creen que se muestra verdadero respeto a la bandera obedeciendo las leyes del país que representa.
La mayoría de la gente concuerda en que el saludo a la bandera no es una garantía de respeto. Un caso que lo ejemplifica y muestra la veracidad de lo mencionado ocurrió en Canadá. Un profesor y el director de una escuela ordenaron escupir la bandera a una niñita que suele saludarla; y así lo hizo. Después le mandaron lo mismo a una joven testigo de Jehová de la clase, pero ella rehusó firmemente hacerlo. Para los testigos de Jehová, el respeto a la bandera es un principio de máxima importancia. Sin embargo, la adoración se la dan solo a Jehová.