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  • La fe en Dios me protegió

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  • La fe en Dios me protegió
  • ¡Despertad! 1994
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¡Despertad! 1994
g94 22/2 págs. 20-23

La fe en Dios me protegió

TRANSCURRÍA el mes de mayo de 1945, y acababa de terminar la II Guerra Mundial en Europa. Hacía dos días que había vuelto a mi hogar, en Chojnice (Polonia). El viaje había durado casi dos meses, pues tuve que hacerlo a pie y paré varias veces por el camino para visitar a algunas personas. Había pasado los dos años anteriores en el campo de concentración de Stutthof, situado cerca de Danzig (ahora Gdańsk).

Mi madre, mis dos hermanas y yo estábamos sentados en la sala de estar disfrutando de una visita. Llamaron a la puerta, y Elaine, mi hermana mayor, fue a ver quién era. No prestamos mucha atención hasta que la oímos gritar. Me levanté de inmediato y corrí hacia la puerta. Allí estaban Wilhelm Scheider y Alfons Licznerski, dos compañeros cristianos que pensaba que habían muerto poco después de la última vez que los vi.

Después de mirarlos un rato boquiabierto, el hermano Scheider me preguntó si pensaba invitarlos a entrar. Pasamos el resto del día y parte de la noche charlando y recordando cómo nos había protegido Jehová durante nuestro encarcelamiento. Antes de contarles algunas de aquellas experiencias, quisiera explicarles cómo fui a parar al campo de concentración.

Se puso a prueba mi fe a una edad temprana

Mis padres se hicieron Estudiantes de la Biblia (como se llamaba entonces a los Testigos de Jehová) el año en que yo nací, 1923. Los años anteriores a la II Guerra Mundial no fueron fáciles para los Testigos. En la escuela se enseñaba la religión católica, y a los Testigos se les trataba muy mal. Otros niños se burlaban de mí de continuo, y el maestro siempre les daba la razón. La obra de predicar también era difícil. En una ocasión, mientras predicábamos en la cercana ciudad de Kamien, los veinte Testigos que estábamos allí nos vimos rodeados por un grupo de por lo menos cien habitantes de la ciudad. Los soldados polacos llegaron justo a tiempo para protegernos de la chusma.

La persecución se intensificó cuando Alemania invadió Polonia, en septiembre de 1939. Finalmente, en 1943 la Gestapo me detuvo por negarme a servir en el ejército alemán. Mientras estaba arrestado, la Gestapo me interrogó. Intentaban que les diera los nombres de otros Testigos de la zona. Cuando me negué, el agente de la Gestapo me dijo que era muy probable que muriera en un campo de concentración.

Al principio me enviaron a la cárcel de Chojnice, donde dos carceleros me golpearon con una porra de goma para obligarme a transigir en cuanto a mi decisión de permanecer leal a Jehová. La paliza continuó durante 15 ó 20 minutos, tiempo que aproveché para orar con fervor. Cuando estaban terminando de golpearme, uno de los carceleros se quejó de que se iba a cansar antes que yo.

Por extraño que parezca, después de los primeros golpes, dejé de sentirlos. Era como si solo pudiera oírlos, igual que el sonido de un tambor lejano. Jehová me protegió y contestó mis oraciones. Los comentarios sobre la paliza se difundieron enseguida por toda la cárcel, y algunos empezaron a decir que yo era “un hombre de Dios”. Poco después me enviaron a los cuarteles de la Gestapo en Danzig. Un mes más tarde me mandaron al campo de concentración de Stutthof.

La vida en Stutthof

Al llegar nos dijeron que nos alineáramos delante de los barracones. Un kapo (prisionero a cargo de otros prisioneros) señaló a las tres enormes humaredas que salían del crematorio y nos dijo que en tres días estaríamos en el cielo con nuestro Dios. Sabía que al hermano Bruski, de nuestra congregación de Chojnice, lo habían enviado a Stutthof, así que traté de encontrarlo, pero otro prisionero me dijo que había muerto hacía más o menos un mes. Me sentí tan desolado que caí al suelo. Pensaba que si había muerto el hermano Bruski, un cristiano de gran fortaleza física y espiritual, seguro que yo también moriría.

Otros prisioneros me ayudaron a volver al barracón, y allí vi por primera vez al hermano Scheider. Después me enteré de que antes de la guerra había sido el superintendente de la sucursal de Polonia. Habló conmigo durante mucho rato, y me explicó que moriría si perdía la fe en Jehová. Sentí que Jehová lo había enviado para fortalecerme. De hecho, resultó muy cierto el proverbio que dice que un buen compañero “es un hermano nacido para cuando hay angustia”. (Proverbios 17:17.)

Mi fe se había debilitado en aquel entonces, y el hermano Scheider me dirigió a Hebreos 12:1. Allí se les dice a los cristianos que se guarden del pecado que fácilmente los enreda, a saber, la falta de fe. Me ayudó a recordar a los fieles que se mencionan en el capítulo 11 de Hebreos y a analizar mi fe en comparación con la suya. Me mantuve lo más cerca que pude del hermano Scheider desde aquel momento, y aunque tenía veinte años más que yo, nos hicimos muy buenos amigos.

En cierta ocasión, un hombre corpulento que llevaba un triángulo verde (lo que significaba que era un criminal) me ordenó que me subiera a una mesa y predicara a los prisioneros acerca de Jehová. Cuando empecé, los prisioneros comenzaron a ridiculizarme. Pero el hombre se acercó y les hizo callar, pues todos le tenían miedo. Durante el resto de la semana, cuando nos reuníamos para comer al mediodía y por la noche, aquel hombre me hacía subir a la mesa para predicar.

A la semana siguiente, a algunos de los prisioneros se nos cambió de barracones. Otro prisionero con un triángulo verde se acercó a mí y me preguntó por qué me había enviado mi Dios a aquel “infierno”. Le contesté que era para predicar a los prisioneros y que estar allí servía para probar mi fe. Mientras estuve con aquellos prisioneros, me permitieron ponerme en pie ante ellos y predicarles todas las noches durante dos semanas.

En una ocasión, un kapo le ordenó a otro prisionero que me golpeara. Él se negó, con riesgo de que también le golpearan a él. Cuando le pregunté por qué no me pegaba, me confesó que había planeado suicidarse, pero que había escuchado uno de mis sermones y aquello le había ayudado a cambiar de opinión. Pensaba que yo le había salvado la vida, así que no podía golpear al que había hecho eso.

Se prueba la fe al límite

En el invierno de 1944, los rusos se aproximaban a Stutthof. Los oficiales de campo alemanes decidieron trasladar a los prisioneros antes de que estos llegaran. Los alemanes pusieron en marcha a unos mil novecientos prisioneros hacia Słupsk. A mitad de camino solo quedábamos 800. Habíamos escuchado muchos disparos durante toda la marcha, lo que nos hizo pensar que el resto de los prisioneros habían muerto o habían escapado.

Al principio del viaje, nos habían dado a cada uno 450 gramos de pan y 220 gramos de margarina. Muchos comieron de inmediato todo lo que se les entregó. Yo, en cambio, racioné mi parte lo mejor que pude, pues sabía que el viaje podría durar por lo menos dos semanas. Solo diez de los prisioneros eran Testigos, y el hermano Scheider y yo nos mantuvimos juntos.

Al segundo día de viaje, el hermano Scheider enfermó. Desde entonces en adelante prácticamente tuve que llevarlo, porque de habernos parado, nos hubieran disparado. El hermano Scheider me dijo que Jehová había contestado sus oraciones haciendo que yo estuviera allí para ayudarle. Al quinto día estaba tan cansado y hambriento, que no podía dar ni un solo paso más, mucho menos llevar al hermano Scheider. Él estaba cada vez más débil por la falta de alimento.

A primera hora de aquella tarde, el hermano Scheider me dijo que tenía que hacer sus necesidades, así que lo llevé hasta un árbol. Yo vigilaba para asegurarme de que los guardas alemanes no nos vieran. Al cabo de un minuto el hermano Scheider se dio la vuelta con un trozo de pan en las manos. “¿Dónde lo consiguió? —le pregunté—. ¿Estaba colgado de un árbol?”

Me dijo que un hombre se había acercado y le había dado el pan mientras yo estaba de espaldas. Me pareció muy extraño, porque no había visto a nadie, pero estábamos tan hambrientos entonces que no nos preocupamos mucho de cómo nos había llegado aquello. No obstante, tengo que admitir que la enseñanza de Jesús sobre pedir por el pan de cada día fue mucho más significativa para mí desde entonces. (Mateo 6:11.) No hubiéramos sobrevivido ni un día más sin aquel pan. Pensé también en las palabras del salmista: “Un joven era yo, también he envejecido, y sin embargo no he visto a nadie justo dejado enteramente, ni a su prole buscando pan”. (Salmo 37:25.)

Después de casi una semana, cuando estábamos a mitad de camino de Słupsk, nos detuvimos en un campo de las Juventudes Hitlerianas. Allí teníamos que reunirnos con prisioneros procedentes de otros campos. El hermano Licznerski había contraído fiebre tifoidea, por lo que fue llevado a un barracón especial junto con otros prisioneros enfermos. Todas las noches me escapaba del barracón e iba a visitar al hermano Licznerski. Si me hubieran visto, me habrían disparado, pero sabía que era importante hacer que le bajara la fiebre. Mojaba un trapo, me sentaba a su lado y le enjugaba la frente. Luego me escabullía de nuevo hacia mi barracón. El hermano Scheider también contrajo las fiebres, y lo pusieron en el mismo barracón que al hermano Licznerski.

Nos dijeron que los alemanes planeaban llevarnos hasta el mar Báltico, meternos en un barco y trasladarnos a Dinamarca. Sin embargo, los rusos siguieron acercándose. Como los alemanes se asustaban y comenzaban a huir, los prisioneros aprovechaban la oportunidad para escapar. Los alemanes me ordenaron marcharme, pero como los hermanos Scheider y Licznerski estaban muy enfermos para viajar y yo no podía llevarlos, no sabía qué hacer. Finalmente me marché, orándole a Jehová que cuidara a mis queridos compañeros.

Una hora después de mi partida, los rusos entraron en el campo. Un soldado encontró a los hermanos Scheider y Licznerski, y ordenó a una alemana que vivía en una granja cercana que les diera sopa de pollo todos los días hasta que se recuperaran. La mujer le dijo al soldado que los alemanes se habían llevado todos sus pollos, a lo que el soldado replicó que la mataría si no alimentaba a aquellos hombres. Ni qué decir tiene que encontró pollos enseguida, y mis queridos hermanos comenzaron a recuperarse.

Refinamiento continuo de la fe

Hablamos de estas y otras experiencias en la sala de estar de la casa de mi madre hasta altas horas de la madrugada. Los hermanos se quedaron con nosotros un par de días y luego volvieron a sus respectivos hogares. Jehová usó de forma extraordinaria al hermano Scheider para reorganizar la predicación en Polonia, reasumiendo así muchas de sus responsabilidades anteriores. Sin embargo, la actividad de predicar se complicó mucho a consecuencia del ascenso al poder de los comunistas.

Una y otra vez se arrestaba a los Testigos por predicar sobre el Reino de Dios. A mí también me arrestaron e interrogaron muchas veces, y lo hacían los mismos que me habían liberado de los nazis. Entonces nos dimos cuenta de por qué estaban las autoridades tan familiarizadas con nuestras actividades. Los comunistas habían infiltrado espías dentro de la organización para que nos delataran. Tuvieron tanto éxito que durante una noche de 1950 detuvieron a miles de Testigos.

Con el tiempo, junto con mi esposa Helena y nuestra familia, que estaba aumentando, decidí que nos trasladaríamos a Estados Unidos, donde llegamos en 1966. Mientras visitábamos Brooklyn (Nueva York), tuve ocasión de presentar ante los hermanos responsables de la central mundial de los testigos de Jehová información que les ayudó a determinar a quiénes habían infiltrado los comunistas en la organización. (Compárese con Hechos 20:29.)

En la actualidad tengo 70 años y vivo en el estado de Colorado, donde soy anciano de una congregación local. Por causa de mi mala salud, ya no puedo hacer lo mismo que antes. Sin embargo, todavía disfruto mucho de hablar con las personas sobre el Reino de Jehová. Cuando trabajo en el ministerio con los más jóvenes, también aprovecho la oportunidad para ayudarlos a entender que, sin importar qué problema surja en su camino, Jehová siempre estará presente para demostrar su fuerza a favor de los que tienen fe completa en él.

Cuando recuerdo mi vida, me doy cuenta de que Jehová nos libró a mis amigos y a mí de situaciones peligrosas. Estos hechos han fortalecido muchísimo más mi fe en su cuidado protector. No me cabe ninguna duda de que este sistema de cosas terminará pronto en la “gran tribulación”, que se aproxima a toda velocidad, y que los sobrevivientes tendremos la gran perspectiva de hacer que esta Tierra sea un paraíso mundial. (Revelación 7:14; 21:3, 4; Juan 3:16; 2 Pedro 3:13.)

Estoy deseando participar en esta gran labor de restablecer el paraíso en la Tierra, y usted también podrá si hace la voluntad de Jehová lo mejor que pueda y confía en su promesa de proteger al máximo a los que ejercen fe en él.—Relatado por Feliks Borys.

[Fotografía en la página 20]

Un año después de salir del campo de concentración

[Fotografía en la página 23]

Junto a mi esposa, Helena

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